martes, 7 de septiembre de 2010

La mujer-G.K.CHESTERTON

La mujer-G.K.CHESTERTON

Título original: «Woman», en All Things Considered.

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Me escribe un corresponsal una carta de gran interés y competencia a propósito de ciertas alusiones mías a la cuestión de las cocinas comunitarias. Él las defiende lucidísimamente desde el punto de vista del colectivista calculador. Pero, como muchos otros de su escuela, parece no comprender que la cosa puede verse de otra manera, que nada tiene que ver con tales cálculos. Afirma que sería más barato que todos comiéramos a la misma hora, a fin de que usáramos la misma mesa. Es verdad. También sería más barato que todos durmiéramos a distintas horas, a fin de usar solo un par de pantalones. El asunto, sin embargo, no es lo barato que compramos, sino qué es lo que compramos. Es barato tener un esclavo. Y aún lo es más serlo.
Dice también mi corresponsal que la costumbre de comer fuera, en restaurantes, etc., está creciendo. Lo mismo, creo, que la costumbre de suicidarse. No es que quiera relacionar ambos hechos. Parece bastante evidente que un hombre no pueda salir a comer en un restaurante porque acabe de suicidarse, y quizá sería demasiado decir que se ha suicidado porque acababa de comer en un restaurante. Pero ambos casos, puestos uno junto a otro, bastan para demostrar lo falso y ruin de esa eterna discusión sobre lo que está de moda. La cuestión para los hombres de bien no es si algo está incrementándose, sino si estamos incrementándolo nosotros. Yo como en restaurantes con mucha frecuencia, pues así lo aconseja la índole de mi trabajo: pero si pensase que haciéndolo contribuyo a la difusión de la comida comunitaria, no volvería a pisar ninguno; me llevaría pan y queso en el bolsillo o sacaría chocolate de las máquinas automáticas. Y es que hay cosas cuyo carácter personal es sagrado. El otro día lo dijo perfectamente el señor Will Crooks: «Lo más sagrado es poder cerrar nuestra puerta».°
Dice mi corresponsal: «¿No se ahorrarían nuestras mujeres la pesada tarea de cocinar y todas las preocupaciones que ello conlleva, quedando libres para dedicarse a la alta cultura?». Lo primero que se me ocurre decir es muy simple y forma parte, creo, de la experiencia de cada cual. Si mi corresponsal encuentra el modo de evitar que las mujeres se preocupen, será un hombre muy, pero que muy notable. Creo que el asunto es más profundo. Ante todo, mi corresponsal obvia una distinción que es fundamental en la naturaleza humana. Teóricamente, supongo que todo el mundo quiere verse libre de preocupaciones. Pero seguro que nadie quiere verse libre de actividades que preocupan. A mí me placería en extremo (lo digo como lo siento en este momento) verme libre de la penosa faena de escribir este artículo. Pero eso no significa que me gustaría librarme también de la penosa faena de ser un periodista. Que algo nos preocupe no quiere decir que no nos interese. La verdad es lo contrario. Lo que no nos interesa, ¿por qué habría de preocuparnos? Las mujeres se preocupan por el gobierno de la casa, pero son las más interesadas las que más se preocupan. Les preocupan mucho sus maridos y sus hijos. Y supongo que si estrangulásemos a estos y aturdiésemos a aquellos, les quedaría tiempo para dedicarse a la alta cultura. O sea, quedarían libres para preocuparse por la alta cultura. Pues las mujeres se preocuparían por eso tanto como se preocupan por cualquier otra cosa.
Yo creo que este modo de hablar de las mujeres y de su alta cultura es una excrecencia exclusiva de las clases que (a diferencia de la periodística a la que pertenezco) disponen siempre de elevadas sumas de dinero. Una cosa curiosa observo. Quienes sobre ello escriben parecen olvidar que existen las clases trabajadoras y asalariadas. Como mi corresponsal, dicen, eterna letanía, que la mujer es esclava del trabajo. Pues ¿qué es el hombre, por los clavos de Cristo? Esta gente se figura que todos los hombres son ministros. Hablan del hombre como si no pensara más que en conquistar poder, labrarse un porvenir, dejar huella en el mundo, mandar y ser obedecido. Esto quizá sea cierto para ciertas clases sociales. Los duques, por ejemplo, no son esclavos del trabajo; pero entonces tampoco lo son las duquesas. Las damas y caballeros de la alta sociedad sí están libres para dedicarse a la alta cultura, que de preferencia consiste en pasearse en coche y jugar al bridge. Pero los millones de hombres normales y corrientes que integran nuestra civilización no son más libres para dedicarse a la alta cultura que sus mujeres.
Diré más, no lo son tanto como ellas. La mujer ocupa una posición privilegiada respecto del hombre. Ella reina en un mundo en el que puede hacer lo que le plazca; la mayoría de los hombres han de obedecer órdenes y no hacer otra cosa; han de poner ladrillo sobre ladrillo monótonamente, sin hacer otra cosa; han de sumar cifras y cifras monótonamente, sin hacer otra cosa. Quizá el mundo de la mujer es pequeño, pero ella puede cambiarlo. Una mujer puede decirle cuatro verdades al comerciante de turno. El empleado que haga lo mismo con su jefe se verá por lo general de patitas en la calle, o –por evitar el vulgarismo– se verá libre para dedicarse a la alta cultura. Y sobre todo, como dije en un artículo anterior, el trabajo de la mujer es hasta cierto punto creativo e individual. Puede disponer las flores o los muebles según su fantasía. No creo que el albañil pueda hacer lo mismo con los ladrillos, sin grave riesgo de su persona y la del prójimo. Si la mujer ha de poner un simple remiendo en la alfombra, puede elegirlo por el color; pero no creo que al de la oficina de correos le esté permitido franquear un paquete según el color de los sellos, y preferir por ejemplo uno más barato porque es malva claro a uno más caro que es rojo chillón. Una mujer quizá no siempre cocine artísticamente, pero puede hacerlo. Puede variar la composición de una sopa de manera personal e imperceptible. Pero ¡ay del empleado que varíe de manera personal e imperceptible la cifras de la contabilidad!
Lo bueno es que la cuestión que aquí planteo, que es la verdadera, no se discute. Lo que se alega es una cuestión de dinero, no de personas. Lo que me parece falso no son tanto las propuestas de estos reformadores como su mentalidad y sus argumentos. Estoy menos seguro de que las cocinas comunitarias son un error como de que sus defensores están en un error. De entrada, desde luego, hay una gran diferencia entre las cocinas comunitarias de las que hablamos y las comidas comunitarias (monstrum horrendum, informe) que, con intención bárbara y diabólica, evoca mi corresponsal.° Pero en ambos casos el error es el mismo: sus defensores no las defenderán como instituciones humanas. No les interesará el evidente hecho psicológico de que hay cosas que un hombre o una mujer pueden desear hacer por sí mismos. Cosas que él o ella han de hacer de manera creativa, artística, individual... en una palabra, mal. Una de tales cosas es, quién lo diría, elegir esposa. ¿Es otra elegir la comida del marido? Esta es la cuestión: que nadie se plantea.
Y ahora la alta cultura. Conozco esa cultura. Si puedo evitarlo, yo no liberaré a nadie para que se dedique a la alta cultura. Sus efectos sobre los hombres ricos que tienen tiempo para dedicarse a ella son tan horribles que resulta peor que ningún otro de los entretenimientos del millonario, peor que el juego, peor incluso que la filantropía. La alta cultura es creer que el poeta más pequeño de Bélgica es más grande que el poeta más grande de Inglaterra. Es perder todo sentimiento democrático. Es ser incapaz de hablar con un peón sobre deportes, sobre cerveza, sobre la Biblia, sobre las carreras de caballos, sobre la patria o sobre cualquier otra cosa de la que él, el peón, quiera hablar. Es tomarse la literatura en serio, como los aficionados. Es perdonar la indecencia solamente cuando es sombría. Los discípulos de la alta cultura llamarán pala a una pala solo si es para cavar tumbas. La alta cultura es triste, mezquina, desabrida, antipática, poco honesta y nada relajada. Es «alta», en suma: este epíteto abominable (que también se aplica al juego) la describe perfectamente.
No; si se me pide que liberemos a la mujer para otra cosa, quizá esté más dispuesto. Si se me promete, en privado y solemnemente, que las liberaremos para que bailen en las montañas como ménades, o para que adoren a alguna divinidad monstruosa, estaré más de acuerdo. Si se me asegura que las señoras de Brixton, tan pronto como dejen la cocina, se pondrán a aporrear tantanes y soplar cuernos en el bosque, convendré en que al menos son ocupaciones humanas y acaso divertidas. Las mujeres han sido liberadas para ser bacantes, para ser vírgenes mártires, para ser brujas. No les pidamos ahora que se rebajen al nivel de la alta cultura.
Yo tengo mis propias ideítas sobre la emancipación de la mujer, pero me temo que nadie las tomará en serio si las expongo. Apoyaré toda iniciativa que aumente la enorme autoridad de la mujer en la casa y su acción creativa en ella. La mujer, por regla general, es una déspota; el hombre, por regla general, es un siervo. Aprobaré toda propuesta que vuelva a la mujer más déspota. Lejos de querer que se traiga de fuera la comida hecha, deseo que cocine ella misma con mayor libertad e imaginación de lo que lo hace. Lejos de querer que vaya siempre por la misma comida al mismo sitio, deseo que invente, si le place, un plato todos los días de su vida. Que la mujer sea más hacedora, no menos. Y llevamos razón al hablar de «la mujer»; solo los canallas hablan de mujeres. Los hombres, en cambio, hablan de hombres, y esta es la gran diferencia. Los hombres representan el elemento democrático y deliberante de la vida. La mujer encarna el elemento despótico.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON

El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON



Título original: «Wine if it es red», en All Things Considered



Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Imagino que causará no poco revuelo el reciente manifiesto firmado por una serie de doctores eminentísimos acerca del llamado «alcohol». A juzgar por como suena, la palabra es arábiga, como «álgebra» y «Alhambra», otras dos cosas desagradables. Nunca he visto la Alhambra española; me han dicho que es una construcción ramplona y laberíntica; yo me refiero al mucho más digno edificio de Leicester Square. Si es verdad, como presumo, que «alcohol» es un término árabe, resulta curioso que la palabra con la que genéricamente designamos la esencia del vino, la cerveza y otras bebidas por el estilo provenga de unas gentes que lo combaten de manera particularmente enconada. Supongo que algún anciano jefe musulmán se sentó un día a la entrada de su tienda y, maldiciendo por entre la negra barba el símbolo cristiano del vino, y discurriendo con ceño fruncido alguna fea palabra que expresara cabalmente su odio racial y religioso, vino a escupir el terminacho «alcohol». El que los médicos hayan de usar esta palabra a efectos de claridad científica les es de gran impedimento para juzgar la cosa con justicia. Porque la palabra encierra una de esas peticiones de principio que tanto complican esta clase de cuestiones morales. Es un craso error suponer que un hombre que desea una bebida alcohólica desea por fuerza alcohol.
Todo aquel que camine diez millas seguidas un caluroso día de verano por un camino polvoriento, sabrá pronto por qué se inventó la cerveza. El que la cerveza tenga cierta propiedad estimulante no es parte a que la pida sino en pequeñísima medida. No es, en fin, que desee alcohol; lo que desea es cerveza. Cierto es, con todo, que la cuestión no puede plantearse en términos tan simples. El problema al que en verdad nos enfrentamos, y especialmente se enfrentan los doctores, es que el puesto singularísimo que el hombre ocupa en el universo físico imposibilita casi por completo el considerarlo un ser puramente físico. Sea lo que sea el ser humano, constituye una excepción. Si no es la imagen de Dios, entonces es una excrecencia del polvo. Si no es un ser divino que cayó del cielo, no puede ser sino un animal que perdió la cabeza. Y en ninguno de los dos casos podemos argüir gran cosa del cuerpo del hombre teniéndolo únicamente por el cuerpo de un animal lleno de salud e inocencia. El cuerpo del hombre se halla demasiado unido a su alma, como se ve en el caso supremo del sexo. Puede valer la pena advertir a los filántropos e idealistas ricos que el argumento de lo animal no debe usarse sin reflexión, ni aun contra los atroces males del exceso; es un argumento que prueba muy poco o que prueba demasiado.
No cabe duda de que emborracharse es poco natural. Pero en el fondo, también el hombre es poco natural. No cabe duda de que el obrero que se emborracha gasta su salud bebiendo; pero nadie sabe cuánto gasta su salud trabajando el obrero sobrio. Nadie sabe cuánto gasta su salud el filántropo rico hablando o, en rarísimas ocasiones, pensando. Todo lo humano es más peligroso que nada que afecte al bruto: sexo, poesía, propiedad, religión. Lo malo de beber no es que saque a la bestia, sino que saque al Diablo. A la bestia no la saca, y poco importa si lo hace: la bestia suele ser una criatura más bien mansa y amable, como lo son las vacas. El ser humano es siempre algo peor o algo mejor que un animal, y el mero argumento de la perfección de este no lo afecta. En el sexo, ningún animal es caballeroso u obsceno. Tampoco ningún animal ha inventado nada tan malo como la embriaguez... ni tan bueno como el beber.
El pronunciamiento de estos doctores es claro y rotundo; hoy día, incluso merece cierto crédito por su valentía moral. Casi todo el mundo convendrá con ellos, desde luego, en que las bebidas alcohólicas son a menudo de grandísima utilidad en casos de enfermedad extremos; pero no pocos, me temo, se escandalizarán al ver que se refieren a ellas como si fueran simples bebidas; porque no se conforman con declarar que beber con moderación no hace daño: dicen abiertamente que es beneficioso. Creo, sin embargo, que esta verdad médica va de algún modo contra la opinión común. Creo que la mayoría de los médicos saben por experiencia que administrar alcohol al enfermo (si bien muchas veces necesario) es casi la forma moralmente más peligrosa de administrarlo. En lugar de suministrarlo a una persona sana que tiene muchas otras posibilidades de vida, se lo damos a una persona desesperada para la que esa es la única posibilidad de vida. Difícilmente podemos censurar al inválido si por alguna contingencia de su precaria condición acaba pensando que el alcohol es una especie de agua de vida y lo usa como tal. Si el hábito de beber es un pecado, no lo es por salvaje, sino por domesticado; no por anárquico, sino por esclavo. La peor forma de beber es beber por razones médicas. La más inocua, hacerlo sin preocuparse; sin preocuparse de nada, y menos aún preocuparse de beber.
El médico, desde luego, debe estar facultado para poner freno en casos de sed perniciosa; pero más allá de esto, solo cabe esperar que la conciencia pública sobre el tema se acrezca o, mejor dicho, se concentre. Yo tengo al respecto mi propia modesta opinión, que siempre he mantenido con firmeza. Si el bar fuera un lugar tan solitario y reservado como la oficina de correos o la estación de trenes, al que acudiera toda clase de gentes en busca de toda clase de refrescos, ofrecería contra las personas de conducta desordenada las mismas garantías que ofrece la oficina de correos: bastaría la presencia de gente normal. El loco que quisiera beber un número ilimitado de whiskys sería tratado con la misma severidad con la que las autoridades de correos tratarían al amable loco que quisiera lamer un número ilimitado de sellos. Poco importa que en uno y otro caso se emplee una negativa de orden técnico. Lo importante es que en ambos casos se pueda llamar prontamente a los amigos o familiares de la persona perturbada. Por lo menos, la empleada de correos no tentaría al entusiasta con una ristra de sellos de seis peniques cuando se lo llevaran con la lengua fuera. Si beber fuese algo público y abierto, se bebería también con mayor despreocupación. En estas cosas, lo sano está en ser despreocupado. Por eso ni los borrachos ni los musulmanes pueden despreocuparse del alcohol.