viernes, 16 de septiembre de 2011

El mártir moderno-G.K.CHESTERTON

El mártir moderno-G.K.CHESTERTON


Título original: «The modern martyr»,en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



El incidente de las sufragistas que se encadenaron a la verja de Downing Street constituye una buena alegoría irónica de lo que es el martirio moderno, el cual suele consistir en encadenarnos para quejarnos de que no somos libres. Unos dicen que estos numeritos retardan la causa del sufragio femenino, otros que son lo único que la hace avanzar. Hablando en puridad, no creo que tengan el menor efecto ni en un sentido ni en el otro.
La idea moderna de llamar la atención con simples demostraciones de impopularidad, como hacer que nos echen de un mitin o una asamblea o nos metan en la cárcel, es un gran error. Se funda en una falacia que tiene que ver con el verdadero sentido popular del martirio. La gente mira a la historia y ve que muchas veces las persecuciones no solo han dado publicidad a una creencia perseguida sino que hasta la han hecho progresar, dando de su validez el horrible y público testimonio de hombres moribundos. Esta paradoja supo expresarla pictóricamente el arte cristiano, representando a los santos que blanden como armas los instrumentos con los que fueron martirizados. Y como su martirio es arma para el mártir, hoy día pensamos que cualquiera que cause alguna que otra molestia en público se volverá al instante clamorosamente popular. Este tipo de martirio mal entendido no es exclusivo de las sufragistas; lo practican muchos movimientos que respeto y algunos que apruebo. Existió, por ejemplo, en el de los Resistentes Pasivos, parte de cuyos bienes fueron puestos en venta. La idea es que si uno muestra sus ideas (o incluso sus ambiciones políticas) siendo una molestia para sí mismo y para el prójimo, adquirirá la fuerza de los grandes santos que murieron en el rogo. Cualquiera al que empujen cinco minutos en un vestíbulo o pase cinco días en la cárcel habrá realizado lo que se entiende por martirio y se habrá ganado la aureola en el arte cristiano del futuro. La señora Pankhurst será representada con un policía en cada mano, los instrumentos de su martirio. El resistente pasivo será representado cargando con la tetera que le arrebataron unos subastadores tiránicos.°
Pero hay una falacia en esta analogía del martirio, pues el especial carisma que confiere el ser perseguido solo se da en caso de persecución extrema. Lo único que demuestra el entusiasta moderno que pasa alguna incomodidad por sus creencias o ideas es que las tiene, de lo cual nadie dudaba. Nadie duda de que al apóstol del inconformismo le importa más el inconformismo que su tetera. Nadie duda de que la señora Pankhurst desea más poder votar que pasar una tarde tranquila sentada en un sillón. Todas nuestras opiniones merecen que nos peleemos un poco por ellas: recuerdo que durante la guerra de los bóers, un día, a la salida de Queen’s Hall, reñí con un oficinista partidario del imperio, y le reventé y me reventó la nariz; pero dudo de que este incidente pueda causar el mismo efecto psicológico que el que causaba el anfiteatro romano o la hoguera. Porque lo que de verdad impresiona no es el hecho de que un hombre sacrifique su tiempo y su comodidad por defender lo que piensa. El martirio de los cristianos no impresionaba a los paganos simplemente porque demostraba lo convencidos que estaban de sus creencias. El caso del martirio extremo es mucho más sutil. Es que da la impresión de que al mártir lo respalda algo especialmente fuerte, de que está poseído por algún poder. Mas esto solo ocurre cuando su integridad física es destruida, cuando todas las fibras de su cuerpo se retuercen de dolor. Si vemos a un hombre tronchándose de risa mientras lo despellejan vivo, con buen acuerdo podremos deducir que en algún rincón de su mente está pensando en algún buen chiste. Análogamente, los espectadores que veían reír y cantar (como reían y cantaban) a unos hombres a los que estaban escaldando o despedazando, creían en la existencia de algo que no era simple honestidad intelectual: creían en la existencia de un placer nuevo e ininteligible que, era de presumir, venía de algún sitio. Podía ser la fuerza de la locura, o un falso espíritu infernal, pero era algo efectivo y extraordinario, tan efectivo como el brandy y tan extraordinario como la prestidigitación. El pagano se decía: «Si el cristianismo hace feliz a un hombre al que un león come las piernas, ¿no podría hacerme feliz a mí, que me paseo tranquilamente con mis dos piernas intactas?». Los laicistas se empeñan en explicar que el martirio no prueba la verdad de una fe, como si hubiera alguien tan necio que lo pensara. Lo que el martirio probaba o, mejor dicho, daba a entender poderosamente, era que en la psicología humana había entrado algo más fuerte que el más fuerte de los dolores. Cuando lo único que veía una joven a la que azotaban hasta matarla era una corona que descendía del cielo hacia ella, lo primero que se pensaba no era que sus creencias fuesen verdaderas, sino que de algún sitio sacaba su fuerza. Esta es la impresión psicológica que no inspiran ni de lejos los actuales casos de incomodidad o molestia públicamente exhibidas. La alegría de la señora Pankhurst no requiere explicaciones místicas. Si estuvieran quemándola viva como a una bruja y, en puro éxtasis, alzase la vista al cielo y viese descender una urna, entonces diría que el incidente, si no concluyente, sí sería tremendamente impresionante. No demostraría su derecho a votar, ni el derecho a votar de nadie, pero sería prueba de que en el voto había algo sacramental, algo de lo que el alma podía sacar una fuerza y un placer efectivos e intensos, capaces de oponerse al dolor efectivo y abrumador.
Aconsejo, pues, a los agitadores modernos que abandonen este método: el método de hacer grandísimos esfuerzos para ganarse pequeñísimos castigos. Así no pasarán a la historia, se lo aseguro; el castigo es demasiado leve, los esfuerzos son demasiado obvios. Sus sacrificios no tienen la efectividad de los crueles martirios antiguos, porque no dejan a la víctima absolutamente sola con su causa, de manera que esta sea lo único que la sostiene. Al mismo tiempo tienen ese elemento de pantomima y absurdo que fue lo más cruel en la muerte y escarnio de los verdaderos profetas. San Pedro fue crucificado boca abajo por una broma inhumana; pero su humana seriedad sobrevivió a la inhumana befa, porque en cualquier postura habría muerto por su fe. Los mártires modernos como la señora Pankhurst se exponen a caer en el absurdo sin sufrir lo bastante para eclipsar la absurdidad. Son como san Pedros que se pusieran cabeza abajo diez segundos y esperaran luego que los canonizasen.°
También podemos plantear la cuestión así: los martirios modernos fracasan incluso como demostración, porque ni siquiera demuestran que los mártires sean completamente serios. Yo pienso que los mártires modernos sí son por lo general serios, incluso demasiado serios, pero que su martirio no lo demuestra, y el público no siempre los cree. No cabe duda de que el doctor Clifford está muy sinceramente indignado por lo que él considera clericalismo, pero no lo demuestra haciendo que le subasten la tetera; porque uno puede querer que le subasten la tetera como una actriz que le roben los diamantes: por propaganda personal. Es verdad que la señora Pankhurst se toma muy en serio la cuestión del voto femenino; pero no lo demuestra haciendo que la echen de los mítines y reuniones. A una persona pueden expulsarla de un mitin por lo mismo que expulsan a los jóvenes de un music-hall: porque se divierten. Pero nadie se ha arrojado a los leones por llamar la atención. Ninguna mujer se ha dejado asar en una parrilla por diversión. A Santa Perpetua y a santa Fe pongo por testigos.° Claro es que estos entusiastas no tienen la culpa de no ser sometidos a los contundentes castigos de antaño; seguro que pasarían por ellos tan triunfalmente como santa Águeda.° Simplemente estoy dándoles un consejo político, dadas las circunstancias. Y les digo que sus sacrificios no impresionan a nadie porque no son ni pueden ser más decisivos que los sacrificios que la gente hace por divertirse cuando ha bebido. Los borrachos interrumpen mítines y pagan las consecuencias. En cuanto a que subasten teteras, supongo que es algo que daría grandísimo placer a todo borracho que se precie. La propaganda no basta; no dice nada. Si a mí tuvieran que martirizarme por una opinión (lo cual es más difícil que decirlo), sería sin duda por una o dos de mis opiniones más sagradas. Quizá me dejaría matar por Inglaterra, pero ciertamente no por el imperio británico. Es posible que diese mi vida por la libertad política, pero ciertamente no por el librecambio. Pero el alboroto que arman las sufragistas yo estaría dispuesto a armarlo tanto por mi opinión más superficial como por mi opinión más profunda. Nunca sería nada peor que una molestia, ni nada mejor que una juerga. Por eso el ciudadano británico, sobre todo de las clases trabajadoras, mira estas manifestaciones con indiferencia; porque, aunque respondan a los más fanáticos motivos, también pueden responder a los más frívolos.

¡AVISO!

AVISO:
Primero que todo, les pido disculpas por no actualizar en 5 meses, je, he estado muy ocupado y sin internet. Por los 65 seguidores, y los otros tantos que saben entrar a leer voy a comprometerme a actualizarlo más seguido. Ahora bien esta entrada es para aclarar algunas cuestiones, en Abril, el señor Alfred Cappra, comento en unos artículos, reclamando que las traducciones eran de su autoría, y me pedía que no le saque mas sus artículos sin su permiso y sin aviso, también me pidió que pongan un link a su web (http://escritorescatolicos.blogspot.com/) en las entradas, y se justifica diciendo “No es porque no quiera compartir los artículos, es simplemente porque me costó harto traducirlos”. Bien, desde ya quiero aclarar que no fue mi intención “sacarle sus artículos sin su permiso y sin dar aviso”, simplemente me los habían enviado por mail, sin el autor de la traducción. Así que si esto vale de disculpas, voy a modificar esas entradas, poniendo a su autor, y el link a su página. Ahora solo me queda esperar la queja de Borges y de Alfonso Reyes, jejeje. Espero que a Alfred se le haya pasado el enojo, tiene todo el derecho a quejarse, pero de todas formas yo entiendo que en esta misión, de difundir a Chesterton y a su obra ensayística, poco importa el ego profesional, o el reconocimiento mundano de los pares. Las catedrales medievales fueron hechas por obreros, albañiles, arquitectos, artistas anónimos, porque entendían que eso no les pertenecía, si no que era para la mayor gloria de Dios. Es una pequeña lucha que se tiene que dar a la mentalidad liberal moderna, dejar de lado el celo del logro individual, el reconocimiento, y poner todos nuestros esfuerzo no a mayor gloria de uno mismo, si no de lo que es superior a todo individuo, a toda sociedad.
Nuevamente agradecería si pudieran difundir el blog entre sus conocidos y si pudieran compartir algunos ensayos que ustedes tenga de Chesterton y que deseen compartir. Y que comenten las entradas! Comenten lo que sea, una crítica, una opinión, un elogio, resalten alguna frase o idea que quieran reflexionar, lo que sea...
PD: y como dije hace varios meses, si hay que agradecerle a alguien es a los traductores, no me agradezcan a mí, esto no me pertenece, esto no le pertenece a nadie, solo a Chesterton y a la cultura.

Saludos a todos.

Patriotismo y deporte-G.K.CHESTERTON

Patriotismo y deporte-G.K.CHESTERTON


Título original: «Patriotism and sport», en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Veo que en algunos periódicos, sobre todo en aquellos que se dicen patrióticos, ha cundido el pánico al ver que hemos sido dos veces derrotados en sendas pruebas deportivas, por un francés en golf y por unos belgas en remo. Supongo que la circunstancia importará mucho a quienes creen en la legendaria superioridad de los ingleses en achaque de deportes. Supongo que hay gente que cree confusamente que un francés no puede vencernos, pese a que muchas veces nos han vencido franceses y una vez una francesa. En las viejas viñetas de Punch se puede ver una sátira recurrente: los caricaturistas ingleses dan por supuesto que un francés no sabe correr zorros ni disfrutar de la caza a estilo inglés. No parecen darse cuenta de que los que inventaron el estilo de caza inglés era franceses. Los primeros reyes y nobles que corrieron zorros hablaban francés. Y gran parte de los ingleses que siguen cazando así tienen nombres franceses. Supongo que a todo aquel que ignore tan evidentes hechos le interesará saberlos. Supongo que a los que alguna vez han creído que los ingleses tenemos algún derecho sagrado y exclusivo a ser los mejores deportistas, estas derrotas les habrán parecido tremendas y dolorosas. Se sentirán como si, al mismo tiempo que el verdadero sol sale por el este, vieran otro sol saliendo por el noroeste. En beneficio de estas personas, beneficio moral e intelectual, debe señalarse que en este caso han derrotado a los anglosajones precisamente aquellos competidores a los que siempre consideraron inferiores: competidores latinos, y dentro de estos, los menos esforzados y temibles; no solo franceses, sino belgas. Esto, digo, debe señalarse a toda persona inteligente que crea en la arrogante teoría de la superioridad anglosajona. Solo que ninguna persona inteligente creerá en la arrogante teoría de la superioridad anglosajona. Ningún inglés auténtico creyó nunca en ella. Y al inglés auténtico no entristecerán estas derrotas.
El auténtico patriota inglés sabe que la fuerza de Inglaterra nunca ha dependido de eso; que la gloria de Inglaterra nunca ha tenido que ver con eso, excepto para gran parte de los ricos y para unos cuantos pobres que emulan a los ociosos ricos. Estas gentes darán gran importancia a nuestros fracasos, desde luego, como darán mucha importancia a nuestros éxitos. El típico patriota radical que ha admirado a sus compatriotas por ser conquistadores los despreciará por dejarse conquistar. Pero el inglés que de verdad ama a Inglaterra sabe que las derrotas deportivas no demuestran que Inglaterra es débil, como sabe que los éxitos deportivos no demuestran que Inglaterra es fuerte. Porque el deporte, como todo lo demás, especialmente lo moderno, es terriblemente individualista. Los ingleses que ganan premios deportivos son la excepción entre los ingleses, por la sencilla razón de que lo son también entre los hombres. Los deportistas ingleses representan a Inglaterra tanto como los fenómenos de circo del señor Barnum representan a América. Hay tan pocos como ellos en el mundo que poco importa de qué país sean.
Si alguien quiere una prueba de lo que estoy diciendo, es fácil de aportar. Si los grandes deportistas ingleses no son ingleses excepcionales, no suelen ser ni ingleses. Es más, muchos de ellos pertenecen a razas cuyos individuos no parecen en general especialmente aptos para el deporte. Por ejemplo, se supone que los ingleses dominan a los indios en virtud de su superior audacia, su superior actividad y su superior salud de mente y cuerpo. Y se supone que los indios son nuestros súbditos porque les gusta menos la acción, la sociedad y el aire libre; en una palabra, porque les gusta menos el críquet. Pero resulta que el mejor jugador inglés de críquet es hindú. Pongamos otro ejemplo: podemos convenir en que los judíos son en general un pueblo pacífico, intelectual, indiferente a la guerra, como los hindúes, o incluso enemigo de ella, como los chinos; y, sin embargo, uno o dos de los mejores boxeadores ingleses han sido judíos.
Este es uno de los casos más notables de ese mal que resulta de nuestro modo peculiar de adorar el deporte. Consiste en fijarse demasiado en el éxito individual. Empezamos queriendo, como es justo y natural, que gane Inglaterra. Queremos, en segundo lugar, que ganen algunos ingleses. Queremos, en tercer lugar (en medio de la ansiedad y emoción de una determinada prueba) que gane algún inglés en concreto. Y acabamos, por último, descubriendo que ni siquiera es inglés.
En esta cuestión sí creo que podría decirse algo en favor de Lord Roberts y de sus más bien vagas ideas, que van de la fundación de clubes de tiro con rifle hasta la implantación del servicio militar obligatorio. Sean cuales sean las ventajas o desventajas de estas ideas, son al menos ideas para procurar cierta igualdad y una especie de nivel medio en la capacidad deportiva de la gente, y podrían constituir un correctivo a nuestra tendencia de considerarnos deportistas excepcionales. Como que hay millones de ingleses que creen a pie juntillas que somos una raza muscular porque C.B. Fry es inglés. Y no pocos de ellos creen también confusamente que el deporte debe pertenecer a Inglaterra porque Ranjitsinhji es indio.°
Pero la verdadera fuerza histórica de Inglaterra, física y moral, nunca tuvo que ver con el deporte, que más bien la ha entorpecido. Alguien dijo que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton. Fue un comentario especialmente desafortunado, pues la contribución inglesa a la victoria dependió, mucho más de lo que es habitual en las victorias, de la resistencia de las tropas en una situación casi desesperada. La batalla de Waterloo la ganó la tenacidad de los soldados rasos, vale decir, de hombres que nunca estuvieron en Eton. Pero si es absurdo decir que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton, sí podríamos decir con toda justicia que se ganó en prados y parques donde niños torpes jugaba torpes partidas de críquet. En una palabra, la ganó gente común y corriente, que son los fuertes, y las glorias del deporte dicen muy poco de la capacidad media de una nación. Waterloo no la ganaron los buenos jugadores de críquet, sino los malos, una masa de hombres que tenían mínimos instintos y hábitos deportivos.
Es una buena señal que en una nación esas cosas se hagan mal. Prueba que todo el mundo las hace. Y es una mala señal que se hagan muy bien, porque eso significa que solo las hacen unos cuantos especialistas y excéntricos, y el resto de la nación se limita a mirar. Supongamos que andar significase siempre en Inglaterra andar cuarenta y cinco millas al día sin cansarse. Podríamos estar bien seguros de que solo unos cuantos andarían, y que todos los demás súbditos británicos serían llevados en silla de ruedas. En cambio, si andar significase andar despacio, trabajosamente y con fatiga, sabríamos que el conjunto de la nación andaría. Sabríamos que Inglaterra iría literalmente a patita.
El problema, pues, es que el actual incremento del nivel deportivo ha perjudicado seguramente al deporte nacional. El deporte, en lugar de ser un saludable torneo en el que todo el mundo puede participar y probar fortuna, se ha convertido en una palestra exclusiva en la que justan unos pocos caballeros con los que ningún hombre común y corriente puede medir sus fuerzas. Si Waterloo se ganó en los campos de críquet de Eton, fue seguramente porque el críquet de Eton era entonces mucho más chapucero que ahora. Mientras que el juego era un juego, todo el mundo quería participar. Cuando se convirtió en un arte, todos quisieron mirarlo. Cuando era frívolo, pudo ganar Waterloo; cuando fue serio y eficiente, perdió Magersfontein.°
En tiempos de Waterloo el deporte era una práctica lúdica y generalizada del inglés medio. Esto no puede recrearlo el críquet, ni el servicio militar, ni ningún otro medio artificial. Era algo del alma, era fruto de la risa, de la religión, del espíritu del lugar. Pero era como el duelo moderno en una cosa: en que podía ocurrirle a cualquiera. Si yo fuera un periodista francés, podría muy bien suceder que Monsieur Clemenceau me desafiara a pistola. En cambio, no creo probable que el señor C.B. Fry me desafíe al bate de críquet.

jueves, 17 de febrero de 2011

El secreto político-G.K.CHESTERTON

El secreto político-G.K.CHESTERTON


Título original: «On political secrecy», en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Por lo general, los hombres, de una manera instintiva y sin ninguna razón especial, odian pensar que algo esté escondido, esto es, que esté escondido sin remedio. Todos conocemos el juego del escondite, en el que lo importante es encontrar lo escondido. La gente normal (enorme e inagotable en su capacidad de goce) se divierte mucho jugando a ese juego que consiste en esconder un dedal, pero lo que en realidad la divierte es encontrarlo. Supongamos que los jugadores no encontrasen el dedal, que este no apareciese nunca: entones no sería un juego, sino una tragedia. El dedal se les aparecería en sueños a los jugadores y los obsesionaría, los jugadores morirían en un manicomio. Lo divertido es ese momento excitante en que se pasa de lo desconocido a lo conocido. Las historias de misterio son muy populares, sobre todo si se venden baratas; pero lo son porque revelan cosas. No gustan porque sus autores inventen misterios, sino porque los desvelan. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que el misterio quedara sin resolver: esto llevaría a la revolución incluso al público londinense. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que nada se detectara.
Hay tres grandes clases de cosas en las que la penetración del hombre consiente el secreto. Una acabo de mentarla: los juegos de escondite y las novelas policiacas, en las que se tolera el secreto con el fin de que sea desvelado: el autor crea primero un concienzudo misterio en torno a la muerte del obispo, con el único objeto de anunciar al final a los cuatro vientos la buena nueva de que lo mató la institutriz. La ignorancia solo tiene sentido en este caso porque es el mejor modo de prepararse a recibir las terribles revelaciones del gran mundo. Ser agnóstico es por lo mismo el mejor modo de prepararse a recibir las buenas nuevas de san Juan.
Podemos pasar por alto este primer tipo de secreto, ya que su objeto último no es ser guardado sino revelado. Hay una segunda y mucho más importante clase de cosas que los hombres consienten de buen grado en ocultar. Son tan importantes que no podemos tratarlas aquí, aunque todo el mundo sabe a cuáles me refiero. En este sentido hago notar que, aunque son cosas secretas, son siempre un «secreto a voces». En el tema del sexo y similares, todos formamos una especie de hermandad, una hermandad con disciplina, pero no sin libertad: se nos pide que callemos esas cosas, no que las ignoremos. Al contrario, en los temas fundamentales sucede al revés: lo que más conocen los hombres es lo que más ocultan. Sencillamente porque lo saben tan bien que no necesitan decirlo.
Hay un tercer tipo de cosas en las que el hombre civilizado consiente el secreto, que se resisten a la inquisición o la explicación. Son aquellas cosas que no se explican porque no pueden explicarse, porque son demasiado etéreas, instintivas o intangibles: caprichos, impulsos súbitos, prejuicios inocentes... No podemos exigir de nadie que nos explique por qué es tan hablador, sencillamente porque no lo sabe. A nadie se le piden explicaciones (ni aun en Alemania) de por qué camina despacio o deprisa, porque no puede darlas. Las personas cruzan un bosque por este o aquel camino y emplean sus vacaciones de este o de aquel modo no porque tengan razones poderosas para hacerlo, sino porque apenas las tienen: porque se les antoja hacerlo así, y no podrían explicarlo a un policía si de pronto les saliera al encuentro de entre los arbustos. Actúan movidos por impulsos porque esos impulsos no tienen importancia y quizá no vuelvan a repetirse. Si se prefiere, actúan por impulso porque el impulso no merece un instante de reflexión. Todos pensamos que este tipo de antojos son privados y ni aun los fabianos han propuesto nunca interferir en ellos.°
Pues bien, en los últimos quince días han venido los periódicos llenos de los más variados comentarios acerca del secreto en que se tiene cierta parte de las finanzas políticas y en especial la financiación de los partidos. Algunos no han entendido en absoluto dónde está el problema. Afirman que el partido nacionalista irlandés y el partido laborista están bajo sospecha, e incluso, como algunos dicen, más que bajo sospecha. El motivo de esta tremenda afirmación no parece ser, visto detenidamente, sino el siguiente: que irlandeses y laboristas reciben dinero por lo que hacen. Que yo sepa, todas las personas reciben dinero por lo que hacen; la única diferencia es que algunos, como los del partido nacionalista irlandés, lo hacen.
No creo que nadie pueda sostener que los hombres no deben recibir dinero. El asunto es que, sabiendo que hay dinero que se da bien y otro que se da mal, un elemental sentido común nos lleva a mirar con indiferencia el dinero que se da en plena calle y en cambio con singular desconfianza el que se da a escondidas. Quiero decir que es absurdo poner en duda lo legítimo de la financiación, pero que lo que hasta los idiotas sí pueden poner en duda es la legitimidad de su ocultamiento. La cuestión, pues, que debemos considerar es si ocultar las transacciones económicas de la política, las compras de títulos nobiliarios, el pago de las campañas electorales, entra dentro de alguna de las tres clases de secreto antes mencionadas que la costumbre y el instinto de los hombres consienten. He enumerado tres categorías de secretos de esta naturaleza. ¿Puede el ocultamiento de la finanzas políticas defenderse como incluido en alguna de ellas?
La pregunta, pues, que debemos responder es si el secreto político puede considerarse legítimo. De las tres clases en que hemos dividido sumariamente los secretos legítimos, la primera es la de aquellos secretos que solo se guardan para ser revelados, como el de las historias detectivescas. La segunda es la de los secretos que se guardan porque todo el mundo los conoce, como el del sexo. Y la tercera es la de los secretos que se guardan porque son demasiado vagos y sutiles para ser explicados, como la razón de elegir este o aquel camino en el campo. ¿Comprende alguna de estas tres grandes categorías el ocultamiento de la financiación y cuentas de los partidos políticos? Sería absurdo, incluso chistoso, decir que sí. Sería un disparate de lo más gracioso decir que los políticos guardan secretos solo porque quieren hacer revelaciones. Un nuevo noble pretende haberse ganado el título solamente para poder declarar luego, de manera más dramática y con un grito de júbilo y desdén, que en realidad lo compró. Un baronet dice haber merecido su título solo para saborear mejor el asombroso acontecimiento histórico de reconocer que no lo merecía. Seguro que esto parece muy improbable. Seguro que ningún político guarda secretos que lo comprometen pensando en el excitante momento en que se arrepentirá en el lecho de muerte. El escritor de historias detectivescas hace a un hombre duque únicamente para arruinarlo acusándolo de robo. Pero seguro que el primer ministro no hace a un hombre duque para arruinarlo acusándolo de soborno. No; la teoría detectivesca del secreto de la financiación política debe ser (con un suspiro) descartada.
Tampoco podemos decir que el secreto político se justifique por pertenecer a la segunda categoría, a saber, la de los secretos tan secretos que no resulta fácil revelarlos en público. En algunos asuntos elementales se observa una reserva especial precisamente porque todo el mundo los conoce bien. Sin embargo, la reserva en materia de financiación política y compras de títulos nobiliarios no se debe a que la mayoría de la gente sepa lo que pasa, sino precisamente a que no lo sabe. La cortina de decoro cubre los procedimientos normales. Pero nadie dirá que ser sobornado es un procedimiento normal.
Si, por último, aplicamos la tercera categoría al caso del secreto político, la cosa resulta todavía más clara y divertida. Seguro que nadie sostiene que comprar títulos nobiliarios y demás operaciones se mantienen en secreto porque son cosas tan leves, impulsivas e irrelevantes que han de considerarse puro capricho personal. Un niño ve una flor y su primer impulso es cogerla. Pero seguro que nadie cree que un cervecero ve una corona y lo primero que piensa es que quiere ser noble. El impulso del niño no ha de ser explicado a la policía por la sencilla razón de que no podría explicársele a nadie. Sin embargo, ¿cree nadie que las laboriosas ambiciones políticas de los actuales hombres de negocios tienen este carácter etéreo e incomunicable? Un hombre tumbado en la playa puede arrojar piedras al mar sin ninguna razón especial. Pero ¿cree nadie que el cervecero arroja monedas al bolsillo de los partidos políticos sin ninguna razón especial? Lamentablemente, esta explicación del secreto de la financiación política ha de ser descartada, junto con las otras dos posibles justificaciones. Es un secreto que no puede excusarse ni por ser el de un juego divertido, ni por pertenecer al común de los hombres, ni por ser un inexplicable antojo. Curiosamente, de hecho, incumple las tres condiciones y clases. No es un secreto que se oculte para ser revelado, sino para que siga oculto. Tampoco se guarda por ser un secreto que todos los hombres conocen, sino porque nadie debe conocerlo. Ni tampoco se guarda porque es demasiado insignificante para ser revelado, sino porque es demasiado importante para que pueda desvelarse. En suma, estamos ante un auténtico y quizá infrecuente fenómeno de gobierno oculto. Tenemos una doctrina exotérica y otra esotérica. A Inglaterra la gobiernan en realidad simoníacos, no curas. Tenemos en este país todo lo que siempre se ha objetado a la religión: una clase privilegiada, palabras sagradas que no pueden pronunciarse, cosas importantes que solo conocen unos cuantos. De hecho, tenemos todo menos religión.