tag:blogger.com,1999:blog-53890468514929985822024-02-16T15:47:44.012-03:00Ensayos de G. K. ChestertonEl titulo lo dice todo...Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.comBlogger45125tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-47203543077930767022012-12-06T20:10:00.000-03:002012-12-06T20:10:03.257-03:00El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON<b>El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON</b>
<i>Título original: «The optimism of Byron», en Twelve Types
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/
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Todo se opone a que comprendamos el espíritu y la época de Byron. La época que ha pasado nos parece lo que un sueño cuando despertamos por la mañana: algo increíble que pasó hace siglos. El mundo de Byron se nos antoja triste y desvaído, extraño e inhumano, un mundo en el que los hombres eran románticos con patillas, las mujeres parecían vivir bajo pérgolas y las mismas palabras sonaban teatrales. La poesía de esa época abunda en rosas y ruiseñores con la elegancia monótona de un motivo de papel pintado. Es como una gran fiesta de muertos vivientes, con trajes espléndidos y cara de bobos.
Ahora bien, cuanto más detenidamente examinamos una época, menos tendemos a tacharla de «artificial». Nada ha sido nunca artificial. De muchas costumbres, de muchas maneras de vestir, de muchas obras de arte decimos que son artificiales porque parecen amaneradas y vanas, como si la vanidad no fuera un sentimiento profundo y elemental, como el amor, el odio, el miedo a la muerte. Hay vanidad en los desiertos penumbrosos, en el ermitaño y en las alimañas que se arrastran a su alrededor. La vanidad puede ser buena o mala, pero nunca es artificial: es una voz que viene del abismo.
Sin embargo, es curioso –y muy importante a la hora de juzgar hoy la figura de Byron– que lo que no nos es familiar, lo que es fruto de una época o una mentalidad remotas, nos parezca, no salvaje o terrible, sino sencillamente artificial. Se me ocurren muchos ejemplos. Uno muy claro son las plantas y las aves tropicales. No pensamos que esas floraciones lujuriantes y monstruosas que vemos en las selvas ecuatoriales sean estallidos de la naturaleza, reventones mudos de su terrible poder. Nos cuesta creer que no sean flores de cera sacadas de vitrinas. No pensamos que esas aves tropicales que consisten en cuerpecillos diminutos pegados a picos gigantescos sean fenómenos engendrados por la feroz ironía de la Creación. Casi creemos que son juguetes infantiles que alguien ha tallado y coloreado. Pues lo mismo acontece con esa gran convulsión de la naturaleza que conocemos con el nombre de byronismo. No pensamos que es un volcán hoy extinto, sino el palo caído de un cohete. No pensamos que son las cenizas de un fuego natural, sino artificial.
Pero Byron y el byronismo fueron algo inconmensurablemente más grande que nada de lo que esas palabras representan: su valor y su significado real ni siquiera se han entendido bien. El primer error que se comete con Byron es considerarlo un pesimista. Cierto es que él mismo se tenía por tal, pero poco y mal conocerá un crítico a Byron si no tiene en cuenta que él se conocía menos de lo que ningún hombre inteligente se conoció jamás. El pesimismo supuesto de Byron merece más estudio que el pesimismo real de nadie.
Peculiaridad constante de este curioso mundo nuestro es que casi todas las cosas que en él hay han sido ensalzadas entusiásticamente, y siempre en detrimento de todas las demás.
De casi todos los fenómenos del universo se ha dicho sucesivamente que son capaces por sí solos de hacer que la vida merezca la pena. Los libros, el amor, los negocios, la religión, el alcohol, la verdad abstracta, las emociones de la vida privada y de la vida sencilla, el misticismo, el trabajo duro, la vida cerca de la naturaleza y la vida cerca de Belgrave Square, de todas estas cosas ha dicho alguien con pasión que son tan buenas que redimen el mal del mundo, el cual sin ellas sería insoportable. De esta manera, al tiempo que se condena el mundo en general, se lo justifica y aun se lo enaltece detalle a detalle.
La existencia la han elogiado y absuelto todo un coro de pesimistas, que se han repartido ingeniosamente, como en otros tiempos, la tarea de dar gracias a Dios: Schopenhauer, especie de bibliotecario en la casa del Señor, loa los austeros goces de la mente; Carlyle, el administrador e intendente, encomia la vida y las labores del campo; Omar Khayyam, que se ha instalado en el sótano, jura que es la única estancia de la casa. Incluso el más sombrío de los artistas pesimistas disfruta de su arte, y la satisfacción que siente por haber dado remate a alguna virulenta e implacable invectiva contra la Creación no hace sino sumarse al coro de la gratitud universal, junto con la fragancia de la flor silvestre y el trino de los pájaros.
Pues bien, la inmensa popularidad de que gozó Byron, en la medida en que puede explicarse con palabras, se fundó en su pesimismo. Lo adoraba muchísima gente, casi todos aquellos a los que la mayoría de la gente despreciaba. Pero a poco que ahondamos en la cuestión, empezamos a creer menos en esta popularidad del pesimista. La popularidad del pesimismo puro es cosa muy rara; es casi una contradicción en los términos. Los hombres no reciben la noticia del fracaso de la existencia o de la armoniosa hostilidad de las estrellas con júbilo y regocijo público, como no encienden fuegos para dar la bienvenida a la peste ni se ponen a bailar de contento cuando los condenan a la horca. El pesimista solamente puede ser popular cuando muestra, no que todo está mal, sino que algo está bien. Los hombres solo se unen en coro para elogiar, aunque sea elogiar la denuncia. La persona que es popular no puede no ser optimista en algo, aunque lo sea únicamente en el pesimismo. Y este fue el caso de Byron y de los byronianos. Su popularidad se fundaba en realidad no en que lo condenaban todo, sino en que encomiaban algo. Colmaban de maldiciones al ser humano, pero era porque lo necesitaban como contraste. Lo que en realidad querían era elogiar las potencias de la naturaleza. El hombre era para ellos lo que la charla y la moda eran para Carlyle, lo que las disputas filosóficas y religiosas eran para Omar, lo que la humanidad ávida de placeres materiales era para Schopenhauer: aquello que debía ser censurado para que otra cosa pudiera exaltarse. No era sino admitir que para escribir con tiza blanca se necesita una pizarra negra.
Es ridículo creer que el amor de Byron por lo desolado e inhumano de la naturaleza es prueba de su escepticismo y su temperamento depresivo. El joven que elige voluntariamente pasear solo junto a un mar proceloso en invierno, que goza exponiéndose a la lluvia y escalando cimas vertiginosas, que se identifica con la anárquica melancolía de la vieja tierra, podemos deducir con certeza lógica que es muy joven y muy feliz. Cuando miramos el vino en la sombra, vemos cierta obscuridad, la misma que vemos también en la noche que se cierra tras un magnífico ocaso. El vino parece negro y al mismo tiempo intensa, casi imposiblemente rojo; el cielo parece negro y al mismo tiempo de un color mezcla de púrpura y verde muy oscuro. No otra fue la obscuridad que envolvió a los byronianos: una obscuridad que era un púrpura profundo. Prefirieron la sombría hostilidad de la tierra porque en medio del frío y la obscuridad sus corazones llameaban como lumbres.
Muy distinto es el caso de la más moderna escuela de la duda y el lamento. El último movimiento pesimista lo representan quizá los dibujos alegóricos del señor Aubrey Beardsley. Es este un pesimismo que no tiende naturalmente hacia los antiguos elementos de la naturaleza, sino hacia los más recientes y fantásticos oropeles de la vida artificial. El byronismo tiende al desierto; el nuevo pesimismo, al restaurante. El byronismo se rebela contra lo artificial; el nuevo pesimismo, en favor de lo artificial. El joven byroniano afecta sinceridad; el decadente, dando un paso más allá en el camino de lo irreal, afecta afectación. Y es por su dandismo y su frivolidad por lo que sabemos que su siniestra filosofía es sincera; en sus luces, sus guirnaldas y sus cintas vemos su desesperación interior. Lo mismo ocurría con Byron: sus momentos frívolos era sus momentos más amargos. Durante años clamó por fuego contra la humanidad, invocó el diluvio y el destructivo mar y todas las fuerzas colosales de la naturaleza para que barriesen las colonias de larvas humanas. Pero, pese a ello, en su subconsciencia no era un desesperado; al contrario, hay una especie de indómita fe en esas potencias terribles e inmemoriales. Este calor y esta genialidad interiores no los perdió hasta que escribió Don Juan, momento en que una estruendosa risotada anunció al mundo que Lord Byron se había convertido en un pesimista de verdad.
Uno de los mejores modos de saber lo que un poeta quiere decir es su poesía. Puede ser un hipócrita en su metafísica, pero no en sus versos. Y por mucho que el lenguaje de Byron esté lleno de horror y de vacío, su poesía es un danzar alegre y saltarín. Puede echar las más horribles pestes de la existencia, condenarla con el más desolador de los veredictos, pero no puede evitar que en un paseo una mañana de primavera, activos todos nuestros miembros y palpitante toda nuestra sangre, nos acudan a los labios versos como estos:
Oh, there’s not a joy the world can give like that it takes away,
when the glow of early youth declines in beauty’s dull decay;
’tis not upon the cheek of youth the blush that fades so fast,
but the tender bloom of heart is gone ere youth itself be past.°
There’s not a joy the world can give like that it takes away
when the glow of early thought declines in feeling’s dull decay;
’tis not on youth’s smooth cheek the blush alone, which fades so fast,
but the tender bloom of heart is gone, ere youth itself be past.
Se me ocurre de momento esta traducción:
No hay un gozo que el mundo pueda dar como el que quita
al decaer la luz del primer pensar en pasión oscura;
no solo la flor de la juventud, pronto marchita,
mas antes que ella, del corazón se ha ido la frescura.
Esta recitación automática es toda la respuesta al pesimismo de Byron.
La verdad es que Byron fue una de esas personas a las que podríamos llamar optimistas inconscientes, que muy a menudo son, por cierto, los más empedernidos pesimistas conscientes, pues su exuberante naturaleza exige por adversario un dragón no menos grande que el mundo. Pero todo su ser esencial e inconsciente estaba lleno de vida y confianza, y ese ser inconsciente, largo tiempo disfrazado y oculto bajo emociones artificiales, sale de pronto a la luz ante una necesidad política ardua y fría. En Grecia oyó la voz de la realidad, y muriendo empezó a vivir. Oyó de improviso la llamada de esa felicidad secreta y subconsciente que yace en todos nosotros, y que puede emerger de repente al ver la hierba de un prado o las lanzas del enemigo.
Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-84655571815140996402012-12-06T20:08:00.002-03:002012-12-06T20:08:19.534-03:00Tolstoy y el culto a la sencillez- G.K.CHESTERTON<b>Tolstoy y el culto a la sencillez- G.K.CHESTERTON</b>
<i>Título original: «Tolstoy and the cult of simplicity»,
en Twelve Types </i>
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/
El mundo entero está destinado a una gran simplicidad y sencillez, no deliberada, sino antes bien inevitablemente. No es una simple moda de inocencia falsa, como la de los aristócratas franceses de antes de la Revolución, que erigieron un altar a Pan e impusieron tributos a los campesinos para pagar los enormes gastos que les suponía hacer la vida sencilla de los campesinos. La simplicidad a la que el mundo está abocado es el resultado necesario de todos nuestros sistemas y especulaciones, y de nuestra contemplación profunda y constante de las cosas. Pues el universo es como todo lo que contiene; hemos de mirarlo una y otra vez antes de poder verlo. Solo cuando lo hemos visto cien veces, lo vemos por vez primera. Cuanto más contemplamos las cosas, más tienden a unificarse y por lo tanto a simplificarse. La simplificación de algo es siempre impresionante. Y la más impresionante de las simplificaciones es el monoteísmo: es como si observáramos largo rato un dibujo hecho con mil objetos inconexos que, de pronto, con un estremecimiento de asombro, viéramos unirse para formar un gran rostro que nos mira.
Poca gente discutirá el hecho de que los movimientos de nuestro tiempo tienden todos a la simplificación. Cada sistema quiere ser más fundamental que el resto; quiere, literalmente, socavar los fundamentos del resto. En el arte, por ejemplo, la vieja concepción del hombre, clásica como el Apolo de Belvedere, fue primero recusada por los realistas, que piensan que el hombre, como realidad de la historia natural, es una criatura de pelo incoloro y cara pecosa. A estos siguen los impresionistas, que van más allá y afirman que, a sus ojos físicos, que son lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo rojo y la cara gris. Vienen luego los simbolistas, y dicen que, para su alma, que es lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo verde y la cara azul. Y todos los grandes escritores de nuestro tiempo intentan también, cada cual a su manera, restablecer esa comunicación con lo elemental o, como a veces se dice más vaga y engañosamente, volver a la naturaleza. Unos piensan que volver a la naturaleza consiste en no beber vino; otros, que en beber mucho más del que conviene. Unos creen que volver a la naturaleza es convertir las espadas en rejas de arado; otros, que convertir las rejas de arado en bayonetas del ministerio de la guerra británico que no sirvan para nada.° Según los patriotas radicales, es natural que un hombre mate a otros con pólvora y se mate a sí mismo con ginebra. Según los pacifistas radicales, es natural matar a otros con dinamita y matarse uno mismo con vegetarianismo. Si consideramos la ingente cantidad de argumentos paradójicos que necesitan unos y otros para convencerse a sí mismos y convencer a los demás de la verdad de sus conclusiones, sería ciertamente filisteo creer que su pretensión de obedecer a la llamada de la naturaleza merece interés. Pero no cabe duda de que los grandes hombres de nuestro tiempo tiene en común el sostener por muy diferentes vías esta idea del regreso a la simplicidad. Ibsen vuelve a la naturaleza por la descarnada exterioridad de los hechos, Maeterlinck, por la eterna tendencia a la fábula. Whitman vuelve a la naturaleza queriendo ver cuánto puede aceptar, Tolstoi queriendo ver cuánto puede rechazar.
Ahora bien, este heroico deseo de volver a la naturaleza es, en algunos aspectos, como el heroico deseo de un gato de alcanzar su rabo. Un rabo es un objeto simple y bonito, de forma ondulada y textura acariciante; y, aunque secundario, es sin duda un atributo característico el que cuelgue detrás. No se puede negar que perdería parte de su identidad si estuviera pegado a cualquier otra parte del cuerpo. Pues bien, la naturaleza se parece a un rabo en que es de vital importancia que esté siempre detrás para que desempeñe su verdadera función. Suponer que podemos ver la naturaleza, sobre todo la nuestra, cara a cara, es una locura, incluso una blasfemia. Es como el gato de algún cuento fantástico que se recorriera el mundo con la firme convicción de encontrar su rabo en medio de un prado, como si fuera un árbol. Y la impresión que causan los viajes de los filósofos en busca de la naturaleza se parece mucho a las vueltas de un gato buscándose el rabo, con mucho entusiasmo pero poca dignidad, con mucho ruido y poquísimo rabo. La grandeza de la naturaleza estriba en que es omnipotente e invisible, en que quizá nos gobierna más cuando menos atención pensamos que nos presta. «Eres un Dios que se oculta», dijo el poeta judío.° Con toda reverencia puede decirse que el espíritu de la naturaleza se esconde en la espalda del hombre.
Es esta consideración la que da cierto aire de futilidad incluso a las inspiradas simplicidades y veracidades estentóreas de Tolstoi. Nosotros creemos que nadie puede hacerse más sencillo meramente por luchar contra la complejidad; es más, creemos, en nuestros momentos de mayor cordura, que nadie puede hacerse más sencillo de ningún modo. Una sencillez forzada puede muy bien ser mucho más artificial que el mismísimo lujo. Como que gran parte de la pompa y suntuosidad de la historia era sencilla en el verdadero sentido de la palabra. Era fruto de una receptividad casi infantil; era el lujo de hombres que tenían ojos para asombrarse y oídos para oír.
El rey Salomón trajo mercaderes
porque deseaba
pavos reales, abejas y marfil,
de Tarsis a Tiro.°
Pero esta actitud no era parte de la sabiduría de Salomón; era parte de su locura... casi iba a decir de su inocencia. Tolstoi, creemos, no se contentaría con reprobar y denunciar «toda la gloria de Salomón», sino que, con lógica impecable y feroz, daría un paso más y se pasaría noches y días despojando a los lirios del campo de su impúdica corola carmesí.°
La nueva colección de Cuentos de Tolstoi, traducidos y editados por el señor R. Nisbet Bain, está pensada para llamar la atención sobre este aspecto ético y ascético de la obra de Tolstoi. En un sentido, en el más profundo, la obra de Tolstoi es, por supuesto, un llamamiento a la sencillez noble y genuino. La idea estrecha de que un artista no debe enseñar está hoy día prácticamente desacreditada. Pero la verdad es que un artista enseña mucho más por su solo ambiente y carácter, su paisaje, sus costumbres, su idioma y su técnica, toda esa parte, en fin, de su obra de la que seguramente no es consciente, que por las sentencias morales grandilocuentes y redichas que toma con agrado por sus opiniones. La diferencia entre la ética del gran arte y la ética del arte artificioso y didáctico reside en el simple hecho de que la mala fábula tiene una moral y la buena es una moral. Y la verdadera moral de Tolstoi recorre estos relatos, la gran moral que late en toda su obra, de la que sin duda él no es consciente y muy probablemente renegaría con vehemencia. La curiosa luz matinal blanca y fría que ilumina todos los relatos, la folclórica sencillez con la que habla de «un hombre» o «una mujer» sin mayor especificación, el amor, casi se diría la voluptuosidad, que siente por las calidades de la materia bruta, la dureza de la madera, la blandura del barro, la creencia inveterada en la bondad prístina del hombre, todo esto es influencia moral pura. Cuando lo comparamos con el vocinglero, furioso y absurdo Tolstoi didáctico, que clama por una obscena pureza, por una paz inhumana, que reduce la vida a mil pecados, que desprecia a hombres, mujeres y niños por amor a la humanidad, que combina, en un caos de contradicciones, al puritano pusilánime y al bárbaro beato, apenas sabemos entonces dónde hemos perdido a Tolstoi. No sabemos qué hacer con ese moralista diminuto y ruidoso que vivía en un rincón de un hombre grande y bueno.
Cuesta en cualquier caso reconciliar al gran artista que fue Tolstoi con el reformador casi ponzoñoso que fue también. Cuesta creer que un hombre que dibuja con trazos tan nobles la dignidad de la vida cotidiana del hombre considere un mal el divino acto de procreación por el cual esa dignidad se renueva de generación en generación. Cuesta creer que un hombre que pinta con tan terrible crudeza el sobrecogedor vacío de la vida del pobre, le escatime todos y cada uno de sus placeres humildes, desde el cortejo al tabaco. Cuesta creer que un poeta en prosa que describe con tanta elocuencia el carácter telúrico del hombre, los íntimos lazos que lo unen al suelo en el que vive, niegue una virtud tan elemental como es el amor a sus antepasados y a su tierra. Cuesta creer que el hombre que padece tanto por la soberbia odiosa del opresor, no lo derribe, si pudiera, de un puñetazo. Pues bien, a esto lleva la búsqueda de una sencillez falsa, el querer ser, si se me permite decirlo así, más natural de lo que es natural ser. No solo sería más humano, sino más humilde, conformarnos con ser complejos. El verdadero amor a la humanidad es hacer lo que la humanidad ha hecho siempre, aceptar con deportividad la condición que nos ha sido dada, la estrella de nuestra felicidad y la suerte de la tierra en la que nacimos.
La obra de Tolstoi tiene un segundo y más particular significado. Constituye la reafirmación de cierto sentido común tremendo que es característico de las enseñanzas más extremas de Cristo. Es verdad que no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea; es verdad que no podemos dar la capa al que nos roba; el hombre civilizado es demasiado complejo, demasiado orgulloso, demasiado emotivo. El que nos roba se jactaría; nosotros nos ruborizaríamos. Es decir, que tanto el que nos roba como nosotros somos unos sentimentales. El mandamiento de Cristo es imposible, pero no es demencial; más bien es predicar cordura en un planeta de locos. Si el sentido del humor se apoderase de pronto del mundo, cumpliríamos el Sermón de la Montaña de una manera mecánica. No son las realidades sencillas de la vida las que nos impiden cumplirlo, sino pasiones como la vanidad, la autosuficiencia, la sensibilidad enfermiza. Si no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea, es por la pura y simple razón de que no nos atrevemos. Tolstoi y sus seguidores han demostrado que sí se atreven, y aunque pensemos que se equivocan, por esta señal conquistan.° Esta doctrina tiene la fuerza de lo absolutamente coherente. Promueve esa mansedumbre y esa no resistencia que son la última y más valiente forma de resistencia a cualquier poder. La gran huelga de los cuáqueros es más eficaz que muchas revoluciones sanguinarias. Si los seres humanos fueran algún día capaces de una resistencia realmente pasiva, serían fuertes con la formidable fuerza de los seres inanimados, tendrían la calma exasperante del roble y del hierro, conquistarían sin violencia y serían conquistados sin humillación. La teoría del deber cristiano que los tolstoianos predican es que nunca debemos conquistar con la fuerza, sino siempre, si podemos, con la persuasión. En su mitología, san Jorge no conquistó al dragón: le ató al cuello una cinta rosa y le puso un platito de leche. Según ellos, fuertes dosis de amabilidad habrían convertido a Nerón en algo a lo que solo remotamente se parecería Alfredo el Grande.° Y la política que esta escuela recomienda para tratar con la bovina estupidez y la bovina crueldad del mundo la resumen perfectamente estos famosos versos del señor Edward Lear:
Hubo un viejo que así se preguntaba:
¿Cómo escapar de esta terrible vaca?
Y sentado en la cerca se quedaba
sonriendo para ablandar a la vaca.
Su fe en la naturaleza humana es honrosa y magnífica; reviste la forma del rechazo a creer a la inmensa mayoría de los hombres, incluso cuando están dispuestos a explicar sus motivos. Pero aunque casi todos tendamos en un primer momento a considerar esta nueva secta cristiana menos escandalosa que algunas alborotadoras sectas de la Reforma, caeríamos en un singular error si así lo hiciéramos. El cristianismo de Tolstoi es, bien considerado, uno de los acontecimientos más perturbadores y dramáticos de la civilización moderna. Es un tributo a la religión cristiana más sensacional que la rotura de los sellos y la caída de las estrellas.
Desde el punto de vista racionalista, el mundo se ha vuelto más irracional desde que existe el socialismo cristiano. Este fenómeno pone el universo científico patas arriba y hace esencialmente posible que la clave de la evolución social pueda hallarse en el polvoriento ataúd de alguna creencia desacreditada. No estará de más examinar este fenómeno tal y como es.
La religión de Cristo, como muchas otras cosas verdaderas, ha sido refutada numerosísimas veces. La refutaron los filósofos neoplatónicos ya cuando iniciaba su asombrosa y universal carrera. La refutaron muchos escépticos del Renacimiento solo unos años antes de que su segunda y espectacular encarnación, el protestantismo, triunfara sobre muchos reyes y conquistara continentes. Convendremos en que estas escuelas de negación no fueron sino interludios en su historia; pero la de nuestros días, convendremos también natural e inevitablemente, es una auténtica subversión del cosmos teológico, un Armagedón, un Ragnorak, el crepúsculo de los dioses.° El hombre del siglo diecinueve, como un colegial del dieciséis, cree que sus dudas y sus traumas son símbolos del fin del mundo. Los grandes ateos que destronaron a Dios y pusieron a los ángeles a sus pies, han sido hoy día superados y convertidos en monótonos ortodoxos. Una nueva raza de escépticos ha encontrado algo infinitamente más excitante que hacer que clavar la tapa de millones de ataúdes y un cuerpo en una sola cruz. Han cuestionado no solo las creencias elementales, sino también las leyes elementales de la humanidad, la propiedad, el patriotismo, la obediencia civil. Han encausado a la civilización tan abiertamente como los materialistas a la teología; han rebajado a los filósofos incluso más que a los santos. Miles de hombres modernos se mueven tranquila y convencionalmente entre sus prójimos con ideas sobre los límites de la nación y la propiedad de la tierra que harían sobrecogerse a Voltaire como a una monja una sarta de blasfemias. Y el último y más brutal episodio de esta orgía de escepticismo, la escuela que va más allá que ninguna de las que han ido muy lejos, la escuela que niega la validez moral de esos ideales de valor y obediencia que hasta los piratas reconocen, esa escuela se basa en palabras literales de Cristo, como el doctor Watts y los señores Moody y Sankey. Nunca en la historia del mundo se había hecho tan grande homenaje a la vitalidad de un antiguo credo. Comparado con esto, sería poca cosa que las aguas del mar Rojo se separasen o el sol quedase inmóvil en su cenit. Nos hallamos ante el fenómeno de una serie de revolucionarios cuyo desprecio por los ideales de familia y nación provocaría horror entre delincuentes, revolucionarios que pueden prescindir de aquellos instintos elementales del hombre y del caballero que nuestra civilización lleva en la masa de la sangre, pero no de la influencia de dos o tres remotas anécdotas ocurridas en oriente y escritas en griego corrupto. La cosa tiene, si bien se mira, algo alucinante e hipnótico. Ante este fenómeno, el más convencido racionalista se ve asaltado por una visión extraña y antigua; ve las grandes cosmogonías escépticas de nuestra época como sueños que siguen las huellas de mil olvidadas herejías y cree por un momento que los oscuros mensajes transmitidos a lo largo de dieciocho siglos pueden contener la semilla de revoluciones con las que apenas hemos empezado a soñar.
A esta escuela pertenecen sin duda los tolstoianos, a quienes, a grandes rasgos, podemos describir como nuevos cuáqueros. Con su extraño optimismo y su casi terrible valentía lógica, honran al cristianismo como ninguna ortodoxia lo honra. No puede menos de llamar la atención una revolución en la que gobernantes y rebeldes marchan bajo la misma bandera. Sin embargo, la teoría de la no resistencia, con todas sus teorías anejas, no se caracteriza, creo, por esa evidencia y necesidad intelectuales que sus partidarios le suponen. A la vista tenemos un folleto en el que figuran mil afirmaciones sobre el Nuevo Testamento cuya veracidad no es en absoluto tan llamativa como su seguridad. Para empezar, debemos protestar contra la costumbre de citar y parafrasear al mismo tiempo. Cuando un hombre habla de lo que Jesús quiso decir, pidámosle que primero diga lo que Jesús dijo, no lo que los hombres creen que habría dicho si se hubiera expresado con más claridad. He aquí el ejemplo de una pregunta y una respuesta:
Pregunta. ¿Cómo resumió nuestro Maestro la ley en unas palabras?
Respuesta. Sed misericordiosos, sed perfectos como vuestro Padre; vuestro Padre en el mundo de los espíritus es misericordioso y es perfecto.
A excepción de la abominable expresión moderna «el mundo de los espíritus», quizá no haya nada en esas palabras que Cristo no hubiese podido decir; pero afirmar que hay constancia de que lo dijo es como decir que la hay de que prefería las palmeras a los sicomoros. Es pura y simplemente mentira. El autor debería saber que esas palabras han significado mil cosas para miles de personas, y que si sectas más antiguas las hubieran parafraseado tan alegremente como él, nunca habría dispuesto del texto en el que funda su teoría. En un folleto en el que no pueden figurar solas palabras claras y directas, no sorprende que haya falsedades o equivocaciones en temas de mayor amplitud. He aquí una afirmación clara y filosóficamente enunciada que no podemos sino negar con rotundidad: «El quinto mandamiento de nuestro Señor dice que debemos esforzarnos de manera muy particular por cultivar hacia las gentes de países extranjeros y en general hacia quienes no son de los nuestros o incluso nos son hostiles, los mismos sentimientos que tenemos hacia nuestra propia gente y hacia quienes nos son afines». Me gustaría muchísimo saber en qué parte del Nuevo Testamento ha encontrado el autor esta quimérica e inmoral proposición. Cristo no sentía lo mismo por todo el mundo. Específicamente se nos dice que había ciertas personas a las él amaba de manera especial. Es más que improbable que sintiera por otras naciones lo que sentía por la suya. El recuerdo de su país natal lo emocionaba, y su mayor elogio fue: «He aquí a un verdadero israelita».° El autor ha confundido dos cosas enteramente distintas. Cristo nos mandaba amar a todos los hombres, pero aun amándolos por igual, decir que debemos amarlos con el mismo amor es decir un disparate y querer confundir las cosas. La impresión que nos causará una persona a la que de verdad amemos diferirá radicalmente de la que nos causará otra a la que también amemos. Decir que debemos sentir lo mismo por ambas es tan sensato como preguntar a un hombre si prefiere la velocidad o el tocino. Cristo no amaba a la humanidad, nunca dijo que la amara: amó a hombres. Ni él ni nadie puede amar a la humanidad: es como amar a un ciempiés gigante. La razón de que los tolstoianos conciban siquiera la posibilidad de un sentimiento equitativamente repartido, es que su amor a la humanidad es un amor lógico, un amor que les mandan sus teorías, un amor que sería un insulto hasta para un gato macho.
Pero el mayor error de todos consiste en reducir las enseñanzas del Nuevo Testamento a cinco mandamientos. Tan genial idea olvida la característica principal de la enseñanza: su absoluta espontaneidad. El abismo entre Cristo y todos sus modernos exégetas es que él, que nos conste, nunca escribió una sola palabra, excepto con su dedo en la arena. Lo demás es la historia de una continua y sublime conversación. Miles de mandamientos se han deducido de ella antes de que los tolstoianos dedujeran los suyos, y mil más se deducirán después. No por proclamaciones grandilocuentes, no por tiradas de rebuscados volúmenes impresos, sino por unas cuantas palabras espléndidas y sencillas, se erigió la cruz en el Calvario, se abrió la tierra y el sol se oscureció al mediodía.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-2110982266673688032012-12-06T20:04:00.003-03:002012-12-06T20:04:59.695-03:00Las fábulas- G.K. CHESTERTONLas fábulas- G.K. CHESTERTON
<i>Título original: «Fairy tales»,en All Things Considered
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</i>
Ciertas gentes graves y superficiales (pues casi todas las personas superficiales son graves) han dicho que las fábulas son inmorales, fundándose en lances o incidentes lamentables de la lucha entre zagales y gigantes, en los que los primeros urden engaños y aun bromas poco plausibles. Sin embargo, la acusación no solo es falsa, sino exactamente contraria a la verdad. Las fábulas no son solo morales en el sentido de inocentes, sino que lo son en el sentido de didácticas, de moralizantes. Muy bien está hablar de la libertad del mundo de las fábulas, pero a juzgar por los mejores relatos oficiales, libertad hay muy poca en ese mundo. El señor W.B. Yeats y otras almas sensibles, considerando que la vida moderna es casi la más negra de las esclavitudes que jamás oprimieron al género humano (en lo que llevan mucha razón), describen el país de las fábulas como un mundo de pura holganza y albedrío, en el que cada cual puede campar a sus anchas, como el viento. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso; la escuela del señor Yeats mantiene que en ese mundo cada cual es un dios caprichoso. El mismo Yeats ha hecho cien veces, en ese estilo literario triste y espléndido que lo convierte en el primero de los poetas que hoy escriben en inglés (y no digo de los poetas ingleses porque los irlandeses son muy dados al ataque físico),° ha hecho, digo, cien veces la pintura de la terrible libertad de las fábulas, que representan la última anarquía del arte:
Donde nadie se hace viejo, flaco ni sabio,
donde nadie se hace viejo, pío ni grave.
Y, sin embargo (mucho me cuesta decirlo), dudo que el señor Yeats conozca la verdadera esencia de las fábulas. El señor Yeats no es lo bastante simple, no es lo bastante estúpido. Yo, aunque no debería decirlo, le gano en estupidez sana y humana. Yo gusto más a los duendes que el señor Yeats; a mí pueden engañarme mejor. Y tengo mis dudas sobre si este concepto de los espíritus libres y montaraces se corresponde con el del espíritu simple del folclore. Creo que los poetas se equivocan: como el mundo de las fábulas es más bonito y variado que el mundo real, creen que también es menos moral; la verdad es que es más bonito y más variado porque es más moral. Supongamos que un ser humano naciese en una prisión moderna. Es cosa imposible, lo sé, porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna, aunque sí pudo ocurrir a veces en una antigua mazmorra; una prisión moderna es siempre inhumana, incluso cuando no es infrahumana. Pero bien; supongamos que un hombre naciese en una prisión moderna; supongamos que creciese habituado al silencio sepulcral y a la terrible indiferencia, y que de pronto lo soltaran en medio de la animación y las risas de Fleet Street. Sin duda pensaría que los literarios hombres de Fleet Street eran libres y felices; ¡mas qué triste, qué irónicamente es esto contrario a la verdad! Por lo mismo, esos laboriosos siervos de Fleet Street, cuando se figuran a los duendes, se los figuran como seres libérrimos. Pero, en esto como en muchas otras cosas, los duendes son como los periodistas; parecen seres llenos de encanto que viven en un mundo anárquico, y demasiado exquisitos para condescender al feo deber de cada día. Pero no es sino una ilusión, creada por la súbita gracia de su presencia. Los periodistas viven sujetos a leyes, lo mismo que el mundo fabuloso.°
Si leemos detenidamente las fábulas, veremos que hay una idea que las recorre todas: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden darse bajo ciertas condiciones. Esta noción, que es la clave de la ética, es la clave de los cuentos infantiles. Toda la dicha del mundo fabuloso pende de un hilo, de un único hilo. Cenicienta puede llevar un vestido tejido en telares prodigiosos y resplandecer de luz sobrenatural, pero ha de regresar antes de que den las doce. El rey puede invitar al bautismo a los duendes, pero ha de invitarlos a todos o sucederán cosas terribles. La mujer de Barbazul solo puede abrir una puerta entre todas. Incumplir la promesa hecha a un gato, o a un enano amarillo, es poner el mundo patas arriba. Una muchacha puede ser la novia del mismísimo dios del Amor, siempre que no lo vea; lo ve y él se desvanece. A una muchacha le dan una caja con la condición de que no la abra; la abre y todos los males del mundo escapan. A un hombre y a una mujer los ponen en un jardín con la condición de que no coman de un fruto; comen de ese fruto y pierden el derecho a disfrutar de todos los frutos de la tierra.
Esta gran idea, pues, es el pilar de todo folclore: la idea de que la felicidad depende de una prohibición; todo goce positivo depende de uno negativo. Hay muchas ideas filosóficas y religiosas afines a esta o por esta simbolizadas, pero ahora no voy a tratar de ellas. Lo que quiero dejar claro es que toda ética debe aprender de la fábula; que, si uno olvida lo que se le ha prohibido, se arriesga a perder lo que se le ha dado. El hombre que incumple lo prometido a su esposa debe recordar que, aunque ella sea un gato, el gato de la fábula enseña que su comportamiento es temerario. El ladrón que va a abrir una caja fuerte debe recordar que puede pasarle lo mismo que a Pandora: que si abre la tapa prohibida podrá dejar sueltos males desconocidos. El chaval que come una manzana del árbol ajeno debe saber que se halla en un momento místico de su vida, en el que una manzana puede costarle todas las manzanas. Esta es la profunda moral de los cuentos fantásticos: que, lejos de carecer de ley, apuntan a la raíz de toda ley. En vez de buscar un fundamento racional para cada uno de los mandamientos (como hacen los libros de ética corrientes), buscan el gran fundamento místico de todos los mandamientos. Estamos en este mundo fabuloso a regañadientes; no nos corresponde a nosotros cuestionar las condiciones bajo las cuales disfrutamos de esta extraña visión del mundo. Las prohibiciones son tremendas, pero también lo son las concesiones. La idea de la propiedad, la idea de unas manzanas ajenas, son ideas peregrinas; pero no lo es menos la de que haya manzanas. Resulta extraño que no pueda beberme diez botellas de champaña sin que me pase nada; pero no menos extraño es el champaña mismo, bien mirado. Si he bebido la bebida de los duendes, no es sino porque debo beber conforme a las leyes de los duendes. Quizá no veamos el nexo lógico y directo entre tres preciosas cucharas de plata y un policía gordo y feo, mas ¿quién, en los cuentos fabulosos, ve el nexo lógico y directo entre tres osos y un gigante, o entre una rosa y una bestia gruñidora? No es solo que las fábulas puedan disfrutarse porque son morales, sino que la moral puede disfrutarse porque nos coloca en el mundo de las fábulas, mundo lleno a la vez de lucha y de maravilla.
Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-8604965252331219822012-12-06T20:02:00.001-03:002012-12-06T20:02:28.714-03:00El caso Zola- G.K. CHESTERTON<b>El caso Zola- G.K. CHESTERTON</b>
<i>Título original: «The Zola controversy»,en All Things Considered
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ </i>
La coincidencia de estar en estos momentos Francia e Inglaterra debatiendo la oportunidad de erigir un monumento a un literato puede ilustrar la diferencia entre dos grandes ciudades. Francia está considerando la conmemoración del difunto Zola; Inglaterra, la del recientemente fallecido Shakspere.°El tiempo transcurrido tiene ya cierta significación nacional. Podrá parecer una muestra de impaciencia y falta de delicadeza este temprano ataque a Zola o esta deificación de él; pero también la nación que ha estado cruzada de brazos trescientos años desde la muerte de Shakspere puede haber llevado la delicadeza demasiado lejos. Con todo, hay en juego cosas más profundas que una simple cuestión de tiempo. La diferencia fundamental es que los franceses están debatiendo si habrá o no monumento, mientras que los ingleses debaten qué monumento habrá. Es decir, los franceses están debatiendo una cuestión viva, y nosotros una cuestión muerta. O, más que muerta, resuelta, lo que es muy diferente.
Cuando una cuestión de orden intelectual queda resuelta, no está muerta: antes bien, es inmortal. La tabla de multiplicar es inmortal, e inmortal es la fama de Shakspere. En cambio, la fama de Zola no está muerta ni es inmortal; está en tela de juicio, está puesta en la balanza, y es posible que se le niegue. Tienen razón, pues, los franceses en considerarla una cuestión viva. Está viva porque aún no ha sido resuelta. La de Shakspere, por el contrario, no es una cuestión viva: es una respuesta viva.
Por mi parte, creo que la controversia francesa en torno al caso Zola es mucho más práctica y excitante que la controversia inglesa en torno al caso Shakspere. La admisión de Zola en el Panteón puede considerarse un modo de determinar la posición de Zola. Pero nadie dirá que una estatua de Shakspere, aunque mida cuatro metros y se la coloque en lo alto de la catedral de San Pablo, determina la posición de Shakspere. Lo que determina es nuestra posición con respecto a él. Él está fijo; nosotros nos movemos. Lo más parecido al caso Zola entre nosotros sería proponer que un autor controvertido y repulsivo reposara junto a los restos de los grandes poetas ingleses. Verbigracia, que se quisiera enterrar al señor Rudyard Kipling en la abadía de Westminster. Yo estaría en contra, primero porque el señor Rudyard Kipling está vivo (y creo que él mismo convendría en lo justo de mi protesta), y segundo porque me gustaría que ese espacio rápidamente menguante se reservara para las grandes figuras perdurables de la literatura inglesa, no para los advenedizos momentáneamente interesantes. No querría en la abadía de Westminster ni al señor Kipling ni al señor Moore, por mucho que el primero haya captado mejor que el segundo la crueldad fría y lúcida del cuento corto francés. Estoy segurísimo de que Geoffrey Chaucer y Joseph Addison están muy bien juntos en el Rincón de los Poetas, pese a los siglos que los separan.° Sin embargo, creo que el señor George Moore sería mucho más feliz en Père-Lachaise, con una turbulenta estatua de Rodin coronando su tumba, y el señor Kipling descansaría más contento bajo algún enorme monumento asiático, esculpido con todas las crueldades de los dioses.
En cuanto al monumento a Shakspere, digamos que cada pueblo tiene su propio estilo conmemorativo, y pienso que a favor del nuestro hay mucho que decir. El estilo monumental francés consiste en erigir estatuas pomposísimas, muy bien hechas. El estilo monumental alemán consiste en erigir estatuas pomposísimas, muy mal hechas. Y el estilo monumental inglés, el gran estilo estatuario inglés, consiste en no erigir estatua alguna. Una estatua puede o no ser digna, pero su ausencia siempre lo es. Y el hecho de que no haya una estatua de Shakspere es, creo yo, algo edificantemente simbólico que dice mucho sobre la nación inglesa. Cierto es que hay una en Leicester Square, pero el sitio en el que fue emplazada demuestra que la erigió un extranjero para extranjeros.° Hay sin duda algo modesto y viril en el hecho de renunciar a expresar a nuestros más grandes poetas en las artes plásticas en las que no destacaron. Honramos a Shakspere como los judíos honran a Dios: no atreviéndonos a esculpir su imagen. Nuestra escultura, nuestras estatuas, van bien para banqueros y filántropos, que son nuestra maldición, no para él, que es nuestra bendición. ¿Por qué celebrar el arte en el que triunfamos con el arte en el que fracasamos?
A Inglaterra se la comprende mejor cuando se piensa que es un país de aficionados. Es sobre todo un país de soldados aficionados (los voluntarios), de políticos aficionados (los aristócratas), y no sería insensato ni inconveniente pensar que es sobre todo un país que ve la literatura con ojos desatentos y perezosos. Shakspere no tiene un monumento académico por la misma razón que no tiene una educación académica. Sabía poco latín y menos griego, y (en el mismo espíritu) nunca ha sido conmemorado en epitafios latinos ni en mármol griego. Si no hay nada claro y fijo en los emblemas de su fama, es porque no hay nada claro y fijo en los orígenes de ella. Los grandes colegios y universidades que observan a un hombre en su juventud pueden registrarlo en su muerte; pero Shakspere no tuvo estas unificadoras tradiciones. Lo único que podemos decir de él es lo que podemos decir de Dickens: que no vino de parte alguna y a todas partes fue. Un monumento suyo estaría fuera de lugar en cualquier lugar. Una fría estatua en esta o aquella plaza le convendría tan poco como a Dickens. Si mañana erigiéramos una estatua a Dickens en Portland Place, sentiríamos la rigidez poco natural. Temeríamos que por la noche la estatua se echase a pasear por la calle.
En Francia, en cambio, plantearse si Zola debe o no ir al Panteón ahora que está muerto es tan posible como plantearse si debió o no ir a prisión cuando estaba vivo. La cuestión es qué manera de pensar adoptará la nación. Erigir un monumento a Zola no es solo erigir un trofeo; es también señalarse con el dedo. Es una cuestión que deberán resolver la mayoría de los países europeos; pero, como en tales cuestiones, primero se ha planteado en Francia porque Francia es el campo de batalla del cristianismo. A grosso modo, la cuestión es la siguiente: si en ese mal delimitado terreno de la licencia verbal en temas escabrosos es una atenuación o una agravación de la falta de delicadeza el que sea deliberada y solemne. ¿Es la indecencia más indecente cuando es seria o cuando es alegre? Por mi parte, confieso que en esta cuestión soy de la vieja escuela. Cuando un libro o una obra de teatro me parecen un crimen, no me tranquiliza que me digan que es un crimen serio. Si un hombre escribe algo horrible, no me consuela que me expliquen que es lo que quería hacer. Conozco todos los males de la frivolidad, no me gustan los que se ríen de la virtud. Pero los prefiero a los que lloran ante ella y se quejan amargamente de que exista. Cuando la moral es tan salvaje como el canibalismo, no me tranquiliza el que sea también tan seria y sincera como el suicidio. Y creo que es claramente engañoso el violento contraste que algunos modernos ven entre la aversión del público al drama de IbsenFantasmas y la popularidad de comedias como Dear Old Charlie. No quepa duda de que nada misterioso o poco filosófico hay en la preferencia popular. La comedia Dear Old Charlie tiene aceptación... porque es una comedia. El drama Fantasmas es exorcizado... porque son fantasmas.
En esto consiste ni más ni menos la cuestión de Zola. Yo soy un adulto y la inmoralidad de este escritor me trae sin cuidado. Lo que no soporto es su moralidad. Si hubo alguien en el mundo que encarnara la terrible frase: «Pues si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡cuántas tinieblas habrá!»,° ese alguien fue sin duda él. Grandes hombres como Ariosto, Rabelais y Shakspere incurren en lugares inmundos, flaquean con pecados violentos, pero veniales, se revuelcan a lo largo de páginas en su enorme debilidad, son sucios, son indefendibles; pero luego se yerguen de nuevo y siguen hablando con cordialidad convincente y honor intacto sobre lo mejor que hay en el mundo: Rabelais, sobre la instrucción de la fogosa y austera juventud; Ariosto, sobre la caballería sagrada; Shakspere, sobre la paz maravillosa de la piedad. Pero en Zola incluso los ideales son indeseables; la piedad de Zola es más fría que la justicia... mejor dicho, la piedad de Zola es más amarga que la justicia. Cuando Zola nos da una lección, no nos lleva, como Rabelais, al feliz terreno de la enseñanza humanista. Nos lleva a la escuela de la enseñanza inhumana, donde no hay libros ni flores, vino ni sabiduría, sino solo deformidades en botellas de cristal, y donde la norma se enseña por las excepciones. La verdad para Zola consiste en describir con exactitud el esqueleto del armario, es decir, algo que la costumbre doméstica prohíbe descubrir, pero que está muerto incluso cuando lo descubre. Decía Macaulay que los puritanos odiaban las peleas de perros y osos no porque infligiesen dolor al oso, sino porque daban placer al espectador.° Así es este puritano que perdió a su Dios. Un puritano como él es peor que el puritano que odia el placer porque es malo. Este hombre odia el mal porque es placentero. Zola es peor que un pornógrafo, es un pesimista. Hizo algo peor que estimular el pecado: estimuló el desconsuelo. Hizo odiosa la lujuria porque para él la lujuria era la vida.
Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-49786698324745031172012-12-06T19:49:00.005-03:002012-12-06T19:58:04.288-03:00Charlotte Brontë- G.K.CHESTERTON<b>Charlotte Brontë- G.K.CHESTERTON</b>
<i>Título original: «Charlotte Brontë», en Twelve Types
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ </i>
Una objeción corriente que se hace a la biografía realista es que revela cosas importantes y aun sagradas de la vida de una persona. La verdadera objeción es más bien que revela lo que menos importa. Revela, explica y repite precisamente aquellas circunstancias de la vida de una persona que ella misma menos presente tiene: su clase social, la vida y milagros de sus antepasados, su actual paradero. En rigor, este tipo de cosas no están a la vista, no son cosas que tengamos en mente ni –podemos decir casi con la misma seguridad– tampoco en la vida. Nadie piensa más en sí mismo como el que vive en la tercera casa de cierta calle de Brixton, que como un curioso animal bípedo. Cómo se llamaba una persona, cuánto ganaba, con quién estaba casada, dónde vivía, no son cosas sacrosantas; son cosas irrelevantes.
El caso de las hermanas Brontë es en este sentido ejemplar. Charlotte Brontë es la típica loca del pueblo; sus excentricidades dan inagotable pábulo a la inocente conversación de esos plácidos y bucólicos tertulianos que son los literatos. Los cotillas literarios como Augustine Birrell y Andrew Lang, por otro lado encantadores, no se cansan de coleccionar cuanto vislumbre, anécdota, sermón, comentario y curiosidad podrán constituir un museo Brontë. De todos los autores victorianos, ellas son de las que más se habla en términos personales, y el foco de la biografía ha dejado muy pocos rincones oscuros de la vieja casa oscura de Yorkshire.° Y, sin embargo, toda esta investigación biográfica, con ser natural y pintoresca, se compadece mal con las hermanas Brontë. Pues el genio de ellas consistía sobre todo en afirmar la suprema irrelevancia de lo aparente. Hasta entonces se había supuesto que la verdad existía más o menos en la novela de costumbres. Charlotte Brontë asombra al mundo demostrando que una novela en la que nadie, ni bueno ni malo, tiene costumbre alguna, puede transmitir una verdad infinitamente más antigua y elemental. Su obra representa la primera gran afirmación de que la monótona vida de la civilización moderna puede ser tan postiza y engañosa como un traje de disfraces. Charlotte demostró que en el alma de una institutriz puede haber abismos, y eternidades en la de un fabricante; su heroína es una típica solterona, con vestido de lana merina y un alma llena de fuego. Significativamente, fue la primera que, siguiendo de manera consciente o inconsciente el impulso de su genio, despojó a la protagonista no solo del oro y los diamantes artificiales de la riqueza y la moda, sino incluso del oro y los diamantes naturales de la belleza física y la gracia. Sintió instintivamente que había que hacer feo todo lo exterior para poder hacer sublime todo lo interior. Eligió a la más fea de las mujeres en el más feo de los siglos, para revelar dentro de una y de otro los infiernos y los cielos de Dante.
Creo, pues, que puede decirse legítimamente que la vida exterior de Brontë, con ser en sí misma muy pintoresca, es menos relevante que la de casi cualquier otro escritor. Nos interesa saber si Jane Austen conocía la vida de los oficiales y las mujeres elegantes que figuran en sus obras; si Dickens vio algún naufragio o pisó alguna vez un asilo de pobres. Nos interesa porque gran parte de la convicción que estos autores transmiten se debe, más que a su fidelidad a la realidad, a su conocimiento de ella. Pero en el caso de Brontë, todo el sentido y la razón de ser de su obra es mostrar que la cosa más insignificante del mundo es auténtica. La historia deJane Eyre es tan monstruosa que no puede ser confundida con una fábula o un cuento de hadas. Los personajes no hacen lo que deberían hacer, ni lo que podrían hacer, ni tan siquiera –nos es lícito decir, en vista de lo demencial del mundo que los rodea– lo que quieren hacer. El comportamiento de Rochester es tan primitiva e inhumanamente bárbaro que la admirable parodia de Bret Harte apenas lo exagera.° Una escena como la descrita con estas palabras: «Y entonces, con sus maneras de siempre, me arrojó las botas a la cabeza y se fue», tiene mucho de caricaturesca. Y algo parecido a aquella en la que Rochester se viste como un viejo gitano difícilmente se encontrará en ninguna otra rama del arte, salvo en la de la comedia, en la que vemos al emperador convertido en un payaso. Sin embargo, pese a ese mundo de pesadilla, ilusión, locura e ignorancia, Jane Eyre es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito. Su esencial fidelidad a la vida nos permite respirar. No fidelidad a las apariencias, que son siempre falsas, ni a los hechos, que casi siempre son falsos, sino fidelidad a lo único verdadero, al mínimo irreductible, al germen indestructible: la emoción. Poco importaría que una historia de Brontë fuera cien veces más lunática e inverosímil que Jane Eyre, o cien veces más lunática e inverosímil que Cumbres borrascosas. Poco importaría que George Read caminara con la cabeza y la señora Read cabalgase un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y St John Rivers tres piernas: seguiría siendo la historia más verdadera del mundo. Es más, el típico personaje de Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio.
La grande y perdurable verdad que la obra de Brontë representa es una verdad importantísima que tiene que ver con el eterno espíritu juvenil: la de la íntima relación entre el terror y la alegría. La protagonista de Brontë, desharrapada, sin instrucción, víctima de una inexperiencia que la humilla y de una especie de fatídica inocencia, es capaz, en virtud de su misma soledad y tosquedad, de sentir el mayor goce que le es dado sentir a un ser humano: el goce de la esperanza, el goce de una ignorancia radiante y apasionada. Su figura demuestra cuán falso es creer que el placer consiste en vestir con elegancia todas las noches e ir al teatro todos los estrenos. No es el hedonista quien sabe lo que es el placer; no es el hombre de mundo quien aprecia el mundo. El hombre que ha aprendido a hacer todo lo convencional de manera perfecta, ha aprendido también a hacerlo de manera prosaica. Es el hombre rústico, al que no le sientan bien los trajes elegantes, al que no le entran los guantes, el que no sabe hacer cumplidos, quien de verdad es capaz de sentir el antiguo éxtasis de la juventud. Teme lo bastante a la sociedad como para disfrutar de sus propios triunfos. Posee esa capacidad de miedo que es uno de los ingredientes eternos de la dicha. Este es el espíritu que anima la novela de Brontë, la épica del júbilo del hombre temeroso. Y por eso es de un valor incalculable en nuestro tiempo, cuya maldición es no poder gozar con reverencia por no poder gozar con miedo. La discreta y mal vestida institutriz de Charlotte Brontë, con sus miras estrechas y sus creencias estrechas, sabe más de las pavorosas y elementales fuerzas del universo que mil rebeldes poetas menores. Ella contempla el mundo con verdadera sencillez y, en consecuencia, con auténtico miedo y con auténtica fruición. Teme, por decirlo así, la legión de las estrellas, y esto le infunde la única fuerza que puede impedir que la alegría se vuelva tan gris y árida como la rutina. La capacidad de tener miedo es el primero y más delicado de los poderes del deleite. El miedo de Dios es el principio del placer.
En general, pues, creo que puede decirse que la juventud oscura y asilvestrada de las hermanas Brontë en su oscuro y asilvestrado hogar de Yorkshire ha sido un tanto exagerada como factor necesario en su obra y en su visión del mundo. La emociones que ellas trataron son emociones universales, emociones de la aurora de la existencia, la alegría y el terror juveniles. Todos hemos tenido de críos pesadillas de obstáculos insuperables y amenazas terribles en las que sentimos, bajo mil formas tontas, toda la angustia y el pánico deCumbres borrascosas. Todos hemos soñado despiertos con un futuro que no era un ápice más razonable que el de Jane Eyre. Y la verdad que las hermanas Brontë vienen a decirnos es que el amor no lo apaga toda el agua del mundo, ni un secreto entusiasmo toda la respetabilidad provinciana. Clapham, como cualquier otra ciudad del mundo, está construida sobre un volcán. Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë. La gran ciudad extiende a nuestro alrededor sus interminables tentáculos como una inmensa figura geométrica, y hay veces en que creemos enloquecer, si no lo estamos ya, ante la multiplicidad de sus espantosas perspectivas, la suma demencial de su innumerable población. Pero esta impresión es falsa. No hay montones de casas, no hay masas de hombres. El colosal diagrama de calles y casas no es sino una ilusión, el sueño alucinado de un constructor especulativo. Todas y cada una de esas personas están supremamente solas y son supremamente importantes para sí mismas. Todas y cada una de esas casas son el centro del mundo. No hay una sola de esos millones de casas que no haya parecido alguna vez a alguna persona el centro de todas las cosas y la meta del viaje.
Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-75545596322561376952012-09-02T18:24:00.000-03:002012-09-02T18:39:41.434-03:00Caricatura y presunción- G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Caricatura y presunción- G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Conceit and caricature», en All Things Considered<br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ <br /> </span><br /> <br /> <br />
Si no tenemos más remedio que presumir, mejor será que sea de talentos o méritos que no tengamos. Porque entonces nuestra vanidad será superficial, un simple error, como el de quien cree tener sangre real o un sistema infalible para ganar en Montecarlo. Como no son méritos reales, no corromperán ni desvirtuarán nuestros méritos reales. Y aunque presumamos de virtudes que no tenemos, siempre podremos ser humildes con las que sí tenemos. Las cualidades que de verdad nos honran conservarán su inocencia original, porque no podremos verlas ni viciarlas. Que se nos haya metido en la cabeza que somos grandes violinistas no tiene por qué impedir que seamos unos caballeros. Pero si nos creemos mucho que somos unos caballeros, seguro que pronto dejamos de serlo.
Hay, sin embargo, un tercer género de satisfacción que no es ni orgullo por virtudes que tenemos ni orgullo por virtudes que no tenemos, del que últimamente he conocido un par de ejemplos. Y es la satisfacción que se siente por poseer o no poseer ciertas cualidades sin preguntarnos si eso constituye una virtud. Podemos felicitarnos por no ser malos en un determinado sentido, cuando la verdad es que no lo somos en ese sentido porque no somos lo bastante buenos. Dirá algún gazmoño cleriguillo: «Tengo razones para congratularme de ser una persona civilizada y no tan sanguinaria como el Mad Mullah».° Y alguien tendría que decirle: «Un hombre realmente bueno sería menos sanguinario que el Mullah. Pero si es usted menos sanguinario que él, no es porque sea mejor hombre, sino porque es mucho menos que un hombre. No es sanguinario porque perdone a su enemigo, sino porque huiría de él». Por lo mismo, dirá algún puritano de árida piedad: «Tengo razones para jactarme de no adorar ídolos como los infieles griegos antiguos». Y alguien tendría también que decirle: «Quizá la mejor religión no adore ídolos, pues ve más allá de ellos. Pero si usted no adora ídolos, es solo por ser moral y mentalmente incapaz de esculpirlos. Quizá la religión esté por encima de la idolatría. Pero usted está por debajo de la idolatría. No es usted lo bastante santo ni aun para adorar un trozo de piedra».
El señor F.C. Gould, el brillante y feliz caricaturista, ha hablado hace poco sobre la naturaleza y estado actuales del arte de la caricatura inglés. Hay pocos motivos para el orgullo; seguramente el mayor es el mismo F.C. Gould. Pero el señor F.C. Gould, impedido por modestia de aducir esta excelente causa de optimismo, recurrió a decir algo que ha dicho mucha más gente, pero que tal vez nadie con la autoridad de un eminente dibujante ha dicho últimamente. Declaró que creía «que podíamos felicitarnos de que el estilo de caricatura que hoy gustaba era muy diferente del de las sátiras de antes». «Si volvemos la vista atrás», dice, según cita el periódico, «y observamos las sátiras políticas de la época de Rowlandson y Gilray,° nos parecerán groseras y brutales. En algunos países, incluso en América, la caricatura política era del tipo de la porra. Y la verdad es que hemos superado la época de la porra. Si eran brutales atacando a una persona, incluso por razones políticas, despertaban simpatía por esa persona. Lo que tenían que hacer era masajear el punto que querían destacar lo más suavemente posible.» (Risas y aplausos.)
Los que lean estas palabras, y todos los que las oyeron, pensarán sin duda que están llenas de verdad, así como de genialidad. Pero con esa verdad y esa genialidad corre pajeras el falso optimismo basado en la falacia de la que he hablado antes. Antes de felicitarnos por que nuestra nación o sociedad carezca de ciertas faltas, debemos preguntarnos por qué carece de ellas. ¿Es porque tenemos las virtudes opuestas, o porque tenemos las faltas opuestas? Bien está ser inocente de todo exceso; pero asegurémonos de que no somos inocentes de exceso simplemente porque somos culpables de defecto. ¿De verdad es nuestra sátira política tan moderada porque es magnánima, misericordiosa, santa? ¿Porque está penetrada de caridad mística, de ternura psicológica? Si evitamos herir los sentimientos del ministro, ¿es porque a través de sus aparentes crímenes y desmanes calamos las oscuras virtudes que su misma alma ignora? ¿Debemos ser suaves con el líder de la oposición porque con nuestro grandísimo corazón comprendemos y apreciamos su ánimo esforzado? En suma, ¿hemos dejado de ser brutales porque somos generosos y magnánimos? ¿Somos de verdadmejores que la brutalidad? ¿Hemos pasado la época de la porra?
Temo que hay, cuando menos, otro aspecto del asunto. ¿No es más que probable que la lenidad de nuestra sátira política, comparada con la de nuestros mayores, se deba simplemente a la profunda falta de realidad de nuestra actual política? Rowlandson y Gilray no luchaban simplemente porque eran groseros y pendencieros por naturaleza, sino porque tenían algo por lo que luchar; es muy fácil ser refinados en cosas que no importan; pero los hombres pataleaban y a veces caían en ese portentoso combate en el que se tambaleaban, aturdidas por igual ante el peligro, la independencia de Inglaterra, la independencia de Irlanda, la independencia de Francia. Si queremos una prueba de que la falta de refinamiento no deriva solamente de la brutalidad, la prueba es fácil. La prueba es que en aquella lucha fueron las personalidades más refinadas las que se mostraron más brutales. Nadie fue más violento e intolerante que los que por naturaleza eran educados y sensibles. Nelson, por ejemplo, tenía el temperamento y las buenas maneras de una mujer: supongo que nadie en su sano juicio lo calificaría de «brutal». Pero cuando le tocaban la cuestión nacional, prorrumpía en juramentos y lo único que podía decir era: «Muerte, muerte, muerte a los malditos franceses». Igual de fácil sería poner ejemplos en el otro bando. Camille Desmoulins era una persona por el estilo, no solo elegante y afable de carácter, sino casi nerviosamente tímido y compasivo. Pero estaba dispuesto, decía, «a pasar por encima de un montón de cadáveres para abrazar la libertad». En Irlanda hubo incluso más casos. Robert Emmet fue solo un ejemplo famoso de toda una familia a la vez delicada y brutal. Creo que el señor F.C. Gould se equivoca por completo al hablar de esta ferocidad política como si fuera un vestigio de épocas más duras, como un hacha de sílex o un hombre peludo. La crueldad es quizá el peor de los pecados. La crueldad intelectual es sin duda la peor de las crueldades. Pero no hay nada bárbaro o ignorante en ella. Los grandes artistas del Renacimiento que mezclaron pigmentos exquisitamente, mezclaron venenos no menos exquisitamente; los grandes príncipes del Renacimiento que diseñaron instrumentos musicales diseñaron también instrumentos de tortura. La brutalidad, la maldad, el deseo de herir al prójimo, son cosas malas que se engendran en ambientes de intensa realidad, en los que grandes naciones o grandes causas están en guerra. Quizá nos es lícito alegrarnos de no ser brutales, malos o crueles, pero también es peligroso enorgullecernos. Quizá es que no somos lo bastante grandes para serlo. Quizá algunas grandes virtudes deben engendrarse, al igual que en hombres como Nelson o Emmet, antes de que podamos tener esos vicios, ni aun como tentaciones. Por mi parte, creo que si nuestros caricaturistas no odian a sus enemigos, no es porque sean demasiado grandes para odiarlos, sino porque no lo son sus enemigos. No creo que hayan pasado los tiempos de la porra. Creo que no hemos llegado a ellos. Debemos ser mejores, más valientes y más puros antes de llegar.
Sintámonos, pues, todo lo orgullosos que queramos de las virtudes que no tenemos, pero no nos ufanemos demasiado de las virtudes que no podemos evitar tener. Puede que un hombre que viva en una isla desierta tenga derecho a felicitarse por poder meditar tranquilo. Pero no debe felicitarse por estar en una isla desierta y al mismo tiempo por el dominio de sí que demuestra al no irse de fiesta todas las noches. Por lo mismo, la Inglaterra de hoy puede tener derecho a felicitarse por lo tranquila, cordial y monótona que es nuestra política, pero no por eso y a la vez por el dominio de sí que demuestra no tirándose a sí misma y a los ciudadanos los trastos a la cabeza. Entre dos consejeros reales, el lenguaje educado es una muestra de cortesía, no realmente de magnanimidad.
Unida a esta cuestión va otra de la que muy a menudo presumen los británicos ilusos, a saber, la de que nuestros políticos se llevan muy bien en privado, pese a ocupar en el parlamento escaños opuestos. Tampoco en este caso hay que hacerse ilusiones. Nuestros políticos no son monstruos de mística generosidad y lógica demente, capaces de odiar a una persona de tres a doce y de amarla de doce a tres. Si las relaciones sociales de nuestros políticos son más pacíficas que las de los políticos franceses, americanos o de la Inglaterra de hace un siglo, no es sino porque nuestros políticos son más pacíficos, y probablemente también porque son más falsos. Si nuestros políticos congenian más en privado, es por la sencilla razón de que congenian más en público. Y la razón de que congenien tanto en privado como en público es que pertenecen a la misma clase social, y por tanto la vida de sociedad coincide con la privada. Conservadores y liberales se llevan bien no porque sean más expansivos, sino porque son más exclusivos.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-274470689978088882011-09-16T23:15:00.003-03:002012-09-02T18:38:49.954-03:00El mártir moderno-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">El mártir moderno-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «The modern martyr»,en All Things Considered <br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ <br /> </span><br /> <br /> <br />El incidente de las sufragistas que se encadenaron a la verja de Downing Street constituye una buena alegoría irónica de lo que es el martirio moderno, el cual suele consistir en encadenarnos para quejarnos de que no somos libres. Unos dicen que estos numeritos retardan la causa del sufragio femenino, otros que son lo único que la hace avanzar. Hablando en puridad, no creo que tengan el menor efecto ni en un sentido ni en el otro. <br /> La idea moderna de llamar la atención con simples demostraciones de impopularidad, como hacer que nos echen de un mitin o una asamblea o nos metan en la cárcel, es un gran error. Se funda en una falacia que tiene que ver con el verdadero sentido popular del martirio. La gente mira a la historia y ve que muchas veces las persecuciones no solo han dado publicidad a una creencia perseguida sino que hasta la han hecho progresar, dando de su validez el horrible y público testimonio de hombres moribundos. Esta paradoja supo expresarla pictóricamente el arte cristiano, representando a los santos que blanden como armas los instrumentos con los que fueron martirizados. Y como su martirio es arma para el mártir, hoy día pensamos que cualquiera que cause alguna que otra molestia en público se volverá al instante clamorosamente popular. Este tipo de martirio mal entendido no es exclusivo de las sufragistas; lo practican muchos movimientos que respeto y algunos que apruebo. Existió, por ejemplo, en el de los Resistentes Pasivos, parte de cuyos bienes fueron puestos en venta. La idea es que si uno muestra sus ideas (o incluso sus ambiciones políticas) siendo una molestia para sí mismo y para el prójimo, adquirirá la fuerza de los grandes santos que murieron en el rogo. Cualquiera al que empujen cinco minutos en un vestíbulo o pase cinco días en la cárcel habrá realizado lo que se entiende por martirio y se habrá ganado la aureola en el arte cristiano del futuro. La señora Pankhurst será representada con un policía en cada mano, los instrumentos de su martirio. El resistente pasivo será representado cargando con la tetera que le arrebataron unos subastadores tiránicos.° <br /> Pero hay una falacia en esta analogía del martirio, pues el especial carisma que confiere el ser perseguido solo se da en caso de persecución extrema. Lo único que demuestra el entusiasta moderno que pasa alguna incomodidad por sus creencias o ideas es que las tiene, de lo cual nadie dudaba. Nadie duda de que al apóstol del inconformismo le importa más el inconformismo que su tetera. Nadie duda de que la señora Pankhurst desea más poder votar que pasar una tarde tranquila sentada en un sillón. Todas nuestras opiniones merecen que nos peleemos un poco por ellas: recuerdo que durante la guerra de los bóers, un día, a la salida de Queen’s Hall, reñí con un oficinista partidario del imperio, y le reventé y me reventó la nariz; pero dudo de que este incidente pueda causar el mismo efecto psicológico que el que causaba el anfiteatro romano o la hoguera. Porque lo que de verdad impresiona no es el hecho de que un hombre sacrifique su tiempo y su comodidad por defender lo que piensa. El martirio de los cristianos no impresionaba a los paganos simplemente porque demostraba lo convencidos que estaban de sus creencias. El caso del martirio extremo es mucho más sutil. Es que da la impresión de que al mártir lo respalda algo especialmente fuerte, de que está poseído por algún poder. Mas esto solo ocurre cuando su integridad física es destruida, cuando todas las fibras de su cuerpo se retuercen de dolor. Si vemos a un hombre tronchándose de risa mientras lo despellejan vivo, con buen acuerdo podremos deducir que en algún rincón de su mente está pensando en algún buen chiste. Análogamente, los espectadores que veían reír y cantar (como reían y cantaban) a unos hombres a los que estaban escaldando o despedazando, creían en la existencia de algo que no era simple honestidad intelectual: creían en la existencia de un placer nuevo e ininteligible que, era de presumir, venía de algún sitio. Podía ser la fuerza de la locura, o un falso espíritu infernal, pero era algo efectivo y extraordinario, tan efectivo como el brandy y tan extraordinario como la prestidigitación. El pagano se decía: «Si el cristianismo hace feliz a un hombre al que un león come las piernas, ¿no podría hacerme feliz a mí, que me paseo tranquilamente con mis dos piernas intactas?». Los laicistas se empeñan en explicar que el martirio no prueba la verdad de una fe, como si hubiera alguien tan necio que lo pensara. Lo que el martirio probaba o, mejor dicho, daba a entender poderosamente, era que en la psicología humana había entrado algo más fuerte que el más fuerte de los dolores. Cuando lo único que veía una joven a la que azotaban hasta matarla era una corona que descendía del cielo hacia ella, lo primero que se pensaba no era que sus creencias fuesen verdaderas, sino que de algún sitio sacaba su fuerza. Esta es la impresión psicológica que no inspiran ni de lejos los actuales casos de incomodidad o molestia públicamente exhibidas. La alegría de la señora Pankhurst no requiere explicaciones místicas. Si estuvieran quemándola viva como a una bruja y, en puro éxtasis, alzase la vista al cielo y viese descender una urna, entonces diría que el incidente, si no concluyente, sí sería tremendamente impresionante. No demostraría su derecho a votar, ni el derecho a votar de nadie, pero sería prueba de que en el voto había algo sacramental, algo de lo que el alma podía sacar una fuerza y un placer efectivos e intensos, capaces de oponerse al dolor efectivo y abrumador. <br /> Aconsejo, pues, a los agitadores modernos que abandonen este método: el método de hacer grandísimos esfuerzos para ganarse pequeñísimos castigos. Así no pasarán a la historia, se lo aseguro; el castigo es demasiado leve, los esfuerzos son demasiado obvios. Sus sacrificios no tienen la efectividad de los crueles martirios antiguos, porque no dejan a la víctima absolutamente sola con su causa, de manera que esta sea lo único que la sostiene. Al mismo tiempo tienen ese elemento de pantomima y absurdo que fue lo más cruel en la muerte y escarnio de los verdaderos profetas. San Pedro fue crucificado boca abajo por una broma inhumana; pero su humana seriedad sobrevivió a la inhumana befa, porque en cualquier postura habría muerto por su fe. Los mártires modernos como la señora Pankhurst se exponen a caer en el absurdo sin sufrir lo bastante para eclipsar la absurdidad. Son como san Pedros que se pusieran cabeza abajo diez segundos y esperaran luego que los canonizasen.° <br /> También podemos plantear la cuestión así: los martirios modernos fracasan incluso como demostración, porque ni siquiera demuestran que los mártires sean completamente serios. Yo pienso que los mártires modernos sí son por lo general serios, incluso demasiado serios, pero que su martirio no lo demuestra, y el público no siempre los cree. No cabe duda de que el doctor Clifford está muy sinceramente indignado por lo que él considera clericalismo, pero no lo demuestra haciendo que le subasten la tetera; porque uno puede querer que le subasten la tetera como una actriz que le roben los diamantes: por propaganda personal. Es verdad que la señora Pankhurst se toma muy en serio la cuestión del voto femenino; pero no lo demuestra haciendo que la echen de los mítines y reuniones. A una persona pueden expulsarla de un mitin por lo mismo que expulsan a los jóvenes de un music-hall: porque se divierten. Pero nadie se ha arrojado a los leones por llamar la atención. Ninguna mujer se ha dejado asar en una parrilla por diversión. A Santa Perpetua y a santa Fe pongo por testigos.° Claro es que estos entusiastas no tienen la culpa de no ser sometidos a los contundentes castigos de antaño; seguro que pasarían por ellos tan triunfalmente como santa Águeda.° Simplemente estoy dándoles un consejo político, dadas las circunstancias. Y les digo que sus sacrificios no impresionan a nadie porque no son ni pueden ser más decisivos que los sacrificios que la gente hace por divertirse cuando ha bebido. Los borrachos interrumpen mítines y pagan las consecuencias. En cuanto a que subasten teteras, supongo que es algo que daría grandísimo placer a todo borracho que se precie. La propaganda no basta; no dice nada. Si a mí tuvieran que martirizarme por una opinión (lo cual es más difícil que decirlo), sería sin duda por una o dos de mis opiniones más sagradas. Quizá me dejaría matar por Inglaterra, pero ciertamente no por el imperio británico. Es posible que diese mi vida por la libertad política, pero ciertamente no por el librecambio. Pero el alboroto que arman las sufragistas yo estaría dispuesto a armarlo tanto por mi opinión más superficial como por mi opinión más profunda. Nunca sería nada peor que una molestia, ni nada mejor que una juerga. Por eso el ciudadano británico, sobre todo de las clases trabajadoras, mira estas manifestaciones con indiferencia; porque, aunque respondan a los más fanáticos motivos, también pueden responder a los más frívolos.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-8707220824879306332011-09-16T22:18:00.001-03:002011-09-16T23:14:11.515-03:00¡AVISO!AVISO:<br />Primero que todo, les pido disculpas por no actualizar en 5 meses, je, he estado muy ocupado y sin internet. Por los 65 seguidores, y los otros tantos que saben entrar a leer voy a comprometerme a actualizarlo más seguido. Ahora bien esta entrada es para aclarar algunas cuestiones, en Abril, el señor Alfred Cappra, comento en unos artículos, reclamando que las traducciones eran de su autoría, y me pedía que no le saque mas sus artículos sin su permiso y sin aviso, también me pidió que pongan un link a su web (http://escritorescatolicos.blogspot.com/) en las entradas, y se justifica diciendo “No es porque no quiera compartir los artículos, es simplemente porque me costó harto traducirlos”. Bien, desde ya quiero aclarar que no fue mi intención “sacarle sus artículos sin su permiso y sin dar aviso”, simplemente me los habían enviado por mail, sin el autor de la traducción. Así que si esto vale de disculpas, voy a modificar esas entradas, poniendo a su autor, y el link a su página. Ahora solo me queda esperar la queja de Borges y de Alfonso Reyes, jejeje. Espero que a Alfred se le haya pasado el enojo, tiene todo el derecho a quejarse, pero de todas formas yo entiendo que en esta misión, de difundir a Chesterton y a su obra ensayística, poco importa el ego profesional, o el reconocimiento mundano de los pares. Las catedrales medievales fueron hechas por obreros, albañiles, arquitectos, artistas anónimos, porque entendían que eso no les pertenecía, si no que era para la mayor gloria de Dios. Es una pequeña lucha que se tiene que dar a la mentalidad liberal moderna, dejar de lado el celo del logro individual, el reconocimiento, y poner todos nuestros esfuerzo no a mayor gloria de uno mismo, si no de lo que es superior a todo individuo, a toda sociedad.<br />Nuevamente agradecería si pudieran difundir el blog entre sus conocidos y si pudieran compartir algunos ensayos que ustedes tenga de Chesterton y que deseen compartir. Y que comenten las entradas! Comenten lo que sea, una crítica, una opinión, un elogio, resalten alguna frase o idea que quieran reflexionar, lo que sea...<br />PD: y como dije hace varios meses, si hay que agradecerle a alguien es a los traductores, no me agradezcan a mí, esto no me pertenece, esto no le pertenece a nadie, solo a Chesterton y a la cultura.<br /><br />Saludos a todos.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-62560897708563338902011-09-16T21:50:00.001-03:002011-09-16T21:55:58.259-03:00Patriotismo y deporte-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Patriotismo y deporte-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Patriotism and sport», en All Things Considered <br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /> <br />Veo que en algunos periódicos, sobre todo en aquellos que se dicen patrióticos, ha cundido el pánico al ver que hemos sido dos veces derrotados en sendas pruebas deportivas, por un francés en golf y por unos belgas en remo. Supongo que la circunstancia importará mucho a quienes creen en la legendaria superioridad de los ingleses en achaque de deportes. Supongo que hay gente que cree confusamente que un francés no puede vencernos, pese a que muchas veces nos han vencido franceses y una vez una francesa. En las viejas viñetas de Punch se puede ver una sátira recurrente: los caricaturistas ingleses dan por supuesto que un francés no sabe correr zorros ni disfrutar de la caza a estilo inglés. No parecen darse cuenta de que los que inventaron el estilo de caza inglés era franceses. Los primeros reyes y nobles que corrieron zorros hablaban francés. Y gran parte de los ingleses que siguen cazando así tienen nombres franceses. Supongo que a todo aquel que ignore tan evidentes hechos le interesará saberlos. Supongo que a los que alguna vez han creído que los ingleses tenemos algún derecho sagrado y exclusivo a ser los mejores deportistas, estas derrotas les habrán parecido tremendas y dolorosas. Se sentirán como si, al mismo tiempo que el verdadero sol sale por el este, vieran otro sol saliendo por el noroeste. En beneficio de estas personas, beneficio moral e intelectual, debe señalarse que en este caso han derrotado a los anglosajones precisamente aquellos competidores a los que siempre consideraron inferiores: competidores latinos, y dentro de estos, los menos esforzados y temibles; no solo franceses, sino belgas. Esto, digo, debe señalarse a toda persona inteligente que crea en la arrogante teoría de la superioridad anglosajona. Solo que ninguna persona inteligente creerá en la arrogante teoría de la superioridad anglosajona. Ningún inglés auténtico creyó nunca en ella. Y al inglés auténtico no entristecerán estas derrotas. <br /> El auténtico patriota inglés sabe que la fuerza de Inglaterra nunca ha dependido de eso; que la gloria de Inglaterra nunca ha tenido que ver con eso, excepto para gran parte de los ricos y para unos cuantos pobres que emulan a los ociosos ricos. Estas gentes darán gran importancia a nuestros fracasos, desde luego, como darán mucha importancia a nuestros éxitos. El típico patriota radical que ha admirado a sus compatriotas por ser conquistadores los despreciará por dejarse conquistar. Pero el inglés que de verdad ama a Inglaterra sabe que las derrotas deportivas no demuestran que Inglaterra es débil, como sabe que los éxitos deportivos no demuestran que Inglaterra es fuerte. Porque el deporte, como todo lo demás, especialmente lo moderno, es terriblemente individualista. Los ingleses que ganan premios deportivos son la excepción entre los ingleses, por la sencilla razón de que lo son también entre los hombres. Los deportistas ingleses representan a Inglaterra tanto como los fenómenos de circo del señor Barnum representan a América. Hay tan pocos como ellos en el mundo que poco importa de qué país sean. <br /> Si alguien quiere una prueba de lo que estoy diciendo, es fácil de aportar. Si los grandes deportistas ingleses no son ingleses excepcionales, no suelen ser ni ingleses. Es más, muchos de ellos pertenecen a razas cuyos individuos no parecen en general especialmente aptos para el deporte. Por ejemplo, se supone que los ingleses dominan a los indios en virtud de su superior audacia, su superior actividad y su superior salud de mente y cuerpo. Y se supone que los indios son nuestros súbditos porque les gusta menos la acción, la sociedad y el aire libre; en una palabra, porque les gusta menos el críquet. Pero resulta que el mejor jugador inglés de críquet es hindú. Pongamos otro ejemplo: podemos convenir en que los judíos son en general un pueblo pacífico, intelectual, indiferente a la guerra, como los hindúes, o incluso enemigo de ella, como los chinos; y, sin embargo, uno o dos de los mejores boxeadores ingleses han sido judíos. <br /> Este es uno de los casos más notables de ese mal que resulta de nuestro modo peculiar de adorar el deporte. Consiste en fijarse demasiado en el éxito individual. Empezamos queriendo, como es justo y natural, que gane Inglaterra. Queremos, en segundo lugar, que ganen algunos ingleses. Queremos, en tercer lugar (en medio de la ansiedad y emoción de una determinada prueba) que gane algún inglés en concreto. Y acabamos, por último, descubriendo que ni siquiera es inglés. <br /> En esta cuestión sí creo que podría decirse algo en favor de Lord Roberts y de sus más bien vagas ideas, que van de la fundación de clubes de tiro con rifle hasta la implantación del servicio militar obligatorio. Sean cuales sean las ventajas o desventajas de estas ideas, son al menos ideas para procurar cierta igualdad y una especie de nivel medio en la capacidad deportiva de la gente, y podrían constituir un correctivo a nuestra tendencia de considerarnos deportistas excepcionales. Como que hay millones de ingleses que creen a pie juntillas que somos una raza muscular porque C.B. Fry es inglés. Y no pocos de ellos creen también confusamente que el deporte debe pertenecer a Inglaterra porque Ranjitsinhji es indio.° <br /> Pero la verdadera fuerza histórica de Inglaterra, física y moral, nunca tuvo que ver con el deporte, que más bien la ha entorpecido. Alguien dijo que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton. Fue un comentario especialmente desafortunado, pues la contribución inglesa a la victoria dependió, mucho más de lo que es habitual en las victorias, de la resistencia de las tropas en una situación casi desesperada. La batalla de Waterloo la ganó la tenacidad de los soldados rasos, vale decir, de hombres que nunca estuvieron en Eton. Pero si es absurdo decir que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton, sí podríamos decir con toda justicia que se ganó en prados y parques donde niños torpes jugaba torpes partidas de críquet. En una palabra, la ganó gente común y corriente, que son los fuertes, y las glorias del deporte dicen muy poco de la capacidad media de una nación. Waterloo no la ganaron los buenos jugadores de críquet, sino los malos, una masa de hombres que tenían mínimos instintos y hábitos deportivos. <br /> Es una buena señal que en una nación esas cosas se hagan mal. Prueba que todo el mundo las hace. Y es una mala señal que se hagan muy bien, porque eso significa que solo las hacen unos cuantos especialistas y excéntricos, y el resto de la nación se limita a mirar. Supongamos que andar significase siempre en Inglaterra andar cuarenta y cinco millas al día sin cansarse. Podríamos estar bien seguros de que solo unos cuantos andarían, y que todos los demás súbditos británicos serían llevados en silla de ruedas. En cambio, si andar significase andar despacio, trabajosamente y con fatiga, sabríamos que el conjunto de la nación andaría. Sabríamos que Inglaterra iría literalmente a patita. <br /> El problema, pues, es que el actual incremento del nivel deportivo ha perjudicado seguramente al deporte nacional. El deporte, en lugar de ser un saludable torneo en el que todo el mundo puede participar y probar fortuna, se ha convertido en una palestra exclusiva en la que justan unos pocos caballeros con los que ningún hombre común y corriente puede medir sus fuerzas. Si Waterloo se ganó en los campos de críquet de Eton, fue seguramente porque el críquet de Eton era entonces mucho más chapucero que ahora. Mientras que el juego era un juego, todo el mundo quería participar. Cuando se convirtió en un arte, todos quisieron mirarlo. Cuando era frívolo, pudo ganar Waterloo; cuando fue serio y eficiente, perdió Magersfontein.° <br /> En tiempos de Waterloo el deporte era una práctica lúdica y generalizada del inglés medio. Esto no puede recrearlo el críquet, ni el servicio militar, ni ningún otro medio artificial. Era algo del alma, era fruto de la risa, de la religión, del espíritu del lugar. Pero era como el duelo moderno en una cosa: en que podía ocurrirle a cualquiera. Si yo fuera un periodista francés, podría muy bien suceder que Monsieur Clemenceau me desafiara a pistola. En cambio, no creo probable que el señor C.B. Fry me desafíe al bate de críquet.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-87111537662425876102011-02-17T22:51:00.002-03:002011-02-17T23:25:53.876-03:00El secreto político-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">El secreto político-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «On political secrecy», en All Things Considered <br /><br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /> <br /> <br />Por lo general, los hombres, de una manera instintiva y sin ninguna razón especial, odian pensar que algo esté escondido, esto es, que esté escondido sin remedio. Todos conocemos el juego del escondite, en el que lo importante es encontrar lo escondido. La gente normal (enorme e inagotable en su capacidad de goce) se divierte mucho jugando a ese juego que consiste en esconder un dedal, pero lo que en realidad la divierte es encontrarlo. Supongamos que los jugadores no encontrasen el dedal, que este no apareciese nunca: entones no sería un juego, sino una tragedia. El dedal se les aparecería en sueños a los jugadores y los obsesionaría, los jugadores morirían en un manicomio. Lo divertido es ese momento excitante en que se pasa de lo desconocido a lo conocido. Las historias de misterio son muy populares, sobre todo si se venden baratas; pero lo son porque revelan cosas. No gustan porque sus autores inventen misterios, sino porque los desvelan. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que el misterio quedara sin resolver: esto llevaría a la revolución incluso al público londinense. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que nada se detectara. <br /> Hay tres grandes clases de cosas en las que la penetración del hombre consiente el secreto. Una acabo de mentarla: los juegos de escondite y las novelas policiacas, en las que se tolera el secreto con el fin de que sea desvelado: el autor crea primero un concienzudo misterio en torno a la muerte del obispo, con el único objeto de anunciar al final a los cuatro vientos la buena nueva de que lo mató la institutriz. La ignorancia solo tiene sentido en este caso porque es el mejor modo de prepararse a recibir las terribles revelaciones del gran mundo. Ser agnóstico es por lo mismo el mejor modo de prepararse a recibir las buenas nuevas de san Juan. <br /> Podemos pasar por alto este primer tipo de secreto, ya que su objeto último no es ser guardado sino revelado. Hay una segunda y mucho más importante clase de cosas que los hombres consienten de buen grado en ocultar. Son tan importantes que no podemos tratarlas aquí, aunque todo el mundo sabe a cuáles me refiero. En este sentido hago notar que, aunque son cosas secretas, son siempre un «secreto a voces». En el tema del sexo y similares, todos formamos una especie de hermandad, una hermandad con disciplina, pero no sin libertad: se nos pide que callemos esas cosas, no que las ignoremos. Al contrario, en los temas fundamentales sucede al revés: lo que más conocen los hombres es lo que más ocultan. Sencillamente porque lo saben tan bien que no necesitan decirlo. <br /> Hay un tercer tipo de cosas en las que el hombre civilizado consiente el secreto, que se resisten a la inquisición o la explicación. Son aquellas cosas que no se explican porque no pueden explicarse, porque son demasiado etéreas, instintivas o intangibles: caprichos, impulsos súbitos, prejuicios inocentes... No podemos exigir de nadie que nos explique por qué es tan hablador, sencillamente porque no lo sabe. A nadie se le piden explicaciones (ni aun en Alemania) de por qué camina despacio o deprisa, porque no puede darlas. Las personas cruzan un bosque por este o aquel camino y emplean sus vacaciones de este o de aquel modo no porque tengan razones poderosas para hacerlo, sino porque apenas las tienen: porque se les antoja hacerlo así, y no podrían explicarlo a un policía si de pronto les saliera al encuentro de entre los arbustos. Actúan movidos por impulsos porque esos impulsos no tienen importancia y quizá no vuelvan a repetirse. Si se prefiere, actúan por impulso porque el impulso no merece un instante de reflexión. Todos pensamos que este tipo de antojos son privados y ni aun los fabianos han propuesto nunca interferir en ellos.° <br /> Pues bien, en los últimos quince días han venido los periódicos llenos de los más variados comentarios acerca del secreto en que se tiene cierta parte de las finanzas políticas y en especial la financiación de los partidos. Algunos no han entendido en absoluto dónde está el problema. Afirman que el partido nacionalista irlandés y el partido laborista están bajo sospecha, e incluso, como algunos dicen, más que bajo sospecha. El motivo de esta tremenda afirmación no parece ser, visto detenidamente, sino el siguiente: que irlandeses y laboristas reciben dinero por lo que hacen. Que yo sepa, todas las personas reciben dinero por lo que hacen; la única diferencia es que algunos, como los del partido nacionalista irlandés, lo hacen. <br /> No creo que nadie pueda sostener que los hombres no deben recibir dinero. El asunto es que, sabiendo que hay dinero que se da bien y otro que se da mal, un elemental sentido común nos lleva a mirar con indiferencia el dinero que se da en plena calle y en cambio con singular desconfianza el que se da a escondidas. Quiero decir que es absurdo poner en duda lo legítimo de la financiación, pero que lo que hasta los idiotas sí pueden poner en duda es la legitimidad de su ocultamiento. La cuestión, pues, que debemos considerar es si ocultar las transacciones económicas de la política, las compras de títulos nobiliarios, el pago de las campañas electorales, entra dentro de alguna de las tres clases de secreto antes mencionadas que la costumbre y el instinto de los hombres consienten. He enumerado tres categorías de secretos de esta naturaleza. ¿Puede el ocultamiento de la finanzas políticas defenderse como incluido en alguna de ellas? <br /> La pregunta, pues, que debemos responder es si el secreto político puede considerarse legítimo. De las tres clases en que hemos dividido sumariamente los secretos legítimos, la primera es la de aquellos secretos que solo se guardan para ser revelados, como el de las historias detectivescas. La segunda es la de los secretos que se guardan porque todo el mundo los conoce, como el del sexo. Y la tercera es la de los secretos que se guardan porque son demasiado vagos y sutiles para ser explicados, como la razón de elegir este o aquel camino en el campo. ¿Comprende alguna de estas tres grandes categorías el ocultamiento de la financiación y cuentas de los partidos políticos? Sería absurdo, incluso chistoso, decir que sí. Sería un disparate de lo más gracioso decir que los políticos guardan secretos solo porque quieren hacer revelaciones. Un nuevo noble pretende haberse ganado el título solamente para poder declarar luego, de manera más dramática y con un grito de júbilo y desdén, que en realidad lo compró. Un baronet dice haber merecido su título solo para saborear mejor el asombroso acontecimiento histórico de reconocer que no lo merecía. Seguro que esto parece muy improbable. Seguro que ningún político guarda secretos que lo comprometen pensando en el excitante momento en que se arrepentirá en el lecho de muerte. El escritor de historias detectivescas hace a un hombre duque únicamente para arruinarlo acusándolo de robo. Pero seguro que el primer ministro no hace a un hombre duque para arruinarlo acusándolo de soborno. No; la teoría detectivesca del secreto de la financiación política debe ser (con un suspiro) descartada. <br /> Tampoco podemos decir que el secreto político se justifique por pertenecer a la segunda categoría, a saber, la de los secretos tan secretos que no resulta fácil revelarlos en público. En algunos asuntos elementales se observa una reserva especial precisamente porque todo el mundo los conoce bien. Sin embargo, la reserva en materia de financiación política y compras de títulos nobiliarios no se debe a que la mayoría de la gente sepa lo que pasa, sino precisamente a que no lo sabe. La cortina de decoro cubre los procedimientos normales. Pero nadie dirá que ser sobornado es un procedimiento normal. <br /> Si, por último, aplicamos la tercera categoría al caso del secreto político, la cosa resulta todavía más clara y divertida. Seguro que nadie sostiene que comprar títulos nobiliarios y demás operaciones se mantienen en secreto porque son cosas tan leves, impulsivas e irrelevantes que han de considerarse puro capricho personal. Un niño ve una flor y su primer impulso es cogerla. Pero seguro que nadie cree que un cervecero ve una corona y lo primero que piensa es que quiere ser noble. El impulso del niño no ha de ser explicado a la policía por la sencilla razón de que no podría explicársele a nadie. Sin embargo, ¿cree nadie que las laboriosas ambiciones políticas de los actuales hombres de negocios tienen este carácter etéreo e incomunicable? Un hombre tumbado en la playa puede arrojar piedras al mar sin ninguna razón especial. Pero ¿cree nadie que el cervecero arroja monedas al bolsillo de los partidos políticos sin ninguna razón especial? Lamentablemente, esta explicación del secreto de la financiación política ha de ser descartada, junto con las otras dos posibles justificaciones. Es un secreto que no puede excusarse ni por ser el de un juego divertido, ni por pertenecer al común de los hombres, ni por ser un inexplicable antojo. Curiosamente, de hecho, incumple las tres condiciones y clases. No es un secreto que se oculte para ser revelado, sino para que siga oculto. Tampoco se guarda por ser un secreto que todos los hombres conocen, sino porque nadie debe conocerlo. Ni tampoco se guarda porque es demasiado insignificante para ser revelado, sino porque es demasiado importante para que pueda desvelarse. En suma, estamos ante un auténtico y quizá infrecuente fenómeno de gobierno oculto. Tenemos una doctrina exotérica y otra esotérica. A Inglaterra la gobiernan en realidad simoníacos, no curas. Tenemos en este país todo lo que siempre se ha objetado a la religión: una clase privilegiada, palabras sagradas que no pueden pronunciarse, cosas importantes que solo conocen unos cuantos. De hecho, tenemos todo menos religión.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-59448580375533347772010-09-07T22:43:00.003-03:002010-09-07T22:56:40.039-03:00La mujer-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">La mujer-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Woman», en All Things Considered. <br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ <br /> </span><br /> <br />Me escribe un corresponsal una carta de gran interés y competencia a propósito de ciertas alusiones mías a la cuestión de las cocinas comunitarias. Él las defiende lucidísimamente desde el punto de vista del colectivista calculador. Pero, como muchos otros de su escuela, parece no comprender que la cosa puede verse de otra manera, que nada tiene que ver con tales cálculos. Afirma que sería más barato que todos comiéramos a la misma hora, a fin de que usáramos la misma mesa. Es verdad. También sería más barato que todos durmiéramos a distintas horas, a fin de usar solo un par de pantalones. El asunto, sin embargo, no es lo barato que compramos, sino qué es lo que compramos. Es barato tener un esclavo. Y aún lo es más serlo. <br /> Dice también mi corresponsal que la costumbre de comer fuera, en restaurantes, etc., está creciendo. Lo mismo, creo, que la costumbre de suicidarse. No es que quiera relacionar ambos hechos. Parece bastante evidente que un hombre no pueda salir a comer en un restaurante porque acabe de suicidarse, y quizá sería demasiado decir que se ha suicidado porque acababa de comer en un restaurante. Pero ambos casos, puestos uno junto a otro, bastan para demostrar lo falso y ruin de esa eterna discusión sobre lo que está de moda. La cuestión para los hombres de bien no es si algo está incrementándose, sino si estamos incrementándolo nosotros. Yo como en restaurantes con mucha frecuencia, pues así lo aconseja la índole de mi trabajo: pero si pensase que haciéndolo contribuyo a la difusión de la comida comunitaria, no volvería a pisar ninguno; me llevaría pan y queso en el bolsillo o sacaría chocolate de las máquinas automáticas. Y es que hay cosas cuyo carácter personal es sagrado. El otro día lo dijo perfectamente el señor Will Crooks: «Lo más sagrado es poder cerrar nuestra puerta».°<br /> Dice mi corresponsal: «¿No se ahorrarían nuestras mujeres la pesada tarea de cocinar y todas las preocupaciones que ello conlleva, quedando libres para dedicarse a la alta cultura?». Lo primero que se me ocurre decir es muy simple y forma parte, creo, de la experiencia de cada cual. Si mi corresponsal encuentra el modo de evitar que las mujeres se preocupen, será un hombre muy, pero que muy notable. Creo que el asunto es más profundo. Ante todo, mi corresponsal obvia una distinción que es fundamental en la naturaleza humana. Teóricamente, supongo que todo el mundo quiere verse libre de preocupaciones. Pero seguro que nadie quiere verse libre de actividades que preocupan. A mí me placería en extremo (lo digo como lo siento en este momento) verme libre de la penosa faena de escribir este artículo. Pero eso no significa que me gustaría librarme también de la penosa faena de ser un periodista. Que algo nos preocupe no quiere decir que no nos interese. La verdad es lo contrario. Lo que no nos interesa, ¿por qué habría de preocuparnos? Las mujeres se preocupan por el gobierno de la casa, pero son las más interesadas las que más se preocupan. Les preocupan mucho sus maridos y sus hijos. Y supongo que si estrangulásemos a estos y aturdiésemos a aquellos, les quedaría tiempo para dedicarse a la alta cultura. O sea, quedarían libres para preocuparse por la alta cultura. Pues las mujeres se preocuparían por eso tanto como se preocupan por cualquier otra cosa. <br /> Yo creo que este modo de hablar de las mujeres y de su alta cultura es una excrecencia exclusiva de las clases que (a diferencia de la periodística a la que pertenezco) disponen siempre de elevadas sumas de dinero. Una cosa curiosa observo. Quienes sobre ello escriben parecen olvidar que existen las clases trabajadoras y asalariadas. Como mi corresponsal, dicen, eterna letanía, que la mujer es esclava del trabajo. Pues ¿qué es el hombre, por los clavos de Cristo? Esta gente se figura que todos los hombres son ministros. Hablan del hombre como si no pensara más que en conquistar poder, labrarse un porvenir, dejar huella en el mundo, mandar y ser obedecido. Esto quizá sea cierto para ciertas clases sociales. Los duques, por ejemplo, no son esclavos del trabajo; pero entonces tampoco lo son las duquesas. Las damas y caballeros de la alta sociedad sí están libres para dedicarse a la alta cultura, que de preferencia consiste en pasearse en coche y jugar al bridge. Pero los millones de hombres normales y corrientes que integran nuestra civilización no son más libres para dedicarse a la alta cultura que sus mujeres. <br /> Diré más, no lo son tanto como ellas. La mujer ocupa una posición privilegiada respecto del hombre. Ella reina en un mundo en el que puede hacer lo que le plazca; la mayoría de los hombres han de obedecer órdenes y no hacer otra cosa; han de poner ladrillo sobre ladrillo monótonamente, sin hacer otra cosa; han de sumar cifras y cifras monótonamente, sin hacer otra cosa. Quizá el mundo de la mujer es pequeño, pero ella puede cambiarlo. Una mujer puede decirle cuatro verdades al comerciante de turno. El empleado que haga lo mismo con su jefe se verá por lo general de patitas en la calle, o –por evitar el vulgarismo– se verá libre para dedicarse a la alta cultura. Y sobre todo, como dije en un artículo anterior, el trabajo de la mujer es hasta cierto punto creativo e individual. Puede disponer las flores o los muebles según su fantasía. No creo que el albañil pueda hacer lo mismo con los ladrillos, sin grave riesgo de su persona y la del prójimo. Si la mujer ha de poner un simple remiendo en la alfombra, puede elegirlo por el color; pero no creo que al de la oficina de correos le esté permitido franquear un paquete según el color de los sellos, y preferir por ejemplo uno más barato porque es malva claro a uno más caro que es rojo chillón. Una mujer quizá no siempre cocine artísticamente, pero puede hacerlo. Puede variar la composición de una sopa de manera personal e imperceptible. Pero ¡ay del empleado que varíe de manera personal e imperceptible la cifras de la contabilidad!<br /> Lo bueno es que la cuestión que aquí planteo, que es la verdadera, no se discute. Lo que se alega es una cuestión de dinero, no de personas. Lo que me parece falso no son tanto las propuestas de estos reformadores como su mentalidad y sus argumentos. Estoy menos seguro de que las cocinas comunitarias son un error como de que sus defensores están en un error. De entrada, desde luego, hay una gran diferencia entre las cocinas comunitarias de las que hablamos y las comidas comunitarias (monstrum horrendum, informe) que, con intención bárbara y diabólica, evoca mi corresponsal.° Pero en ambos casos el error es el mismo: sus defensores no las defenderán como instituciones humanas. No les interesará el evidente hecho psicológico de que hay cosas que un hombre o una mujer pueden desear hacer por sí mismos. Cosas que él o ella han de hacer de manera creativa, artística, individual... en una palabra, mal. Una de tales cosas es, quién lo diría, elegir esposa. ¿Es otra elegir la comida del marido? Esta es la cuestión: que nadie se plantea. <br /> Y ahora la alta cultura. Conozco esa cultura. Si puedo evitarlo, yo no liberaré a nadie para que se dedique a la alta cultura. Sus efectos sobre los hombres ricos que tienen tiempo para dedicarse a ella son tan horribles que resulta peor que ningún otro de los entretenimientos del millonario, peor que el juego, peor incluso que la filantropía. La alta cultura es creer que el poeta más pequeño de Bélgica es más grande que el poeta más grande de Inglaterra. Es perder todo sentimiento democrático. Es ser incapaz de hablar con un peón sobre deportes, sobre cerveza, sobre la Biblia, sobre las carreras de caballos, sobre la patria o sobre cualquier otra cosa de la que él, el peón, quiera hablar. Es tomarse la literatura en serio, como los aficionados. Es perdonar la indecencia solamente cuando es sombría. Los discípulos de la alta cultura llamarán pala a una pala solo si es para cavar tumbas. La alta cultura es triste, mezquina, desabrida, antipática, poco honesta y nada relajada. Es «alta», en suma: este epíteto abominable (que también se aplica al juego) la describe perfectamente. <br /> No; si se me pide que liberemos a la mujer para otra cosa, quizá esté más dispuesto. Si se me promete, en privado y solemnemente, que las liberaremos para que bailen en las montañas como ménades, o para que adoren a alguna divinidad monstruosa, estaré más de acuerdo. Si se me asegura que las señoras de Brixton, tan pronto como dejen la cocina, se pondrán a aporrear tantanes y soplar cuernos en el bosque, convendré en que al menos son ocupaciones humanas y acaso divertidas. Las mujeres han sido liberadas para ser bacantes, para ser vírgenes mártires, para ser brujas. No les pidamos ahora que se rebajen al nivel de la alta cultura. <br /> Yo tengo mis propias ideítas sobre la emancipación de la mujer, pero me temo que nadie las tomará en serio si las expongo. Apoyaré toda iniciativa que aumente la enorme autoridad de la mujer en la casa y su acción creativa en ella. La mujer, por regla general, es una déspota; el hombre, por regla general, es un siervo. Aprobaré toda propuesta que vuelva a la mujer más déspota. Lejos de querer que se traiga de fuera la comida hecha, deseo que cocine ella misma con mayor libertad e imaginación de lo que lo hace. Lejos de querer que vaya siempre por la misma comida al mismo sitio, deseo que invente, si le place, un plato todos los días de su vida. Que la mujer sea más hacedora, no menos. Y llevamos razón al hablar de «la mujer»; solo los canallas hablan de mujeres. Los hombres, en cambio, hablan de hombres, y esta es la gran diferencia. Los hombres representan el elemento democrático y deliberante de la vida. La mujer encarna el elemento despótico.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-30344771032639952482010-09-01T20:33:00.002-03:002010-09-01T20:40:58.554-03:00El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Wine if it es red», en All Things Considered<br /><br /><br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ <br /> </span><br /> <br /> <br />Imagino que causará no poco revuelo el reciente manifiesto firmado por una serie de doctores eminentísimos acerca del llamado «alcohol». A juzgar por como suena, la palabra es arábiga, como «álgebra» y «Alhambra», otras dos cosas desagradables. Nunca he visto la Alhambra española; me han dicho que es una construcción ramplona y laberíntica; yo me refiero al mucho más digno edificio de Leicester Square. Si es verdad, como presumo, que «alcohol» es un término árabe, resulta curioso que la palabra con la que genéricamente designamos la esencia del vino, la cerveza y otras bebidas por el estilo provenga de unas gentes que lo combaten de manera particularmente enconada. Supongo que algún anciano jefe musulmán se sentó un día a la entrada de su tienda y, maldiciendo por entre la negra barba el símbolo cristiano del vino, y discurriendo con ceño fruncido alguna fea palabra que expresara cabalmente su odio racial y religioso, vino a escupir el terminacho «alcohol». El que los médicos hayan de usar esta palabra a efectos de claridad científica les es de gran impedimento para juzgar la cosa con justicia. Porque la palabra encierra una de esas peticiones de principio que tanto complican esta clase de cuestiones morales. Es un craso error suponer que un hombre que desea una bebida alcohólica desea por fuerza alcohol. <br /> Todo aquel que camine diez millas seguidas un caluroso día de verano por un camino polvoriento, sabrá pronto por qué se inventó la cerveza. El que la cerveza tenga cierta propiedad estimulante no es parte a que la pida sino en pequeñísima medida. No es, en fin, que desee alcohol; lo que desea es cerveza. Cierto es, con todo, que la cuestión no puede plantearse en términos tan simples. El problema al que en verdad nos enfrentamos, y especialmente se enfrentan los doctores, es que el puesto singularísimo que el hombre ocupa en el universo físico imposibilita casi por completo el considerarlo un ser puramente físico. Sea lo que sea el ser humano, constituye una excepción. Si no es la imagen de Dios, entonces es una excrecencia del polvo. Si no es un ser divino que cayó del cielo, no puede ser sino un animal que perdió la cabeza. Y en ninguno de los dos casos podemos argüir gran cosa del cuerpo del hombre teniéndolo únicamente por el cuerpo de un animal lleno de salud e inocencia. El cuerpo del hombre se halla demasiado unido a su alma, como se ve en el caso supremo del sexo. Puede valer la pena advertir a los filántropos e idealistas ricos que el argumento de lo animal no debe usarse sin reflexión, ni aun contra los atroces males del exceso; es un argumento que prueba muy poco o que prueba demasiado. <br /> No cabe duda de que emborracharse es poco natural. Pero en el fondo, también el hombre es poco natural. No cabe duda de que el obrero que se emborracha gasta su salud bebiendo; pero nadie sabe cuánto gasta su salud trabajando el obrero sobrio. Nadie sabe cuánto gasta su salud el filántropo rico hablando o, en rarísimas ocasiones, pensando. Todo lo humano es más peligroso que nada que afecte al bruto: sexo, poesía, propiedad, religión. Lo malo de beber no es que saque a la bestia, sino que saque al Diablo. A la bestia no la saca, y poco importa si lo hace: la bestia suele ser una criatura más bien mansa y amable, como lo son las vacas. El ser humano es siempre algo peor o algo mejor que un animal, y el mero argumento de la perfección de este no lo afecta. En el sexo, ningún animal es caballeroso u obsceno. Tampoco ningún animal ha inventado nada tan malo como la embriaguez... ni tan bueno como el beber. <br /> El pronunciamiento de estos doctores es claro y rotundo; hoy día, incluso merece cierto crédito por su valentía moral. Casi todo el mundo convendrá con ellos, desde luego, en que las bebidas alcohólicas son a menudo de grandísima utilidad en casos de enfermedad extremos; pero no pocos, me temo, se escandalizarán al ver que se refieren a ellas como si fueran simples bebidas; porque no se conforman con declarar que beber con moderación no hace daño: dicen abiertamente que es beneficioso. Creo, sin embargo, que esta verdad médica va de algún modo contra la opinión común. Creo que la mayoría de los médicos saben por experiencia que administrar alcohol al enfermo (si bien muchas veces necesario) es casi la forma moralmente más peligrosa de administrarlo. En lugar de suministrarlo a una persona sana que tiene muchas otras posibilidades de vida, se lo damos a una persona desesperada para la que esa es la única posibilidad de vida. Difícilmente podemos censurar al inválido si por alguna contingencia de su precaria condición acaba pensando que el alcohol es una especie de agua de vida y lo usa como tal. Si el hábito de beber es un pecado, no lo es por salvaje, sino por domesticado; no por anárquico, sino por esclavo. La peor forma de beber es beber por razones médicas. La más inocua, hacerlo sin preocuparse; sin preocuparse de nada, y menos aún preocuparse de beber. <br /> El médico, desde luego, debe estar facultado para poner freno en casos de sed perniciosa; pero más allá de esto, solo cabe esperar que la conciencia pública sobre el tema se acrezca o, mejor dicho, se concentre. Yo tengo al respecto mi propia modesta opinión, que siempre he mantenido con firmeza. Si el bar fuera un lugar tan solitario y reservado como la oficina de correos o la estación de trenes, al que acudiera toda clase de gentes en busca de toda clase de refrescos, ofrecería contra las personas de conducta desordenada las mismas garantías que ofrece la oficina de correos: bastaría la presencia de gente normal. El loco que quisiera beber un número ilimitado de whiskys sería tratado con la misma severidad con la que las autoridades de correos tratarían al amable loco que quisiera lamer un número ilimitado de sellos. Poco importa que en uno y otro caso se emplee una negativa de orden técnico. Lo importante es que en ambos casos se pueda llamar prontamente a los amigos o familiares de la persona perturbada. Por lo menos, la empleada de correos no tentaría al entusiasta con una ristra de sellos de seis peniques cuando se lo llevaran con la lengua fuera. Si beber fuese algo público y abierto, se bebería también con mayor despreocupación. En estas cosas, lo sano está en ser despreocupado. Por eso ni los borrachos ni los musulmanes pueden despreocuparse del alcohol.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-81017917574260079292010-08-18T00:40:00.002-03:002010-08-18T00:43:37.939-03:00Ciencia y religión-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Ciencia y religión-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Science and religion»,<br />en All Things Considered <br /> <br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ </span><br /> <br /><br />Estos días nos acusan de atacar a la ciencia porque queremos que sea científica. Seguro que no es faltar al respeto a nuestro médico decir que es nuestro médico, no nuestro cura, nuestra esposa o nosotros mismos. No incumbe al médico decir si debemos o no debemos tomar las aguas; lo que le incumbe decir es qué efectos tiene en la salud tomar las aguas. Tras lo cual, claro es, toca a nosotros decidir. La ciencia es como una suma: o es exacta o es falsa. Mezclar ciencia y filosofía no produce más que una filosofía sin valor ideal y una ciencia sin valor práctico. Quiero que mi médico de cabecera me diga si esta o aquella comida me matará. Corresponde a mi filósofo de cabecera decirme si debo morir. Pido perdón por todas estas perogrulladas, pero es que acabo de leer un folleto cuyos autores, hombres sumamente inteligentes, no parecen haber oído ni una sola de estas perogrulladas en su vida. <br /> Los que detestan al inofensivo autor de esta columna se limitan (en el paroxismo de su abominación) a llamarlo «brillante», lo que en nuestro periodismo hace tiempo que es una expresión despreciativa. Pero me temo que incluso este desdeñoso calificativo me honra en exceso. Cada vez estoy más convencido de que padezco, no una impertinencia relumbrante y llamativa, sino una simpleza que raya en la estupidez. Cada vez estoy más persuadido de que soy tonto de remate, y de que todos los demás son la mar de listos. Acabo de leer esta importante recopilación de escritos, que me han enviado en nombre de una serie de personas a las que tengo en gran estima, y que se titula La nueva teología y la religión aplicada, y juro que he leído párrafos y párrafo sin saber de qué hablaban sus autores. O hablan de una religión oscura y salvaje en la que se educaron y de la que yo no sé nada, o hablan de una visión de Dios radiante y cegadora que ellos han tenido, que yo nunca he tenido y cuyo resplandor les confunde la razón y la palabra. El mejor ejemplo que puedo citar tiene que ver con la cuestión de la ciencia que acabo de mencionar. Las siguientes palabras las firma un señor cuya inteligencia respeto, pero no les encuentro ni pies ni cabeza:<br />Cuando la ciencia moderna declaró que en la evolución del cosmos no hubo ningún acontecimiento histórico que se correspondiese con el pecado original, sino que, al contrario, ha sido un ascenso incesante en la escala del ser, es evidente que el planteamiento paulino –esto es, el polémico planteamiento paulino de la salvación– perdió todo su fundamento, pues ¿no consistía dicho fundamento en la total depravación del género humano heredada de sus primeros padres? ... Pero si no hubo pecado original, no hay depravación ni peligro inminente de perdición eterna. Y, caída la base, cae el edificio que en ella se sustentaba.<br />Son palabras sesudas y están bien dichas; algo deben de significar. Pero ¿qué? ¿Cómo puede la ciencia demostrar que el ser humano no está depravado? No se abre a un hombre en canal para verle los pecados, ni se lo hierve hasta que echa el inconfundible humo verde de la depravación. ¿Cómo iba a encontrar la ciencia rastro alguno de depravación moral? ¿Qué rastros esperaba encontrar el autor de las citadas líneas? ¿Esperaba encontrar el fósil de Eva con el fósil de una manzana en su interior? ¿Suponía que el tiempo le conservaría el esqueleto completo de Adán, con una hoja de parra algo descolorida pegada a él? El párrafo citado no es más que una sarta de frases incoherentes, falsas en sí mismas e ilógicas entre sí. La ciencia nunca ha dicho que no hubo pecado original. Podría haber habido diez pecados originales, uno tras otro, sin que ello supusiese incoherencia alguna con todo lo que las ciencias nos enseñan. La humanidad podría haber evolucionado moralmente a peor durante millones de siglos sin que ello contradiga el principio de la evolución. Los hombres de ciencia (no locos de atar) nunca han dicho que hubiera «un ascenso incesante en la escala del ser», pues un ascenso incesante significa un ascenso sin caídas ni retrocesos, y la evolución física está llena de caídas y retrocesos. Hubo sin duda caídas en la evolución física; puede haber habido caídas en la evolución moral. Por eso me llenan de perplejidad, como digo, pasajes como el citado, en los que personas instruidas afirman que, puesto que los geólogos no han hallado pruebas del pecado original, toda creencia en la depravación del hombre es falsa. Como la ciencia no ha encontrado lo que obviamente no puede encontrar, algo que es del todo diferente, el sentido psicológico del mal, es falso. Podemos resumir los argumentos del autor en la abrupta, pero fiel, forma siguiente: «En ninguna excavación han aparecido los huesos del arcángel Gabriel, quien presumiblemente no tenía huesos, luego los niños, abandonados a sí mismos, no serán egoístas». A mí esto me parece disparatado; es como si alguien dijera: «El fontanero no ha encontrado nada mal en el piano, luego supongo que mi esposa me quiere». <br /> No voy a entrar ahora en la cuestión de qué sea realmente el pecado original, ni a discutir la probablemente falsa versión de él que el autor de la nueva teología llama la doctrina de la depravación. Pero sea lo que sea esta o cualquier otra doctrina de la depravación, es siempre fruto de una convicción de orden espiritual. El hombre piensa que la humanidad es mala porque él mismo se sabe malo. Si un hombre se siente malo, no veo por qué habría de sentirse bueno porque alguien le diga que sus antepasados tenían rabo. Por lo que sabemos, el hombre puede haber perdido la pureza e inocencia originales junto con el rabo. Lo único que de la pureza e inocencia originales sí sabemos a ciencia cierta, es que no las tenemos. Nada resulta más ridículo, en el estricto sentido de la palabra, que oponer cosas tan oscuras como las vagas conjeturas que los antropólogos hacen sobre el hombre primitivo a algo tan sólido como es el sentido del pecado. Por naturaleza, la prueba del Edén es imposible de encontrar. Pero la del pecado, por naturaleza, es imposible de no encontrar. <br /> Hay algunas afirmaciones con las que no estoy de acuerdo; otras no las entiendo. Si alguien dice: «Creo que el ser humano sería mejor si se abstuviera por completo de las bebidas fermentadas», entiendo lo que quiere decir y sé cómo puede defenderse su opinión. Si alguien dice: «Quiero abolir la cerveza porque soy abstemio», no entiendo lo que quiere decir. Es como decir: «Deseo abolir las carreteras porque me gusta caminar». Si alguien dice: «No creo en la Trinidad», entiendo. Pero si dice (como una señora me dijo una vez): «Creo en el Espíritu Santo en el sentido espiritual», me deja turulato. ¿En qué otro sentido se puede creer en el Espíritu Santo? Pues siento decir que este librito de pensamiento religioso progresista está lleno de pasmosas observaciones por el estilo. ¿Qué quiere decir la gente cuando dice que la ciencia ha cambiado su concepto del pecado? ¿Qué concepto del pecado tenía antes de que la ciencia se lo cambiara? ¿Pensaba que era algo que se comía? Cuando la gente dice que la ciencia ha hecho vacilar su fe en la inmortalidad, ¿qué quiere decir? ¿Pensaba que la inmortalidad era un gas? <br /> Lo cierto es, desde luego, que la ciencia no ha introducido ningún nuevo factor en la cuestión de la fe. Un hombre puede ser cristiano hasta el final del mundo por la misma razón que otro puede haber sido ateo desde el principio. El materialismo de las cosas está a la vista; descubrirlo no requiere ciencia alguna. Un hombre que ha vivido y ha amado muere y se lo comen los gusanos. Esto es materialismo. Esto es ateísmo. Si la humanidad ha creído pese a ello, puede creer pese a todo. Pero el porqué de que nuestro destino sea más desesperado por saber el nombre de los gusanos que nos comen o de las partes de nuestro cuerpo que se comen, es algo que cuesta descubrir a una mente inquiridora. Mi principal objeción a estos revolucionarios seudo científicos es que no son revolucionarios. Son los defensores del lugar común. No hacen vacilar la religión: más bien es la religión la que parece hacerlos vacilar a ellos. Su única respuesta a la gran paradoja es repetir la obviedad.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-57761025073063583642010-06-19T21:35:00.001-03:002010-06-19T21:50:01.260-03:00La adoración de la riqueza-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">La adoración de la riqueza-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «The worship of the wealthy»,<br />en All Things Considered <br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ </span><br /> <br /> <br /> <br />Observo que se ha introducido en nuestra literatura y periodismo una nueva forma de lisonjear al rico y al grande. En tiempos más sencillos y honestos, la lisonja era también más sencilla y honesta; la falsedad, más verdadera. El pobre que quería agradar al rico le decía que era el más sabio, valiente, alto, fuerte, benévolo y apuesto del mundo, y aunque el rico seguramente sabía que nada de eso era verdad, ningún daño había. Cuando los cortesanos hacían el elogio de un rey, le atribuían cosas de todo punto improbables, diciendo que se parecía al sol del cenit, que cuando entraba en la estancia debían cubrirse los ojos, que sus súbditos no podían vivir sin él o que había conquistado Europa, Asia, África y América con su sola espada. Lo que salvaba esta especie de alabanza era lo artificioso de ella; entre el rey y su imagen pública no había relación alguna. En cambio, los modernos han inventado un tipo de elogio mucho más sutil y ponzoñoso, que consiste en hacer un retrato creíble de la personalidad del príncipe o del rico, reputándolo verbigracia por persona seria, campechana o reservada, o amante del deporte o del arte, para entonces poner por los cuernos de la luna el valor e importancia de estas cualidades naturales. Los que alaban al señor Carnegie no dicen que es sabio como Salomón y valiente como Marte; ojalá lo hicieran. La segunda cosa honesta que a continuación harían sería confesar la verdadera razón de sus elogios, que no es otra que la de que tiene dinero. Los periodistas que escriben sobre el señor Pierpont Morgan no dicen que es tan bello como Apolo; ojalá lo hicieran.° Lo que hacen es tomar la vida superficial del hombre rico, sus costumbres, ropa, aficiones, amor a los gatos, desprecio de los médicos y demás, y, fundados en este realismo, convertirlo en un profeta y un mesías de su clase, cuando no es sino un tonto común y corriente al que gustan los gatos o disgustan los médicos. El cumplimentador de antes daba por sentado que el rey era un hombre como cualquier otro y se esforzaba por hacerlo extraordinario; el cumplimentador de hoy, más listo, da por sentado que es extraordinario, y que, en consecuencia, aun lo más ordinario de él reviste interés. <br /> Tengo observada una manera curiosísima de hacer esto. Es la manera que se aplica a seis de los hombres más ricos de Inglaterra en un libro de entrevistas publicado por un conocido y competente periodista. El adulador sabe envolver con ingenio la estricta verdad en una atmósfera de deferencia y misterio, gracias al sencillo método de presentarla en negativo. Supóngase que escribimos un estudio benigno sobre el señor Pierpont Morgan. Quizá no haya mucho que decir acerca de lo que piensa, gusta o admira; pero podemos insinuar todo un mundo de gustos y pensamientos ponderando por extenso aquello que no piensa, gusta ni admira. Por ejemplo: «Poco atraído por las más modernas escuelas de la filosofía alemana, se mantiene alejado de las tendencias del panteísmo trascendental con no menor determinación que de los estrechos éxtasis del neocatolicismo». O supóngase que hemos de hacer el elogio de una asistenta que acaba de entrar en casa, y que sin duda lo merece con creces. Digamos: «Sería un error reputar a la señora Higgs por seguidora de Loisy, ya que su posición es en muchos aspectos diferente. Pero no menos erróneo sería identificarla con el hebraísmo de Harnack». Es un método excelente, pues da ocasión al cumplimentador de hablar de algo que no es propiamente el cumplimentado, y confiere a este un chocante, pero luminoso, halo intelectual, como de persona que ha atravesado crisis filosóficas de las que antes no tenía conciencia. Método excelente, digo, que, empero, me gustaría ver aplicado más veces a las asistentas que a los millonarios. <br /> Hay otra manera de adular a las personas eminentes que, observo, es muy común entre quienes escriben en periódicos o en otras partes. Consiste en calificarlas de «sencillas», «tranquilas» o «modestas» sin razón ni justificación alguna. Ser sencillo es lo mejor del mundo; ser modesto, lo segundo mejor del mundo. No estoy tan seguro de que ser tranquilo vaya aparejado. Más bien me inclino a pensar que las personas modestas alborotan mucho. Que también lo hacen las personas sencillas es algo que salta a la vista. Pero sencillez y modestia son, al menos, virtudes muy raras, que no deben atribuirse a la ligera. Pocos hombres, y esos solo ocasionalmente, se han elevado a la categoría de modestos; a nadie con diez o veinte años han vuelto sencillo largas guerras, como pueden haber vuelto sencillo a un soldado veterano. Estas virtudes no pueden prodigarse por simple adulación; muchos profetas y hombres rectos han deseado verlas y no las han visto. En cambio, se las usa, con mucha frecuencia y sin ningún juicio, para referir el nacimiento, vida y muerte de muchos hombres ricos. Cuando un periodista quiere describir cómo un político eminente o un hombre de negocios (que vienen a ser la misma cosa) entran en una habitación o andan por la calle, dice siempre: «El señor Midas iba modestamente vestido con un abrigo negro, un chaleco blanco, unos pantalones gris perla, una corbata verde y una sencilla flor en el ojal». Como si alguien hubiera esperado verlo vestido con un traje rojo o unos pantalones de lentejuelas, y con una girándula ardiendo en el ojal. <br /> Pero este método, si ya es bastante absurdo aplicado a la vida cotidiana de la gente de mundo, resulta intolerable cuando se lo aplica, como siempre se hace, a una circunstancia que es seria incluso en la vida de los políticos: la muerte. Cuando nos han dado bastante la lata describiéndonos el sencillo vestuario del millonario, que es tan complicado como cualquier vestido que pudiera ponerse sin parecer loco; cuando nos han hablado de la modesta casa del millonario, que suele ser demasiado inmodesta para llamarse casa; cuando nos lo han dado a conocer por medio de todas estas alabanzas huecas, al final se nos pide que admiremos también su tranquilo funeral. No sé qué otra cosa piensa la gente que puede ser un funeral sino tranquilo. Sin embargo, una y otra vez, esta irritante cantinela de la modestia y la sencillez se entona sobre la tumba de todos esos pobres hombres ricos –sobre la tumba de Beit, sobre la tumba de Whiteley–, por los cuales deberíamos sentir más que nada una inefable piedad. Recuerdo que cuando Beit murió, la prensa dijo que toda la gente importante iba en los coches fúnebres, que los tributos florales fueron suntuosos y espléndidos, pero que, con todo, fue un entierro tranquilo y sencillo. ¿Cómo se pensaban que podía ser, en el nombre de Aqueronte? ¿Creían que habría sacrificios humanos, inmolación en la lápida de esclavas orientales? ¿Que desfilarían bailarinas orientales contoneándose en un paroxismo de lamentación? ¿Que se celebrarían los juegos fúnebres de Patroclo? Temo que esos periodistas carecen de tan magnífico sentido pagano. Temo que solo usaban las palabras «tranquilo» y «modesto» para llenar una página, porque son un recurso de esa hipocresía automática demasiado común entre quienes han de escribir mucho y rápido. La palabra «modesto» será pronto como la palabra «honorable» para los japoneses, que la usan al parecer precediendo toda palabra en frases de cortesía: «Deje el honorable paraguas en el honorable paragüero». En el futuro leeremos que el modesto rey déjase ver con su modesta corona, cubierto de arriba abajo de modesto oro y acompañado por sus diez mil modestos condes, con las espadas modestamente desenvainadas. ¡No! Si tenemos que pagar por el esplendor, permítasenos que lo elogiemos por esplendoroso, no por modesto. La próxima vez que vea a un hombre rico por la calle, pienso abordarlo con exageración oriental. Seguro que echa a correr.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-24431211257360873452010-05-24T23:09:00.001-03:002010-05-24T23:11:38.904-03:00Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «French and English», en All Things Considered<br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ </span><br /><br /> <br /> <br />Es obvio que hay una gran diferencia entre ser internacional y ser cosmopolita. Todas las buenas personas son internacionales. Casi todas las malas personas son cosmopolitas. Si queremos ser internacionales, primero debemos ser nacionales. Que quienes a sí mismos se llaman «amigos de la paz» tengan tan poco peso en las naciones a las que pertenecen se debe en gran medida a que no han reflexionado lo bastante en esta distinción. La paz internacional significa la paz entre las naciones, no la paz después de la destrucción de las naciones, como la paz budista es la paz después de la destrucción de la personalidad. La edad de oro del buen europeo es como el cielo del cristiano, un lugar en el que nos amaremos unos a otros, no como el cielo de los hindúes, un lugar en el que ellos serán unos y otros. Esto podemos verlo de una manera curiosa en el caso del carácter nacional. Creo que estaremos de acuerdo en que cuanto más aprecie y admire un hombre el alma de un pueblo, menos querrá imitarla; será consciente de que hay en ella algo demasiado profundo e indómito para ser imitado. El inglés al que simplemente le guste Francia intentará ser francés; el inglés que de verdad admire Francia se empeñará en seguir siendo inglés. Esto puede observarse muy bien en nuestra relación con los franceses, porque una de las mayores peculiaridades de estos es que todos sus vicios están en la superficie y sus extraordinarias virtudes escondidas. Casi puede decirse que sus vicios son la flor de sus virtudes. <br /> Su obscenidad, por ejemplo, es una manifestación de su afán por sacarlo todo a la luz. La avaricia de sus campesinos demuestra la independencia de sus campesinos. Lo que los ingleses llaman su rudeza en las calles es una cara de su igualdad social. La grave mirada de sus mujeres es la expresión de la responsabilidad de sus mujeres, y cierta inconsciente brutalidad y precipitación con la que se mueven y actúan los hombres, señal de su inagotable y extraordinario valor militar. De todos los países, pues, Francia es el que menos puede admirar un necio superficial. Que el necio odie Francia: si la amara, pronto sería un granuja. La admirará sin duda no solo por cosas poco encomiables, sino sobre todo por cosas que no tiene. Admirará su gracia e indolencia, cuando es el más industrioso de los pueblos. Admirará su romanticismo y fantasía, cuando son las más respetables y adocenadas de las gentes. Este error cometerá el inglés que admire Francia precipitadamente, pero el error que cometa con Francia será leve comparado con el que cometa consigo mismo. Un inglés que dice que le gustan las novelas realistas francesas, que se siente bien en un teatro francés moderno, que no lo impresionan las brutales caricaturas francesas, comete un error muy peligroso para su propia sinceridad. Admira algo que no entiende. Recoge donde no sembró, toma de donde no puso, intenta comer el fruto sin haber trabajado el árbol, quiere recolectar la exquisita cosecha del cinismo francés sin haber labrado el duro pero rico suelo de la virtud francesa. <br /> Todo esto solo lo entenderá un inglés si volvemos las tornas. Imaginemos a un francés que viene de la democrática Francia a vivir en Inglaterra, donde la sombra de las grandes casas cae por doquier y hasta la libertad fue, en su origen, aristocrática. Si el francés viera nuestra aristocracia y le gustara, si viera nuestra arrogancia clasista y le gustara, si él mismo las imitara, todos sabemos lo que sentiríamos. Sentiríamos que ese francés es un bicho repugnante. Imitaría a la aristocracia inglesa, imitaría el vicio inglés. Pero no entendería el vicio que copia: no entendería sobre todo que el vicio es en parte una virtud. No entendería aquellos rasgos del carácter inglés que compensan su aristocratismo y lo hacen humano: su gran amabilidad, su hospitalidad, su inconsciente poesía, su conservadurismo sentimental, que tanto admira a la alta burguesía. El realista francés ve que los ingleses aman a su rey. Pero no comprende que a la vez que es abyecto por adorar a un rey, es casi noble por adorar a un rey sin poder. La impotencia de los soberanos de la casa de Hanover ha elevado al leal súbdito inglés poco menos que a la dignidad de hidalgo jacobita. El francés ve que el criado inglés es respetuoso, pero no comprende que también es irrespetuoso; no sabe que hay una tradición inglesa del criado jocoso y leal que es tan característico como su amo: Caleb Balderstone, Sam Weller;° ve que los ingleses admiran a un noble, pero no tiene en cuenta que lo admiran más cuando no se comporta como un noble. A los ingleses les gustan los nobles inconscientes y amables: el siervo puede ser humilde, pero el amo no debe ser soberbio. El noble representa la vida como a ellos les gustaría disfrutarla, y uno de los goces que más sinceramente desean que represente es el de la generosidad, el de repartir dinero a manos llenas o, por usar el noble término medieval, el de la largueza... el placer de la largueza. Por eso nos dice un cochero que no somos unos caballeros cuando le damos solo lo justo. No solamente herimos su bolsillo, sino también su alma. Herimos su ideal. Defraudamos su idea del perfecto aristócrata. Sé que esto es muy sutil y escurridizo, y que en el amor que los ingleses profesan a los señores es muy difícil distinguir lo que es una especie de vicaria nobleza del mero servilismo. A los franceses le costará mucho distinguirlo. Creerán que es simple servilismo y si lo adoptan serán unos siervos. Por lo mismo deben de creer los ingleses (al principio) que la franqueza francesa es simple grosería. Y si la adoptan serán unos groseros. Son rasgos del carácter nacional difíciles de comprender. Se requieren largos años de paz y abundancia, el lento crecimiento de los grandes parques, el curado de las vigas de roble, el oscuro envejecimiento del vino tinto en sótanos y bodegas, todo el ocio y toda la vida de Inglaterra durante varios siglos, para que al final se produzca el generoso y genial fruto del aristocratismo inglés. Y se requieren revueltas y barricadas, cantos callejeros y hombres andrajosos que mueran por una idea, para que se produzca y se justifique la terrible flor de la indecencia francesa. <br /> Hace poco estuve en París y fui con un amigo inglés a un teatro en el que representaban, en rápida sucesión, una serie de brillantísimas obras teatro francesas de unos veinte minutos de duración. Todas eran de grandísimo efecto, pero una lo era a tal extremo que cuando salimos del teatro mi amigo y yo nos peleamos y casi tuvo que intervenir la policía. La idea de la obrita era mostrar cómo reaccionan los hombres en un naufragio o en un desastre naval, cómo se desesperan, gritan, luchan unos contra otros sin objeto y solo movidos por el odio. A esto se añadía una escena llena de esa horrible ironía que empezó con Voltaire, en la que un gran político pronunciaba un discurso en el que hablaba de los fallecidos como de héroes muertos en un abrazo fraternal. Cuando mi amigo y yo salimos del teatro, dijo él, como habría dicho un francés, pues llevaba mucho tiempo viviendo en París: «¡Qué admirable drama! ¿No te parece estupendo?». «No», le contesté yo, tomando en la medida que pude la tradicional actitud de John Bull en las viñetas de Punch.° «No es estupendo. Quizá es absurdo, y si lo es, no me importa. Pero si no es absurdo, si tiene un sentido, el sentido es este: que bajo su apariencia caballeresca los hombres no son más que unos animales, unos animales acorralados. No conozco mucho a la humanidad, menos aún a la humanidad que habla francés, pero sí sé cuándo una cosa está hecha para elevar el ánimo y cuándo para deprimirlo. Sé queCyrano de Bergerac (comedia en la que los actores hablan incluso más rápido) fue hecho para infundir ánimos. Y sé que eso está hecho para abatirlos.» «Esa visión del arte sentimental y moral», empezó a decir mi amigo, y yo lo atajé de manera fulminante: «Déjame que te diga lo que Jaurès le dijo a Liebknecht en el congreso socialista: “Tú no has muerto en las barricadas”. Tú eres un inglés, como yo, y debes ser tan amable como yo. Esta gente tiene cierto derecho a ser terrible en arte porque ha sido terrible en política. Pueden sufrir torturas falsas en el escenario porque en las calles han sufrido torturas reales. Han padecido por la democracia, han padecido por el catolicismo. Para ellos puede ser natural padecer por la literatura. ¡Pero, por Dios, para mí no lo es en absoluto! Y lo peor de todo es que yo, que soy un inglés y me gusta la tranquilidad y el orden, deba sentirme tranquilo viendo estas cosas. Los franceses no buscan aquí tranquilidad, sino tumulto. Este pueblo inquieto quiere estar siempre en un estado de constante tensión revolucionaria. Los franceses, que aman las revoluciones, pueden hallar estimulante el ver a la humanidad humillada. ¡Pero no quiera Dios que dos ingleses amantes del placer se deleiten nunca en ello!»Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-6004501867445504452010-05-13T22:19:00.002-03:002010-05-13T23:58:20.017-03:00Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Cockneys and their jokes»,en All Things Considered <br /></span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br /><br />Un escritor del Yorkshire Evening Post está enfadadísimo conmigo por lo que escribo en esta columna. Su reproche reza literalmente: «El señor G.K. Chesterton no es un humorista: ni siquiera es un humorista cockney». No me importa que diga que no soy un humorista –en lo que, a decir verdad, tiene razón–, pero me molesta que diga que no soy cockney.° Admito que la envenenada flecha da en el blanco. Si un escritor francés dijera de mí: «No es un metafísico: ni siquiera es un metafísico inglés», podría tolerar que insulte mi metafísica, pero no que insulte a mi patria. No afirmo, pues, que soy un humorista, pero sí insisto en que soy cockney. Si fuera un humorista, sería desde luego un humorista cockney; si fuera un santo, sería desde luego un santo cockney. No enumeraré el magnífico catálogo de santos cockneys que han escrito su nombre en las iglesias de nuestra noble y vetusta ciudad. No importunaré al lector con la larga lista de humoristas cockneys que han pagado sus cuentas (o dejado de pagarlas) en las tabernas de nuestra noble y vetusta ciudad. Podemos llorar la pena del pobre ciudadano de Yorkshire, cuyo condado no ha producido jamás ningún humor que no sea inteligible para el resto del mundo. Y podemos sonreír cuando dice de alguien que «ni siquiera» es un humorista cockney, como Samuel Johnson o Charles Lamb. Es de sobra evidente que el mejor humor de nuestra lengua es humor cockney. Chaucer era cockney; vivía cerca de la Abadía. Dickens era cockney; decía que no podía pensar sin las calles de Londres. En las tabernas de Londres se oyeron siempre las más originales y sabrosas conversaciones, las de Ben Johnson en el Mermaid o las de Sam Johnson en el Cock. Incluso en nuestros días puede observarse que el humor más vivo y genuino sigue escribiéndose en Londres. Así la amable y humana ironía que caracteriza los estudios del señor Pett Ridge de nuestras grises callecitas. Así el sencillo pero estupendo humor de los mejores relatos del señor W.W. Jacobs que describen la niebla y el centellear del Támesis. Sí; reconozco que no soy un humorista cockney; reconozco que no merezco serlo. Puede que algún día, después de vivir tristes y agotadoras vidas en el más allá, después de pasar por arduas y apocalípticas encarnaciones, en algún peregrino mundo allende las estrellas, llegue por fin a ser un humorista cockney. En ese paraíso potencial pasearé con los humoristas cockneys, si no como un igual, al menos como un camarada. Podré sentir por un momento en mi hombro la mano cordial de Dryden y recorrer los laberintos de la afable demencia de Lamb. Pero eso solamente podría ocurrir si yo fuera no solo más inteligente, sino también mucho mejor de lo que soy. Antes de llegar a esa esfera tendré que haber dejado atrás la esfera en la que moran los ángeles e incluso aquella reservada en exclusiva para los de Yorkshire. <br /> Sí, aquí se ataca a Londres por su mejor cualidad. Londres es la más grande de las grandes ciudades modernas; es la más contaminada, la más sucia, la más sombría, la más miserable, si se quiere. Pero también es sin duda la más divertida. Se podrá alegar que es la más trágica; no por ello deja de ser la más cómica. En el peorísimo de los casos somos unos hipócritas del humor. Disimulamos nuestra pena con carcajadas estridentes. Se habla de los que ríen entre lágrimas; nosotros presumimos de ser los únicos que lloramos entre risas. Siempre tendremos ese gran orgullo, que es quizá el mayor orgullo que le es dado al ser humano. El gran orgullo, a saber, de que los más infelices de nuestros ciudadanos son también los que más ríen. El pobre puede olvidar este problema social que nosotros (los moderadamente ricos) nunca debemos olvidar. Bendito sean los pobres; pues son los únicos que no tienen siempre presentes a los pobres. El pobre honrado puede a veces olvidar la pobreza. El rico honrado nunca. <br /> Creo firmemente en el valor de las ideas vulgares, sobre todo en el de los chistes vulgares. Quien oye un chiste vulgar puede tener la seguridad de que ha oído un concepto sutil y espiritual. Los hombres que inventan chistes ven algo profundo que no pueden expresar sino con algo tonto y rotundo. Ven algo delicado que solo pueden expresar con algo indelicado. Recuerdo que el señor Max Beerbohm (que tiene todos los méritos menos el de la democracia) probó a analizar los chistes que hacen gracia a la gente. Los clasificó en tres categorías: chistes sobre humillaciones físicas, chistes sobre cosas ajenas, como los extranjeros, y chistes sobre el queso podrido. El señor Max Beerbohm creyó entender los dos primeros tipos; pero yo no estoy tan seguro. Para entender el humor vulgar no basta con tener sentido del humor. Hay que ser también vulgar, como yo. En el primer caso está claro que no es el simple hecho de que algo salga malparado lo que nos hace reír (como espero que nos haga reír) cuando vemos a un primer ministro sentándose en su sombrero. Si así fuera, nos reiríamos siempre que viéramos un funeral. No reímos por el mero hecho de que algo caiga; nada hay risible en que caigan las hojas o en que el sol decline. No nos reímos cuando se nos derrumba la casa. Todas las aves del cielo podrían caernos alrededor cual perpetua granizada sin arrancarnos una sonrisa. Si nos preguntamos seriamente por qué reímos cuando vemos a un hombre caerse en la calle, descubriremos que la razón no es solo recóndita, sino últimamente religiosa. Todos los chistes sobre personas que se sientan en su sombrero son en el fondo chistes teológicos; tienen que ver con la doble naturaleza del hombre. Se refieren a la elemental paradoja de que el hombre es superior a todas las cosas y sin embargo está a merced de ellas. <br /> Igual de sutil y espiritual es la idea que subyace a la risa motivada por lo extranjero. Tiene que ver con la casi torturadora verdad de algo que es y no es como uno mismo. Nadie ríe de lo que es completamente extraño; nadie ríe de una palmera. Pero sí hace gracia ver la familiar imagen de Dios disfrazada de francés con barba negra o de negro con tez oscura. Ninguna gracia tienen los sonidos enteramente inhumanos, el ulular de las fieras o del viento. Pero que un ser humano empiece a hablar como nosotros pero con sílabas diferentes nos hará mucha gracia si somos también seres humanos, aunque reprimamos las ganas de reír si somos bien educados. <br /> El señor Max Beerbohm, recuerdo, asegura comprender las dos primeras formas de ingenio popular, pero dice que la tercera lo desconcierta. No puede ver qué tiene de gracioso el queso podrido. Se lo diré ahora mismo. No capta la idea porque es sutil y filosófica, y él buscaba algo tonto y superficial. El queso podrido da risa porque es (lo mismo que el extranjero o el hombre que se cae) un ejemplo típico del paso o trascendencia de un gran límite místico. El queso podrido simboliza la conversión de lo inorgánico en lo orgánico. Simboliza el maravilloso prodigio de la materia que cobra vida. Simboliza el origen de la vida misma. Y únicamente de cosas tan serias como el origen de la vida condesciende la democracia a reírse. De ahí, por ejemplo, los chistes democráticos sobre el matrimonio; porque el matrimonio es parte de la humanidad. En cambio, del amor libre jamás se dignará reír la democracia, porque el amor libre es simple mojigatería. <br /> De hecho, se convendrá en que los chistes populares son falsos en la letra, pero verdaderos en el espíritu. Por decirlo paradójicamente, el chiste vulgar refleja la verdad pero no la realidad. Por ejemplo, no es verdad que las suegras sean insufribles y dominantes; la mayoría son abnegadas y serviciales. Todas las suegras que yo he tenido eran personas maravillosas. Y, sin embargo, la imagen que dan de ellas los periódicos satíricos es profundamente verdadera. Apunta al hecho de que es mucho más difícil ser una buena suegra que ser bueno en cualquier otra clase de relación humana. Las caricaturas pintan a la peor de las suegras como un monstruo, para decir que ser la mejor es muy difícil. Lo mismo vale para los clásicos chistes de esposas hurañas y maridos calzonazos. Son una gran exageración, pero una exageración de la verdad; por lo mismo que todo el moderno clamor sobre las mujeres oprimidas son exageraciones de una mentira. Si leemos incluso al mejor de los intelectuales de hoy, veremos que dice que en la masa democrática la mujer es una pertenencia de su señor, como el baño o la cama. Pero si leemos la literatura humorística de la democracia, veremos que el señor se esconde bajo la cama huyendo de la ira de su pertenencia. Esto no es la realidad, pero sí está mucho más cerca de la verdad. Todo hombre casado sabe de sobra no solo que no considera a su mujer una pertenencia, sino que ningún hombre puede verosímilmente haberlo hecho nunca. El chiste plasma una verdad última, una verdad sutil. Y que no es fácil de decir correctamente. Quizá lo más correctamente que se puede decir es declarando que incluso cuando mejor lleva puestos los calzones, sabe el hombre que es un calzonazos. <br /> Pero los periódicos satíricos populares son tan sutiles y verdaderos que resultan hasta proféticos. Si de verdad queremos conocer el futuro de nuestra democracia, no leamos las profecías modernas, no leamos ni siquiera las utopías del señor Wells, aunque desde luego debemos leerlas si apreciamos a los hombres de bien y a los buenos ingleses. Si queremos saber lo que pasará con nuestra democracia, estudiemos las páginas de Snaps o dePatchy Bits como si fueran las negras tablas de los oráculos divinos. Pues, por humildes y groseras que sean, reflejan, y lo digo muy en serio, lo que no refleja ninguna de las utopías y conjeturas sociológicas actuales: las costumbres y deseos verdaderos de los ingleses. Si de verdad queremos saber qué acabará siendo la democracia, no lo sabremos leyendo la literatura que estudia al pueblo, sino la literatura que el pueblo estudia. <br /> Pondré dos ejemplos al azar en los que se ve que el chiste común o cockney fue mucho más profético que las concienzudas observaciones del más sesudo observador. Cuando antes de las últimas elecciones generales estaba Inglaterra agitada por la cuestión de la mano de obra china, hubo una clara diferencia entre el tono de los políticos y el tono del pueblo. Los políticos que condenaban la mano de obra china se cuidaban muy bien de explicar que de ningún modo desaprobaban a los chinos mismos. Según ellos, era una cuestión de pura legalidad, de si ciertas cláusulas del contrato de aprendizaje eran compatibles con nuestras tradiciones constitucionales: según ellos, habría sido lo mismo si hubieran sido negros o ingleses. Todo parecía maravillosamente lúcido e ilustrado, y en comparación con ello, el humor popular resultaba, claro está, muy pobre. Pues el humor popular criticaba a los trabajadores chinos simplemente porque eran chinos; era un tipo de ataque a lo extraño, a lo extranjero; los periódicos populares hacían mil burlas de las coletas y las caras amarillas. Parecía que los políticos liberales se oponían a un dudoso documento del Estado, y que el pueblo radical simplemente se desternillaba con risa tonta de los chinos. Pero el instinto popular tenía razón, porque los vicios denunciados eran vicios chinos. <br /> El segundo ejemplo es más amable y más a la moda. Los periódicos populares insistían en representar a la «nueva mujer sufragista» como una mujer fea, gorda, con gafas, mal vestida, y cayéndose casi siempre de una bicicleta. Hablando en puridad, no hay ni pizca de verdad en eso. Las líderes del movimiento por la emancipación de la mujer no son feas en absoluto, la mayoría son muy bien parecidas. Ni son tampoco indiferentes al arte del bien vestir; muchas de ellas son alarmantemente aficionadas a él. Pero el instinto popular no se equivocaba. Porque el instinto popular veía en ese movimiento, con o sin razón, un elemento de indiferencia a la dignidad de la mujer, de una novísima voluntad de las mujeres de ser grotescas. Esas mujeres desprecian realmente la mayestática condición de la mujer. Y en nuestras calles y en torno a nuestro parlamento hemos visto a la majestuosa mujer de arte y cultura convertirse en la risible mujer del Comic Bits. Y creamos o no justificable la exhibición, la profecía de los periódicos satíricos sí está justificada: las sanas y vulgares masas eran conscientes de que un enemigo oculto de nuestras tradiciones ha salido hoy a la luz, de que las escrituras podrían cumplirse. Pues lo que más odia en el mundo una persona sana es una mujer que no es digna y un hombre que lo es.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-17407337940299812802010-05-09T18:54:00.002-03:002010-05-09T19:21:52.580-03:00El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON<span style="font-weight:bold;">El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON</span><br /> <br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «The vote and the House», <br />en All Things Considered</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/<br /> </span><br /> <br /> <br />A muchos nos pedirán pronto el voto, supongo, y algunos hasta lo pediremos. Nada me inducirá a decir para qué partido lo pediré yo, aunque sí afirmo que será casualmente para el único partido por el que un patriota con elevados principios y espíritu cívico puede mostrar siquiera un momentáneo interés. Sobre la cuestión misma de pedir el voto, en cambio, sí creo que podemos opinar, pues es una cuestión imparcial. Las normas por las que debe regirse un agente electoral las conocerá bien todo aquel que alguna vez lo haya sido. Figuran impresas en la tarjetita que lleva consigo y pierde. Una de esas normas creo que le prohíbe convidar a los electores a comer o a beber. Por muy hospitalario que se sienta con ellos en sus casas, jamás debe llevarles de almorzar. No debe sacar chuletas de ternera del bolsillo del frac, ni esconder en su persona huevos escalfados, ni extraer patatas asadas del sombrero como si fuera una especie de prestidigitador. En suma, el agente electoral no debe alimentar al elector de ninguna de las maneras. Si a este le está permitido alimentar a aquel, invitarlo a chuletas de ternera y a patatas asadas, es un artículo de ley sobre el que nunca he podido informarme. Cuando yo pedía el voto a un señor, me sentía a veces tentado de preguntarle si sabía de alguna norma que le impidiese invitarme a comer o a beber; pero era una pregunta delicada. Su actitud parecía a veces darme a entender que dudaba si me habría invitado, aunque hubiera podido. Pero seguro que hay electores a los que interesa saber si existe alguna ley que les prohíba sobornar a un agente electoral. Podrían sobornarlo para que se fuera. <br /> La segunda norma que figuraba impresa en la tarjetita vedaba al agente inducir a nadie a hacerse pasar por elector. Ignoro lo que significa. Que sea vestirse como un elector medio parece algo vago. Por lo que yo sé, no hay ningún uniforme con chaleco cívico y bigote patriótico claramente reconocible. Esto sería como lo que hizo un amigo mío rico, que fue a un baile de disfraces disfrazado de caballero. O quizá se refiere a la práctica de hacerse pasar por un elector en concreto. El agente penetra sigilosamente en la casa de su cómplice con una bolsa, de la que saca un par de bigotes blancos y un monóculo capaces de dar a la más corriente de las personas un sorprendente parecido con el coronel que vive en el número 80. O bien le planta la larga nariz y la calva cabeza que harán creer que se trata del mismísimo profesor Budger. No voy a imponerme la tarea de aclarar la cuestión. Solamente puedo decir que, cuando yo era agente electoral, la tarjetita me prohibía, con la mayor seriedad y autoridad, inducir a nadie a hacerse pasar por elector: y con la mano en el pecho afirmo que nunca lo hice. <br /> La tercera prohibición que figuraba en la tarjetita me parecía a mí que, interpretada literalmente, minaba los fundamentos mismos de nuestro sistema político. Decía que «no debíamos dirigir al elector ningún tipo de amenazas». Es indudable que se refería a las amenazas de carácter personal e ilegítimo, como en el caso de que un candidato con dinero amenace con subir todos los alquileres o erigirse una estatura a sí mismo. Pero tal como está expresada, parece abarcar también esas amenazas generales de desastre para toda la comunidad que son el principal argumento del debate político. Cuando un agente electoral dice que si el candidato de la oposición gana será la ruina del país, está haciendo al elector amenazas muy claras. Cuando el librecambista dice que si se aplican aranceles los ciudadanos de Brompton o Bayswater caminarán a gatas comiendo hierba, está amenazándolos. Cuando el partidario de la reforma arancelaria dice que si el librecambio dura un año más la catedral de Saint Paul será una ruina y Ludgate Hill quedará más despoblada que Stonehenge, también está amenazando. ¿Y qué gracia tiene ser reformador arancelario si no se puede decir eso? ¿Qué sentido tiene ser político o parlamentario si no podemos decirle al pueblo que si el otro llega al poder, Inglaterra será invadida y esclavizada al instante, correrá la sangre Strand abajo y todas las damas inglesas serán arrastradas a los harenes? Pues todo esto son, al fin y al cabo, amenazas. <br /> Es hoy opinión de la mayoría de las personas refinadas que se abusa de la práctica de pedir el voto. Del mismo modo es opinión de la mayoría de las personas refinadas (generalmente las mismas personas refinadas) que se abusa de la práctica de entrevistar a famosos. A mí me parece muy curioso que ese refinado mundo reserve toda su indignación para estas dos actividades, que comparativamente son inocentes y honradas. Hay mucha corrupción e hipocresía en nuestros políticos; casi lo más limpio que hay en ese sucio mundo es pedir el voto. Un hombre no tiene derecho a «comprar» un distrito electoral con enérgicas obras de caridad, prodigando parques y bibliotecas, abriendo vagas perspectivas de futura benevolencia; todo eso, que se hace impunemente, es soborno, ni más ni menos. Pero sí tiene derecho a pedirle educadamente a otro hombre libre que vote por él. Se puede pedir, dar o rechazar la información sin que ninguna de las dos partes pierda un ápice de dignidad, lo que no se puede decir de los parques. Lo mismo vale para el caso de las entrevistas. En un mundo en el que hay laberintos de hipocresía como es el periodismo, las entrevistas son lo más sencillo y sincero que hay. El agente electoral, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. Puede ser cargante, pero es casi lo más franco y limpio que puede hacer. Y el entrevistador, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. De nuevo puede ser cargante; pero de nuevo es casi lo más franco y limpio que puede haber. En cambio, el resto de las prácticas cínicas de nuestro periodismo, que son reales y sistemáticas, quedan impunes y aun pasan desapercibidas: los móviles económicos de la política, los carteles engañosos, la supresión de cartas de reclamación justas... Se pueden decir cosas sobre otros que son infames mentiras, pero se leen tranquilamente. En cambio, que alguien diga algo sobre sí mismo a un entrevistador parece imperdonablemente vulgar. El periódico puede dar una imagen falsa o mala de nosotros y no pasa nada; pero que nosotros demos nuestra propia imagen es de mal gusto. El gran error en ambos casos es que las personas refinadas critican la política y el periodismo por ser vulgares. Claro está que la política y el periodismo pueden ser vulgares. Pero eso no es lo peor que tienen. Hay tantas cosas malas en ambos que, por una vez, el que sean vulgares es lo mejor. Por lo menos es una vulgaridad ruidosa; el gran peligro es ese silencio que siempre envuelve la corrupción. La persuasión verbal en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional; lo absolutamente pernicioso es la persuasión callada. <br /> Que la Cámara de los Comunes no dé cabida a todos los representantes es un excelente ejemplo de lo que llamamos anomalías de la Constitución inglesa, así como es un excelente ejemplo, creo yo, de lo altamente indeseables que dichas anomalías son. La mayoría de los ingleses dicen que no tiene importancia; no se avergüenzan de ser ilógicos; se enorgullecen de ser ilógicos. Lord Macaulay (típico inglés romántico, poético, racista) dijo que él no votaría por suprimir una anomalía que no constituyera también un agravio para alguien. Lo mismo dicen muchos otros románticos ingleses con igual firmeza. Se jactan de nuestras anomalías; se jactan de nuestra falta de lógica; dicen que eso demuestra lo muy prácticos que somos. Se equivocan de medio a medio. Lord Macaulay, en este asunto como en otros, se equivoca de medio a medio. Las anomalías son muy serias y hacen mucho daño; las abstracciones ilógicas son muy serias y hacen mucho daño. Y eso por una razón que cualquiera que tenga cierto conocimiento de la naturaleza humana puede entender. Todas las injusticias empiezan en la mente. Y la anomalías habitúan a la mente a lo irracional y a lo falso. Supongamos que por alguna ley prehistórica tengo poder para obligar a todos los habitante de Battersea a cabecear tres veces antes de levantarse de la cama. Los políticos prácticos dirán que este poder es una anomalía inofensiva; que no constituye ningún agravio. No perjudica a mis súbditos ni me beneficia a mí. Los ciudadanos de Battersea, dirán, podrían someterse a ello sin peligro. Pero los ciudadanos de Battersea no se someterían a ello sin peligro, por todo eso. Si durante cincuenta años los he obligado a mover la cabeza, con mucha mayor facilidad podría acabar cortándosela. Porque habrían inculcado en sus mentes la creencia de que mi poder fantástico e irracional era algo natural. Habrían vivido habituándose a la locura. <br /> Y es que para que los hombres combatan la injusticia no solo es necesario que crean que la injusticia es desagradable; han de creer también que es absurda; han de creer que es sorprendente. Han de ser capaces de un asombro virgen. Esto explica el curioso hecho que debe de chocar a mucha gente cuando piensa en la relación entre filosofía y reforma. El hecho, quiero decir, de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Visto superficialmente, uno pensaría que el que se queja será el que reforme; que el que piensa que todo está mal será el que lo arregle todo. La experiencia histórica demuestra que ocurre lo contrario; que, curiosamente, son las personas que piensan que las cosas están bien como están las que en realidad las mejoran. El optimista Dickens reformó más cosas que el pesimista Gissing. Un hombre como Rousseau tiene una idea de la naturaleza humana de lo más halagüeña, pero trajo una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son desoladoras; pero es un conservador y desea que sigan igual. Un hombre como Godwin cree que en la vida hay que ser amables, pero es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que en la vida hay que ser crueles, pero es un tory. Los hombres que cambian las cosas empiezan siempre amando las cosas. Y la explicación del éxito del reformador optimista, del fracaso del reformador pesimista, es, después de todo, muy sencilla: el optimista ve lo malo no solo con indignación, sino también con asombro. Cuando el pesimista ve una iniquidad, piensa que no es sino una iniquidad más de la existencia. Los tribunales de justicia no tienen remedio... como la humanidad. La Inquisición es abominable... como el universo. En cambio, el optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, que lo impulsa a la acción. Lo injusto puede enfadar al pesimista, pero solo sorprenderá al optimista. <br /> El mismo efecto producen las anomalías en una mente lógica. El pesimista reacciona ante lo malo (como Lord Macaulay) únicamente si constituye un agravio. El optimista reacciona también porque es anómalo, porque contradice su idea de cómo han de funcionar las cosas. Y no carece de importancia, sino, muy al contrario, tiene la máxima importancia, el que las cosas, en política y en todo, sean lúcidas, explicables y defendibles. Cuando uno se acostumbra a lo irracional, la injusticia deja pronto de sorprenderlo. Cuando uno se familiariza con lo anómalo, puede ver hasta qué punto es un agravio, hasta qué punto es grave; pero pronto deja de ver hasta qué punto es extraño. Pongamos el ejemplo mencionado más arriba, aunque solo sea porque es excelente, esto es, el de los escaños, o más bien la falta de escaños, de la Cámara de los Comunes. Puede que sea verdad que ni en las mejores condiciones podrían estar todos los miembros. Puede que la asistencia plena nunca se dé. Pero ¿quién sabe en qué medida ha influido en dejar a miembros fuera esa tranquila asunción de que se quedarían fuera? ¿Cómo podemos esperar de nadie que contribuya a la plena asistencia si sabe que en realidad está prohibida? ¿Cómo pueden los hombres que forman la Cámara hacer su deber sensatamente cuando los hombres que la construyeron no hicieron el suyo también sensatamente? Si la trompeta emite un sonido dudoso, ¿quién se preparará para la batalla? ¿Y qué pasa si la trompeta dice: «Te ordeno, por tu amor al rey y a la patria, que asistas al consejo; pero sé que no podrás»?Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-69023754823323675752010-05-06T00:12:00.002-03:002010-05-06T00:21:11.101-03:00Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON</span><br /> <br /><span style="font-style:italic;">Título original: «On running after one’s hat»,<br />en All Things Considered </span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/<br /> </span><br /> <br /> <br />Siento casi una envidia rabiosa al oír que Londres se ha inundado en mi ausencia, estando yo en el campo. Tengo entendido que Battersea, mi barrio, ha sido especialmente favorecido por las aguas. Si Battersea ya era, huelga decirlo, la más bonita de las localidades, ahora que goza del adicional esplendor de los grandes mantos de agua, mi romántica ciudad debe de resultar un paisaje (una marina) incomparable. Battersea debe de ser una visión de Venecia. La barca que transporta la carne del matadero debe de haber surcado aquellas calles de ondeante plata con la rara suavidad de una góndola. El verdulero que lleva coles a la esquina de Latchmere Road debe de haberse inclinado sobre el remo con la gracia sobrenatural de un gondolero. No hay nada tan poético como una isla; y cuando un barrio se inunda se convierte en un archipiélago. <br /> Algunos reputan esta romántica contemplación de inundaciones o incendios algo falta de realismo. Pero en realidad esta contemplación romántica de tales fenómenos es tan pragmática como cualquier otra. El optimista que ve en ellos una ocasión de disfrutar es tan lógico y mucho más sensato que el «indignado contribuyente» que ve una ocasión de quejarse. El verdadero dolor, el de ser quemado en la hoguera o el de muelas, por ejemplo, es algo real; podemos soportarlo pero difícilmente disfrutarlo. Aunque, después de todo, las muelas no suelen dolernos y, en cuanto a ser quemados en la hoguera, es cosa que nos ocurre muy de tarde en tarde. La mayoría de las circunstancias que hacen a los hombres maldecir y a las mujeres llorar son circunstancias sentimentales o imaginarias, cosas puramente mentales. Por ejemplo, a menudo oímos a personas adultas quejarse de tener que esperar un tren yendo y viniendo por la estación. ¿Se ha quejado alguna vez un niño de tener que esperar un tren yendo y viniendo por una estación? No; porque para él una estación es como una caverna llena de maravillas y un palacio lleno de poéticos placeres. Porque para él la luz roja y la luz verde de la señal son como un nuevo sol y una nueva luna. Porque para él el travesaño que cae de pronto es como el bastón del rey que da la señal para que comience un estrepitoso torneo de trenes. Yo mismo tengo hábitos infantiles en estas cosas. También valen para quienes simplemente están quietos y esperan el tren de las dos quince. Sus meditaciones pueden ser muy ricas y fructíferas. Muchas de mis más inspiradas horas las he pasado en Clapham Junction, que ahora estará, supongo, bajo agua. Muchas veces he estado allí de un ánimo tan místico y absorto que el agua podría haberme llegado a la cintura sin darme plena cuenta de ello. Pero en el caso de todas estas molestias, como he dicho, todo depende de nuestro estado emocional. Podemos tranquilamente aplicar el mismo criterio a casi todos los comúnmente considerados típicos fastidios de la vida diaria. <br /> Por ejemplo, se tiene la impresión de que correr tras el sombrero es algo feo. ¿Por qué había de ser feo para una mente piadosa y cabal? No simplemente por tener que correr, que cansa. Corremos más veloces en juegos y deportes. Corremos más impetuosamente tras una insignificante pelota de cuero que tras un lindo sombrero de seda. Pensamos que correr tras el sombrero es humillante; y cuando decimos que es humillante, queremos decir que es cómico. Ciertamente lo es; pero el hombre es una criatura harto cómica, y muchas de las cosas que hace son cómicas, comer, verbigracia. Y lo más cómico de todo es precisamente aquello que más merece la pena hacer, como el amor. Correr tras un sombrero no es ni la mitad de ridículo que correr tras una esposa. <br /> Pues bien: si supiéramos tomárnoslo bien, podríamos correr tras el sombrero con el más viril de los ardores y el más sublime de los júbilos. Podríamos considerarnos joviales cazadores persiguiendo un animal salvaje, pues ningún animal puede ser más salvaje. De hecho, me inclino a creer que la caza del sombrero en días de viento será el deporte de las clases altas en el futuro. Habrá encuentros de damas y caballeros en cotas altas en mañanas de fuerte viento y se les dirá que el personal de marras ha soltado un sombrero en tal o cual matorral, o como técnicamente se llame. Obsérvese que esta práctica aunará en sumo grado lo deportivo con lo humanitario. Los cazadores sabrán que no están infligiendo dolor. Mejor dicho, sabrán que están proporcionando placer, un placer intenso, casi salvaje, a las personas que los estén viendo. Hace poco vi en Hyde Park a un anciano señor correr tras su sombrero y le dije que un pecho tan bondadoso como el suyo debía sentirse henchido de paz y gratitud al pensar cuánto placer sincero estaban dando en aquel momento a la multitud sus gestos y movimientos corporales. <br /> El mismo principio puede aplicarse a todos los demás cuidados típicos de la vida diaria. Solemos creer que sacar una mosca de la leche o un trocito de corcho del vaso de vino es motivo bastante para irritarnos. Pensemos por un momento en la paciencia de esos pescadores que se sientan al borde de oscuros estanques, y veremos como nos invade el alma un sentimiento de paz y gratitud. También he conocido a gente de mentalidad muy moderna que, llevada de la angustia, usaba términos teológicos a los que no conceden significado doctrinal alguno, simplemente porque un cajón se había atrancado y no podían abrirlo. Un amigo mío sufría especialmente por esto. Todos los días se le atrancaba el cajón, y en consecuencia todos los días soltaba por aquella boca. Yo le hice notar que esa sensación de agravio era subjetiva y relativa; que descansaba enteramente sobre la premisa de que el cajón podía y debía abrirse fácilmente. «Pero», añadí, «si te imaginas luchando contra algún enemigo poderoso y opresivo, la cosa te resultará emocionante en lugar de exasperante. Figúrate que estás en el mar tirando de un bote salvavidas. Figúrate que estás sacando a un compañero de la grieta de un glaciar alpino. Figúrate que has vuelto a tu niñez y estás halando de la cuerda en una competición entre franceses e ingleses.» Al poco de decirle esto me despedí; pero no dudo de que mis palabras dieron el mejor fruto. No dudo de que todos los días de su vida mi amigo se agarra al tirador de ese cajón con el rostro y los ojos inflamados en ardor guerrero, y se da voces de ánimo y se figura oyendo en torno el clamor y los aplausos de un público. <br /> No pienso, pues, que sea completamente absurdo o increíble suponer que también las inundaciones de Londres pueden ser vistas y disfrutadas de una manera poética. Parece que no han causado nada más que molestias; y las molestias, como he dicho, son solo un aspecto, el aspecto menos imaginativo y más accidental de unas circunstancias realmente románticas. Una aventura no es más que una molestia bien considerada. Una molestia no es más que una aventura mal considerada. Si acaso, las aguas que rodean las casas y comercios de Londres no han hecho sino aumentar el hechizo y la maravilla que ya tenían. Pues, así como el sacerdote católico romano del chiste dijo: «El vino va bien con todo menos con agua», así nosotros podemos decir: «El agua va bien con todo menos con vino».Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-49469551214673144952010-04-28T14:03:00.000-03:002010-04-28T14:06:55.532-03:00En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «The case for the ephemeral»,<br />en All Things Considered <br /><br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br /><br />No puedo entender a la gente que se toma en serio la literatura; pero puedo amarla y la amo. Por eso le recomiendo que no coja este libro. Es una colección de papeles rudimentales e informes sobre temas de actualidad, temas corrientes o más bien volantes, que han de ser publicados tal como están. En general, los escribí en el último momento, los entregué justo antes de que fuera demasiado tarde y no creo que los cimientos de nuestro estado de bienestar se hubieran estremecido de haberlo hecho justo después. Ahí van ahora con todas sus imperfecciones, que más bien son las mías; pues sus defectos son tan vitales que no los enmendarían unos tachones, ni nada que yo pueda imaginar, salvo la dinamita. <br /> Su principal defecto es que suelen ser muy graves: no tuve tiempo de aligerarlos. ¡Es tan fácil ser solemne! ¡Es tan difícil ser frívolo! Cierre el sincero lector los ojos unos momentos y pregúntese, ante el tribunal de su conciencia, qué preferiría que le pidieran escribir en las siguientes dos horas, si la portada del Times, que está llena de largos artículos serios, o la del Tit-Bits, que está llena de chistes cortos.° Si el lector es la persona honrada y cabal que yo creo que es, se apresurará a contestar que, al pronto, antes preferiría escribir diez artículos para elTimes que un solo chiste para el Tit-Bits. Hablar con responsabilidad, la responsabilidad profunda y prudente, es lo más fácil del mundo; todo el mundo puede hacerlo. Por eso se meten a políticos tantos hombres cansados, viejos y ricos. Son responsables porque no les queda energía mental para ser irresponsables. Es más digno estarse tranquilamente sentado que ponerse a bailar. También es más fácil. En estas páginas yo me mantengo en general al nivel del Times y solo ocasionalmente me elevo al del Tit-Bits. <br /> Retomo la defensa de este libro indefendible. Estos artículos tienen otra pega, fruto de la urgencia con la que fueron escritos: son prolijos y rebuscados. Uno de los inconvenientes de la prisa es que lleva mucho tiempo. Si tengo que estar en High-gate hoy, quizá pueda ir por el camino más corto. Si tengo que estar ahora mismo, mejor será que vaya por el más largo. En estos ensayos (ahora que los releo) noto que me irrito tremendamente a mí mismo por no ir al grano más deprisa; pero es que no tuve tiempo de correr. Hay algunos casos exasperantes en los que empleo dos o tres páginas para describir un concepto cuya esencia podría expresarse con un epigrama; solo que no había tiempo para epigramas. No me arrepiento ni de una coma de lo aquí manifestado; pero sí creo que podría haberlo manifestado de una manera mucho más breve y exacta. Por ejemplo, late en estas páginas una especie de protesta contra los escritores que se jactan de novedosos. Se precian de que su filosofía del universo es la última filosofía, o la nueva filosofía, o la filosofía avanzada y progresista. Digo muchas cosas contra un mero modernismo. Con la palabra «modernismo» no me refiero solamente al conflicto que existe hoy en la Iglesia Católica Romana, aunque no deja de sorprenderme que un grupo de intelectuales acepte un nombre tan vago y tan poco filosófico. Me resulta incomprensible que un pensador pueda tranquilamente llamarse a sí mismo modernista; es como llamarse Juevesista. Pero, dejando aparte esta contrariedad, decía que en estas páginas late una irritación general contra los que presumen de progresismo y modernidad al debatir sobre religión, pero en ningún momento consigo decir de forma clara y directa cuál es el problema del modernismo. La verdadera objeción al modernismo es que es una forma de presunción, ni más ni menos. Es querer aplastar a un adversario racional no con razones, sino con una especie de misteriosa superioridad, dando a entender que uno está particularmente puesto al día o enterado. Presumir de que todos los últimos libros nos han llegado de Alemania es sencillamente vulgar; es como presumir de que todos los últimos sombreros nos han llegado de París. Introducir en los debates filosóficos una mueca de desdén por la antigüedad de un credo es como introducir una mueca de desdén por la edad de una mujer. Es de mal gusto porque es irrelevante. El modernista puro no es más que un esnob; no puede soportar ir un mes por detrás de la última moda. Análogamente, veo que en estas páginas he intentado formular la verdadera objeción al filántropo y no lo he conseguido. No he sabido expresar la simplísima objeción a las causas defendidas por ciertos idealistas ricos; causas de las que la llamada abstinencia del alcohol es la más representativa. He usado contra ella muchos términos críticos, denominándola puritanismo, arrogancia, aristocracia; pero no he sabido ver ni decir la simplísima objeción a la filantropía; que es la de que es persecución religiosa. La persecución religiosa no consiste en instrumentos de tortura ni en quemas de herejes; la esencia de la persecución religiosa es esta: que el hombre que ostenta poder material en el Estado, porque es rico o porque ocupa un cargo oficial, gobierne a sus compatriotas no según la religión o la filosofía de ellos, sino según las suyas. Es persecución religiosa que, por ejemplo, a una nación vegetariana, si tal cosa existiera; si a una gran masa unida que deseara vivir según los preceptos vegetarianos, yo les dijera, por usar los enfáticos términos de cierto arrogante marqués francés de antes de la Revolución francesa: «Que coman hierba». A lo mejor este oligarca francés era una persona humanitaria –muchos oligarcas lo son–, y cuando les decía a los campesinos que comieran hierba, estaba en realidad recomendándoles la higiénica sencillez de un restaurante vegetariano; pero esta, aunque muy interesante, no es la cuestión. La cuestión es que una nación vegetariana permita a sus gobernantes hacerle sentir todo el horrible peso del vegetarianismo; que les permita ofrecer a los huéspedes de Estado banquetes oficiales vegetarianos; que les permita ofrecerles, en el sentido más literal y atroz de la palabra, judías. Y este tipo de tiranía aún tiene pase; pues es el pueblo el que tiraniza al pueblo. Pero los reformadores por la abstinencia son como grupitos de vegetarianos que silenciosa y sistemáticamente obraran conforme a un supuesto ético del todo ajeno al conjunto del pueblo. Harían pares del reino a los verduleros, nombrarían comisiones parlamentarias para investigar la vida privada de los carniceros, obligarían a todo hombre que vieran a su merced, a los pobres, a los reclusos, a los locos, a rematar su inhumano aislamiento haciéndose vegetarianos; en los comedores de los colegios solo servirían comida vegetariana, las casas públicas serían casas públicas vegetarianas. Comparado con la abstinencia, aún sale ganando con mucho el vegetarianismo. Ninguna filosofía puede considerar embriaguez el beberse un vaso de cerveza; pero esa filosofía sí puede considerar asesinato el matar a un animal. La objeción a ambos credos, el abstemio y el vegetariano, no es que sean inadmisibles; es sencillamente que no son admitidos. Son persecución religiosa porque no se basan en la vigente religión de la democracia. Piden al pobre que acepte en práctica lo que saben perfectamente que no aceptaría en teoría. Esto es la persecución. Yo me opuse a la pretensión de los Tories de imponerles a los ingleses una teología católica en la que no creen. Aún me opongo más a la de imponerles una moral musulmana que activamente rechazan. <br /> Digo lo mismo del caso del periodismo anónimo. Tengo la impresión de haber dicho muchas cosas sin haber dicho ninguna clara y terminante. El periodismo anónimo es peligroso; emponzoña nuestra presente vida porque la está volviendo cada vez más anónima. Esto es lo terrible de nuestra sociedad actual: que está convirtiéndose en una sociedad secreta. El tirano moderno es malo porque es escurridizo. Es más anónimo que su esclavo. No es menos cruel que los tiranos del pasado, pero sí más cobarde. El editor rico puede tratar al poeta pobre mejor o peor de lo que antiguamente el maestro trataba al aprendiz. Pero el aprendiz escapaba y el maestro corría tras él. Hoy día es el poeta el que persigue al editor y en vano intenta depurar responsabilidades. Y el editor es el que escapa. Despiden al secretario del señor Solomon; despiden, o mejor dicho despachan, a la bella esclava griega del sultán Sulimán. Pero aunque la esclava desaparece bajo las negras aguas del Bósforo, al menos su verdugo no desaparece. Se lo encuentra a lomos de un elefante blanco precedido por trompetas doradas. En el caso del secretario, por contra, casi tan difícil es saber de dónde viene el despido como adónde va el secretario. Tan pronto puede haberlo despedido el mismo señor Solomon, como el jefe del señor Solomon, como la tía rica del señor Solomon que vive en Cheltenham, como el acreedor rico del señor Solomon que vive en Berlín. La intrincada maquinaria que en otros tiempos se ponía en marcha para hacer responsables a los hombres funciona ahora para rehuir responsabilidades. Se habla de la soberbia de los tiranos, pero hoy nosotros no sufrimos por la soberbia de los tiranos. Sufrimos por la timidez de los tiranos; por la apocada modestia de los tiranos. Por eso no debemos animar la timidez de los editorialistas; no debemos estimular su ya demasiada modestia. Al contrario, debemos incitarlos a ser fatuos y ostentosos; para que su ostentación pueda llevarlos al fin a la honradez. <br /> El último defecto de este libro es el peor de todos. Este: que si todo va bien, no será sino una ininteligible bobería. Pues consiste sobre todo en criticar posturas y actitudes que son por naturaleza accidentales y no han de durar. Por corta que sea la vida de un libro así, aún durará veinte minutos más que las filosofías que ataca. Y al final lo importante no será si escribimos bien o mal, ni si luchamos con látigos o palos. Lo importante será de qué parte luchamos.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-10378112834207974612010-04-24T13:33:00.001-03:002010-04-24T13:38:28.580-03:00Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «Robert Louis Stevenson», en Twelve Types </span><br /> <br /><br /><span style="font-style:italic;">Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br /> <br /> <br />Una reciente circunstancia ha acabado de convencernos de que Stevenson era, como sospechábamos, un gran hombre. Ya sabíamos, por los últimos libros reseñados, por el desdén que le demuestran Ephemera Critica y el señor George Moore,° que Stevenson cumplía el primer requisito esencial del hombre grande: el de no ser entendido por sus detractores. Pero el libro que acaba de publicar la editorial Chatto & Windus con la misma encuadernación que las obras de Stevenson, Robert Louis Stevenson, del señor H. Bellyse Baildon, nos entera además de que cumple también el otro requisito esencial: el de no ser entendido por sus admiradores. El señor Baildon tiene muchas cosas interesantes que decirnos acerca de Stevenson, al que conoció en la universidad. Y su crítica no carece en absoluto de valor. La que dedica a su teatro, sobre todo a Beau Austin,° es muy sesuda y acertada. Pero resulta sumamente curioso, y más que demostrativo de esa inasible característica que, como decimos, es propia de los grandes hombres, que este estudioso y admirador de Stevenson pueda enumerar y clasificar todas las obras del maestro, así como repartir elogios y censuras con determinación y aun severidad, sin pensar un momento en los principios éticos y artísticos que en nuestra opinión Stevenson se esforzó ímprobamente por expresar. <br /> El señor Baildon, por ejemplo, habla en todo momento del «pesimismo» de Stevenson; curiosa acusación contra el hombre que, más que ningún artista moderno, ha hecho que nos avergoncemos de sentir vergüenza de la vida. Lamenta, por ejemplo, que en El señor de Ballantrae y en El doctor Jekyll y míster Hyde, el mal triunfe sobre el bien. Pero si hubo algo en lo que Stevenson insistió siempre y con pasión, fue en que debemos querer el bien por su propio valor y belleza, sin preocuparnos de victorias ni de derrotas. «Emprendamos lo que emprendamos», dijo, «nada nos dice que lo logremos.» Que el curso de los astros se oponen a la virtud, que la humanidad es por naturaleza una empresa desesperada, fue el mensaje que toda su obra transmite al hombre valeroso. La historia de Henry Durie es harto funesta, mas ¿puede nadie pararse ante la tumba de este borrachín monomaníaco sin sentir respeto por él? Es extraño que los hombres encontremos sublime inspiración en las ruinas de una vieja iglesia y no en las de un hombre. <br /> El señor Baildon piensa las cosas más peregrinas sobre los relatos de Stevenson en que hay muertes y saqueos; cree que demuestran que Stevenson tenía, por usar su misma expresión, una especie de «manía homicida». Stevenson, dice, «llega poco más o menos a la paradoja de que casi lo mejor que puede hacer uno es matar». Por lo mismo podría decirse que Conan Doyle se complace en cometer inexplicables crímenes, Clark Russell es un notorio pirata y Wilkie Collins cree que casi lo mejor que puede hacer uno es robar diamantes y falsificar partidas de matrimonio. Pero no es el señor Baildon el único que cae en este error: poca gente ha entendido en su justo sentido esta fascinación de Stevenson por la violencia y la sangre. Stevenson fue fundamentalmente el bravo colegial que dibuja esqueletos y horcas en su gramática latina. No se recreaba en la muerte, sino en la vida, en toda acción fuerte y enérgica de la vida, aunque fuera la de matar.<br /> Supongamos que un hombre lanza un cuchillo contra otro y lo deja clavado a la pared. Está claro que hay dos modos de ver esta acción. Uno es el punto de vista del hombre clavado, el punto de vista trágico y moral, que Stevenson demuestra comprender en historias como El señor de Ballantrae yEl Weir de Hermiston. El otro punto de vista es el que ve en ese acto una explosión de vitalidad física, como el de romper una roca de un martillazo o franquear una entrada cerrada con barrotes. Este es el punto de vista de la fantasía y la aventura, y el alma de La isla del tesoro y de The Wrecker. No es, insisto, que Stevenson amara menos a los hombres; es que amaba más las pistolas y las porras. En el ávido universalismo de su alma, sentía un verdadero amor por los seres inanimados, un amor como no se conocía desde san Francisco, que llamaba hermano al sol y a la fuente hermana. Sentimos que amaba de verdad la muleta que Silver lanza al aire en el ocaso, el cofre que Billy Bones deja en la posada del Admiral Benbow, el cuchillo que Wicks clava en la mesa traspasándose la mano. Siempre hay en su obra una especie de tajante angulosidad que nos recuerda que le gustaba cortar madera con un hacha. <br /> Pero esta poesía profundamente arraigada de la vista y del tacto no puede verla el nuevo biógrafo de Stevenson. Le imputa como crímenes cosas que Stevenson quiso que fueran objetos. De esa grandiosa orgía de horror que es «El ángel destructor», en El dinamitero, dice que es «muy fantástica y nos resulta difícilmente creíble». Es más o menos como tildar de «poco convincentes» los viajes del barón Munchausen. Toda la historia de El dinamitero es una especie de pesadilla humorística, e incluso la de «El ángel destructor» no parece sino una extravagante mentira impulsiva. Es un sueño dentro de un sueño, y reprocharle que es inverosímil es como reprocharle al cielo ser azul. Esta rica y romántica ironía de las historias londinenses de Stevenson es la que el señor Baildon, bien por haber leído deprisa, bien por tener otros gustos, no puede comprender. Dice, por ejemplo, que el príncipe Florizel de Bohemia, ese prodigioso monumento de humor, «pese a la evidente admiración que su creador le profesa, a mí me resulta una presencia bastante irritante». Lo que casi nos lleva a creer (mal que nos pese) que el señor Baildon piensa que hay que tomarse en serio al príncipe Florizel, como si fuera una persona real. Declaramos que el príncipe Florizel casi es nuestro personaje de ficción predilecto, pero nos apresuramos a añadir que si nos lo encontrásemos en la vida real, lo mataríamos. <br /> Lo cierto es que las virtudes espirituales e intelectuales de Stevenson se han visto parcialmente frustradas por una virtud adicional: su gran destreza artística. Si, como Walt Whitman, hubiera garabateado su mensaje en una pared, este nos habría escandalizado como una blasfemia. Pero escribió sus atolondradas paradojas con mano tan correcta y fluida que todos creímos que los sentimientos también eran correctos. Su polifacetismo lo perjudicaba, no porque no hiciera bastante bien cada faceta, como erróneamente se ha dicho, sino por hacerlas todas demasiado bien. Sus disfraces de niño, cockney, pirata o puritano eran tan logrados que casi nadie vio al mismo hombre bajo todos ellos. No es justo que llamemos «admirable Crichton» a un hombre porque sepa tocar el violín, dar consejos jurídicos y limpiar botas, y en cambio lo consideremos un violinista, un jurista y un limpiabotas normales y corrientes porque en cada una de estas tres actividades sea muy bueno.° Esto es lo que nos ocurre con Stevenson. Si El doctor Jekyll,El señor de Ballantrae, The Child’s Garden of Verses yAcross the Plains hubieran sido un poquito menos perfectos de lo que son, todos habríamos visto que formaban parte del mismo mensaje; pero obrando el maravilloso milagro de estar en cinco sitios a la vez, Stevenson nos convenció a todos de que era cinco personas. Sin embargo, su mensaje es tan sencillo como el de Mahoma, tan moral como el de Dante, tan confidencial como el de Whitman y tan práctico como el de James Watt.° <br /> El denominador común de la variada obra de Stevenson es la idea de que la fantasía, o la visión de las posibilidades de las cosas, es mucho más importante que los simples hechos: que aquella es el alma de nuestra vida, y estos son el cuerpo, y que lo que vale es el alma. El germen de todas sus historias es la creencia de que todo paisaje o escenario tiene un alma, y que esa alma es una historia. Viendo un desmedrado huerto con un muro derruido, podemos conocer el simple hecho de que nadie salvo una vieja cocinera ha pasado por él. Pero todo existe en el alma humana: ese huerto crece en nuestra mente y se convierte en el santuario y teatro de la rara existencia de una chica, un poeta andrajoso o un granjero loco. Para Stevenson, las ideas son hechos: las aventuras que imaginamos son las aventuras que vivimos. Pensar en una vaca con alas es esencialmente haber visto una vaca con alas. Y esta es la razón de la gran variedad de su obra: él tiene que contar una historia tan rica como un rojo crepúsculo, otra tan gris como un antiguo monolito: porque la historia es el alma, o más bien el significado, de la visión real. Es sumamente impropio juzgar al Contador de Historias (como lo llamaban los samoanos) por cada uno de los relatos que escribió, como podemos juzgar al señor George Moore por Esther Waters.°Esos relatos no son sino las dos o tres aventuras de su alma que llegó a contar. Y murió con miles más en su corazón.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-44209907108337183322010-04-23T01:26:00.002-03:002010-04-23T01:30:18.338-03:00Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON</span><br /><span style="font-style:italic;"><br />Título original: «Girolamo Savonarola», en Twelve Types <br /><br />Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br />Savonarola es un hombre al que seguramente no comprenderemos hasta que sepamos cuánto horror puede haber en el corazón de la civilización. Esto no lo sabremos hasta que estemos civilizados. En cierto sentido es de esperar que nunca comprendamos a Savonarola. <br /> Los grandes libertadores han salvado a los hombres de calamidades que todos reconocemos como males, calamidades que son viejos enemigos de la humanidad. Los grandes legisladores nos salvaron de la anarquía; los grandes físicos, de la peste; los grandes reformadores, del hambre. Pero hay un mal inmenso e insaciable comparado con el cual estos son simples molestias, la más terrible maldición que puede abatirse sobre hombres y pueblos, un mal sin nombre al que llamamos satisfacción. Savonarola no nos salvó de la anarquía, sino del orden; no nos salvó de la peste, sino de la parálisis; no nos salvó del hambre, sino del lujo. Los hombres como Savonarola adivinaron la tremenda realidad psicológica que hay detrás de la mente de cada hombre, pero a la que nunca se ha dado un nombre: que la vida fácil es el peor enemigo de la felicidad, y la civilización, el fin potencial del hombre. <br /> Pues creo que el vehemente desafío que Savonarola lanzó a la suntuosidad de su época iba mucho más allá de la simple cuestión del pecado. Los modernos admiradores racionalistas de Savonarola, de George Eliot para abajo, hacen no poco hincapié en la legítima justificación ética de su furia, en el carácter espantoso y extravagante de los crímenes que ensangrentaban los palacios del Renacimiento. Pero no necesitan insistir tanto en que Savonarola no era un asceta, en que no hizo más que identificar las negras manchas de maldad con la beata clarividencia de un miembro de la Sociedad Ética.° Sin duda odió la civilización de su tiempo y no simplemente sus pecados; y por eso fue mucho más profundo que ningún moralista moderno. Vio que los pecados mismos no eran los únicos males: que robar joyas, envenenar vinos y pintar cuadros obscenos eran simplemente los síntomas; que la enfermedad era la completa dependencia de las joyas, el vino y los cuadros. Es este un hecho que se olvida constantemente al juzgar a ascetas y puritanos del pasado. Denunciar los deportes inofensivos no siempre implica un odio ignorante por lo que solo un moralista estricto llamaría pernicioso. A veces implica un odio muy clarividente por lo que el mismo moralista estricto llamaría inofensivo. Los ascetas van a veces por delante de los demás, tanto como por detrás. <br /> Ese fue al menos el odio de Savonarola. No luchó contra los pecados triviales, sino contra la beatitud descreída e ingrata, contra la costumbre de la felicidad, el pecado místico por el cual toda creación es derribada. Predicaba esa severidad que es el sello distintivo de la juventud y la esperanza. Predicaba ese espíritu atento, ágil y alerta que tan necesario es para conseguir placer como para conseguir santidad, que tan indispensable es en un amante como en un monje. Un crítico ha señalado justamente que Savonarola no pudo oponerse realmente al arte porque era amigo de Miguel Ángel, Botticelli y Luca della Robbia. Lo cierto es que esa purificación y austeridad es incluso más necesaria para apreciar la vida y la risa que para ninguna otra cosa. No dejar que ningún pájaro pase inadvertido, fijarse pacientemente en cada piedra y en cada hierba, almacenar en la mente un ocaso tras otro, requiere disciplina en el placer y educación en la gratitud. <br /> La civilización que rodeaba a Savonarola era una civilización que había tomado ya el mal camino; el camino que lleva a inventar sin fin y a no descubrir nada, en el que lo nuevo se vuelve viejo con velocidad pasmosa, pero en el que lo viejo nunca se vuelve nuevo. La monstruosidad de los crímenes del Renacimiento no era señal de imaginación, sino, como toda monstruosidad, de pérdida de imaginación. Solo cuando dejamos de ver a un caballo como es, inventamos un centauro; solo cuando un buey deja de sorprendernos, adoramos al diablo. Lo diabólico es el estimulante de las imaginaciones estragadas, el etilismo del artista. Savonarola se consagró a la más ardua de las tareas, la de hacer que los hombres volvieran atrás y se maravillaran de las cosas sencillas que habían aprendido a ignorar. Es curioso que la menos popular de todas las doctrinas es la que enseña que la vida normal es divina. La democracia, de la que Savonarola fue tan fogoso exponente, es el más arduo de los evangelios; nada nos asusta tanto como el que decreten que todos somos reyes. El cristianismo, que Savonarola identificaba con la democracia, es el más arduo de los evangelios; nada nos infunde tanto miedo como el que nos digan que somos hijos de Dios. <br /> Savonarola y su república cayeron. La droga del despotismo fue administrada al pueblo y el pueblo olvidó lo que había sido. Hoy día hay quienes tienen un respeto tan extraño por el arte y las letras y por los solos hombres de genio, que consideran que el reinado de los Medici constituyó un progreso con respecto al de la gran república florentina. De estas personas y de su civilización debemos tener miedo hoy día. En muchas partes vemos los mismos síntomas que provocaron la ira de Savonarola: un hedonismo más ahíto de felicidad que un inválido de dolor, un sentido artístico que recurre al crimen porque ha agotado la naturaleza. En muchas obras modernas hallamos velados y horribles indicios de un sentido de la belleza de la sangre, de la poesía del asesinato, que es propiamente renacentista. La imaginación agotada y depravada no ve que un hombre vivo es más dramático que un hombre muerto. Y emparejado con ello va, como en tiempos de los Medici, el dejarse caer en los brazos del despotismo, el desear al hombre fuerte que es desconocido entre los hombres fuertes. Se adora al héroe dominante como lo adoran los lectores de Bow Bells Novelettes, y por la misma razón: un profundo sentimiento de debilidad personal.° Esta tendencia a delegar nuestros deberes se apodera de nosotros, y ese es el espíritu de la esclavitud, lo mismo si para sus serviles tareas emplea a siervos como a emperadores. Contra todo esto alzó el clérigo republicano su incesante protesta, prefiriendo fracasar a que el rival triunfase. La alternativa sigue siendo él o Lorenzo, la responsabilidad de la libertad o el libertinaje de la esclavitud, los peligros de la verdad o la seguridad del silencio, el placer del esfuerzo o la fatiga del placer. Los partidarios de Lorenzo el Magnífico están sin duda entre nosotros, hombres para quienes las naciones y los imperios existen solo para satisfacer el momento, hombres para los que la última y tórrida hora del verano es mejor que una larga primavera invernal. Tienen un arte, una literatura, una filosofía política que solamente valen por su efecto inmediato en los gustos, no por lo que prometen del destino del espíritu. Sus estatuillas y sonetos son obras perfectas y acabadas, comparadas con las cuales Macbeth es un fragmento y el Moisés de Miguel Ángel un esbozo. Para ellos sus campañas y batallas son siempre victoriosas, y César y Cromwell lloran por mil humillaciones. Y al final de todo ello está el infierno de no oponer resistencia, de la infinita molicie, en el que la naturaleza toda cae en la locura y el aposento de la civilización deja de ser un mullido apartamento para convertirse en una celda acolchada. <br /> Savonarola previó esta última y la peor de las miserias humanas, y dedicó todas sus colosales energías a encarrilar a la humanidad. Pocos lo entendieron; para unos era un loco, para otros un charlatán, para otros un enemigo de la alegría. No lo habrían entendido aunque se lo hubiera explicado, aunque les hubiera dicho que lo que quería era salvarlos de la catástrofe de una satisfacción que había de acabar juntamente con las alegrías y las penas. Pero hoy día hay quienes perciben el mismo silencioso peligro y oponen la misma silenciosa resistencia. También se cree que luchan por algún trivial escrúpulo político. <br /> El señor Hardy dice, en defensa de Savonarola, que el número de obras de arte que se destruyeron en la Hoguera de las Vanidades ha sido exagerado. Confieso que espero que la pira contuviera montones de incomparables obras maestras si el sacrificio hizo que aquel momento único fuera más real. De una cosa estoy seguro: de que Miguel Ángel, amigo de Savonarola, habría hecho con sus propias estatuas una pila y las habría reducido a cenizas de haber sabido que el resplandor que se proyectaba en el cielo era el alba de un mundo más joven y sabio.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-55043945163930130422010-04-22T22:28:00.002-03:002010-04-22T22:34:11.845-03:00AVISO!<span style="font-weight:bold;">AVISO:</span><br />Les pido disculpa por desaparecer, las vacaciones y el inicio de clase me han alejado temporalmente de Internet, pero ya logre estabilizarme con mis horarios y mi tiempo, voy a retomar este blog que ya cuenta con 23 seguidores! ¿Que tal? Chesterton debe estar riéndose en el cielo. Agradecería si pudieran difundir el blog entre sus conocidos y si pudieran compartir algunos ensayos que ustedes tenga de Chesterton y que deseen compartir. Ahhh casi me olvidaba! Por favor comenten los posteos!!! Comenten lo que sea, una critica, una opinión, un elogio, resalten alguna frase o idea que quieran reflexionar, lo que sea, pero no saben lo feliz que me pone saber que alguien los lee. <br /><br /><span style="font-weight:bold;">Atte. Matías Rojo</span>Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-37007359939572117322010-04-22T15:09:00.004-03:002010-04-22T15:23:46.693-03:00Tolstoy- G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Tolstoy- G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br />Quien desee comprender lo profundo de la influencia del gran hombre que encabeza este articulo y la autentica naturaleza de dicha influencia, no debe dirigirse a sus novelas, por más que sean espléndidas, ni a sus puntos de vista éticos, aun estando tan bien concebidos y claramente explicados. Debe fijarse en la noticia, que acaba de llegarnos de Canadá, sobre un grupo de anarquistas cristianos rusos que han dejado en libertad a sus animales domésticos por considerar inmoral poseerlos o controlarlos. Hay algo en un incidente así que es totalmente independiente la idea puesta en practica .De que sea correcta o equivocada, cuerda o demencial,. Nos hace ver que el mundo sigue siendo joven. Aún quedan formas de pensar tan locamente cuerdas como las que se debatieron bajo el cielo azul de Atenas Aun hay muestras de una fe tan fuerte y practica como la de los musulmanes que conquistaron toda África y Europa al grito de una única palabra. A nuestros políticos y filósofos contemporáneos, en su languidez, les parecerá algo sacado de un sueño que en nuestra época mecánica, homogénea, sujeta con cadenas de hierro, un grupo de europeos, vestidos con chalecos y botas, se dedique a soltar al percherón del trolebús, al cerdo de la cochiquera y al perro de su caseta; solamente por una teoría o un escrúpulo moral. Es como una pagina arrancada de un cuento de hadas, los miembros de la secta Doukhabor acompañando solemnes a su gallina hasta la puerta del corral y deseándola benévolos la mejor de las fortunas al inicio de sus viajes. Todo esto le debe parecer absurdo y confuso al típico líder de nuestra sociedad en esta década, a hombres como el Sr.Balfour o el Sr.Wyndham. Pero hay algo que añadir. Si el Sr.Balfour se convirtiese a una religión que le indicase la obligación moral de entrar en la Cámara de los Comunes haciendo el pino, y entrase haciendo el pino y si el Sr.Wyndham aceptase una creencia que le impusiese teñirse el pelo de azul, y se lo tiñese; ambos serian casi indescriptiblemente mejores y más felices de lo que lo son ahora. Pues solo hay una felicidad que sea posible o imaginable bajo el sol y es el entusiasmo. Esa palabra, rara y espléndida, que ha sufrido tantas vicisitudes. En el siglo XVIII se equiparaba a la locura, en la Grecia clásica a la presencia de un dios.<br /> <br />Este gran acto de coherencia llevada a extremos heroicos que ha sucedido en Canadá, es el mejor ejemplo de la obra de Tolstoy. Tengo por algo cierto que la secta Doukhabor es de un origen totalmente independiente del gran moralista ruso. Sin embargo, apenas cabe duda de que su actual notoriedad y su desarrollo, han sido influenciados por el admirable resumen y defensa que ha efectuado el novelista de sus perspectivas éticas. Tolstoy, además de ser un gran novelista, es uno de los pocos hombres vivos que tienen un punto de vista sólido, autentico y serio sobre la vida. Es una iglesia católica compuesta de un solo miembro que es, a la vez, un Papa algo arrogante y un lego algo sumiso. Es uno de los dos o tres hombres que hay en Europa, con un punto de vista tan propio, que inevitablemente pueden dar su opinión sobre cualquier cosa: la ley de autonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca de tabaco. Hay tres hombres vivos semejantes: Tolstoy, el Sr.Bernard Shaw y mi amigo el Sr.Hillarie Belloc. Son diametralmente opuestos pero tienen eso en común, que considerando el abono de sus ideas y el suelo de sus convicciones, las opiniones sobre cualquier tema terrenal nacen como flores en un prado. Hay ciertos puntos de vista que deben adoptar. No se forman una opinión más bien sus opiniones les dan forma a ellos. Tomemos la lista que escribí al azar antes: la ley de autonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca de tabaco. Tolstoy diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, esa chistera es una monstruosidad negra.” Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, la ley de autonomía de las colonias se queda a medio camino de forma mezquina. De nada sirve dividir un imperio en naciones si no divide las naciones en personas individuales “. Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, este poema hindú me interesa. Con todo su aparente barroquismo, los puntos de vista de la ética oriental son más sencillos que los de occidente y por lo tanto me son más próximos”. Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto esta pizca de tabaco es algo maligno. Lleváosla.”. Todo en este mundo, desde la Biblia hasta un par de botas, puede ser eliminado, y lo es, aplicando este principio fundamental de las ideas de Tolstoy: la simplificación de la vida. Cuando tratamos una doctrina semejante con encontramos ante un incidente infinitamente más importante dentro de la historia europea que la ascensión de Napoleón Bonaparte.<br /> <br />La aparición de Tolstoy, con su ética tan sencilla y tan terrible, es importante de muchas maneras. Entre otras cosas, es un comentario muy interesante a la opinión que viene siendo adoptada desde hace medio siglo por los oponentes de lo religioso. El pensador laico y el escéptico han atacado el cristianismo ante todo por fomentar el fanatismo, porque el fervor religioso hace que la gente queme a sus vecinos y dance desnuda por las calles. Parece raro. La religión podría desaparecer y quedarían sistemas éticos y filosóficos capaces de producir suficiente fanatismo como para llenar el mundo. El fanatismo no tiene nada que ver con la religión. Hay teorías científicas serias que, llevadas hasta la última consecuencia, producirían idénticas hogueras en los mercados e idéntica desnudez. Hay partidarios de la moda que se pasearían como Adán y Eva si pudiesen hacerlo de forma elegante. Hay modernos estudiosos científicos de la moral que quemarían vivos a sus oponentes. Y lo harían tan contentos si pudiesen quemarlos empleando algún producto químico nuevo. Si alguien duda de esto, de que el fanatismo es ajeno a la religión pero propio de la naturaleza humana, solo tiene que fijarse en el caso de Tolstoy la secta Doukhabor. Una secta que empezó sin teología alguna, solo con la sencilla idea de que debemos amar al prójimo y nunca jamás emplear la fuerza física contra él, y terminaron considerando algo malvado llevar una maleta de cuero o ir montado en un carro. Un gran escritor contemporáneo borra por completo la teología, niega de un plumazo la validez de las escrituras y de las iglesias, desarrolla un sistema ético en que el amor será el instrumento para la reforma y termina diciendo que no tenemos derecho de golpear a un hombre que esta torturando a un niño en nuestras narices. Continua desarrollando una teoría de la mente y las emociones que podría ser aceptada por el ateo más rígido y termina proclamando que las relaciones sexuales, de donde procede la humanidad, son, no ya inmorales, sino antinaturales. Esto es el fanatismo como siempre ha sido y siempre lo será. Destruid hasta el último ejemplar de la Biblia, habrá persecuciones y orgías salvajes basadas en “Filosofía Sintética” del Sr.Herbert Spencer. Algunos de los pensadores más abiertos de miras de la edad media creían en apilar las gavillas junto a la estaca, y algunos de los pensadores del siglo XIX más abiertos de miras creen en la dinamita.<br /> <br />La realidad es que a Tolstoy con toda su genialidad, con su fe de coloso, con su gran valor y amplios conocimientos de la vida, le falta una sola cosa: no es un místico. Tiene por lo tanto, tendencia a perder la razón. La gente habla de las extravagancias y los frenesís provocados por el misticismo. No es más que una gota de agua en el mar. Desde el comienzo de los tiempos, el misticismo nos ha mantenido cuerdos. Lo que hace enloquecer es la lógica. <br /> <br /> <br />Es significativo que con todo lo que se ha dicho sobre la fragilidad mental de los poetas, solo un poeta inglés se ha vuelto loco. Y perdió la razón a consecuencia de un sistema lógico de teología. Se trata de Cowper y su poesía freno el avance de la enfermedad durante muchos años. La poesía, lo que le falta a Tolstoy, siempre ha sido algo curativo. Lo único que ha frenado a la raza humana de los desvaríos del convento, la galera pirata, el cabaret y la cámara de gas, ha sido el misticismo y la idea de que la lógica puede resultar engañosa y algo no ser siempre lo que parece.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-87003791940155727642010-02-09T21:57:00.004-03:002010-02-09T22:15:05.839-03:00Ensayo sobre dos ciudades-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Ensayo sobre dos ciudades-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Título original: «An essay on two cities», en All Things Considered </span><br /><br /><span style="font-style:italic;"> Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/</span><br /><br /><br />Hace poco caí de Inglaterra en la ciudad de París. Si un hombre cayera de la luna en París, conocería que es la capital de una gran nación. En cambio, si cayera (digamos desde otra parte de la luna) en la ciudad de Londres, no conocería fácilmente que es la capital de una gran nación, y en ningún caso que la nación es tan grande como es. Y sería así aun en el supuesto de que el hombre de la luna no entendiera nuestro alfabeto, como presumiblemente no lo entendería, a menos que la educación elemental en aquel planeta haya alcanzado niveles insospechados. Pero es verdad que lo que distingue a París de Londres puede verse en gran medida en los nombres. Los verdaderos demócratas dicen que Inglaterra es un país aristocrático. Los verdaderos aristócratas dicen (por alguna misteriosa razón) que es un país democrático. Si alguien tiene alguna duda acerca de esta cuestión, solamente ha de fijarse en el nombre de las calles. Casi todas las calles adyacentes al Strand,* por ejemplo, llevan el primer, segundo, tercer, cuarto, quinto y sexto nombre de alguna familia noble, o de parientes y amigos suyos, o de sus lugares de residencia: Arundel Street, Norfolk Street, Villiers Street, Bedford Street, Southampton Street y muchas más. Los nombres son muy variados, a fin de que una misma familia figure con el mayor número de apellidos posible; tenemos así Arundel Street y Norfolk Street, Buckingham Street y Villiers Street. Decir que esto no es aristocrático es pura desvergüenza intelectual. Yo soy un ciudadano normal y corriente, me llamo Gilbert Keith Chesterton. Y confieso que si en el Strand me encontrara tres calles seguidas llamadas Gilbert Street, Keith Street y Chesterton Street, me consideraría una persona socialmente más importante de lo que sería bueno para la sociedad. Si los franceses mandasen en Londres (Dios no lo quiera), tan disparatado les parecería que esas calles se llamaran como el duque de Buckingham, como que se llamaran como yo. Esas calles están junto a una de las principales vías de Londres. Si adoptásemos el sistema francés, una de ellas se llamaría Shakspere Street, otra Cromwell Street, otra Wordsworth Street, y habría estatuas de estas personas al final de sus correspondientes vías, y si alguna calle quedase por nombrar, se la llamaría con la fecha en la que se aprobó la reforma tributaria o se implantó el sistema de tarifas postales. <br /> Imaginemos que un hombre quisiera encontrar personas en Londres guiándose por el nombre de los lugares. Sería el protagonista de una graciosa comedia que ilustraría nuestra falta de lógica. Conociendo que Buckingham Street fue bautizada así en honor de la familia Buckingham, iría, como es natural, a Buckingham Palace en busca del duque de Buckingham. Para su sorpresa, encontraría a una persona muy distinta.** Su sencilla lógica lunar lo llevaría a suponer que si quisiera ver al duque de Marlborough (lo que parece poco probable), lo hallaría en Marlborough House. A quien encontraría sería al príncipe de Gales. Y cuando por fin se enterase de que los duques de Marlborough viven en Blenheim Palace, residencia así llamada por la victoria del duque en la batalla de Blenheim, allá se iría sin duda. Pero si, siguiendo este principio, buscara al duque de Wellington, de nuevo se equivocaría pidiendo al cochero que lo llevase a Waterloo. Me sorprende que nadie haya escrito una novela narrando las disparatadas aventuras de semejante alienígena, en busca de los grandes aristócratas ingleses sin más guía que los topónimos; en busca del duque de Bedford en la ciudad de ese nombre, y en Norfolk al duque de Norfolk. Podría viajar a Wellington, Nueva Zelanda, buscando el lugar de origen de los Wellington. Y en la última escena podría aparecer aprendiendo galés para poder hablar con el príncipe de Gales. <br /> Pero aun si nuestro imaginario viajero desconociese el alfabeto terrestre, creo que seguiría siendo capaz de ver diferencias entre Londres y París, y sobre todo la gran diferencia. No podría leer las palabras «Quai Voltaire», pero sí vería la socarrona estatua y las calles firmes y rectas; sin saber quién fue Voltaire, sabría que la ciudad era volteriana. No sabría que la londinense calle Fleet se llamó así por la prisión de Fleet, pero sí vería que el mismo espíritu nacional que hizo la prisión cerrada y angosta, ha hecho la calle cerrada y angosta. O, si quieren ustedes, la calle acogedora y acogedora la prisión. Yo creo que me sentiría más cómodo en la prisión de Fleet, cómodo en el sentido inglés de la palabra, que al pie de la estatua de Voltaire. Creo que el hombre de la luna conocería Francia sin conocer a los franceses, como creo que conocería Inglaterra sin haber oído la palabra Inglaterra. Porque, como último recurso, todos los hombres hablamos por señas, por signos. Hablar por signos es hablar por estatuas, por ciudades. Columnas, palacios, catedrales, templos, pirámides, constituyen un enorme alfabeto mudo: como si un gigante nos hablara por señas de piedra. Las cosas más importantes se han dicho siempre con signos, aunque fueran, como la Cruz de Saint Paul, signos en el cielo. Si los hombres no entienden los signos, jamás entenderán las palabras. <br /> Por eso me sentiría inclinado a pensar que el objeto principal de la educación debe ser el de devolver la simplicidad. Y si se me apura, diré que el principal objeto de la educación no es aprender cosas, sino desaprenderlas; desaprender lo que hay de pesado y malo en el mundo y volver a ese estado de exaltación y alegría que instintivamente sentimos al escribir para niños. Si a mí me nombraran examinador de examinadores (lo que no parece muy probable), no solo preguntaría a enseñantes y maestros cuánto conocimiento han impartido; les preguntaría cuánta espléndida y desdeñosa ignorancia han erigido, cual regia torre fortificada. E insistiría en que lo importante es enseñar a la gente la simplicidad que les permita ver las cosas de pronto y tal como son. Poco me importa que puedan leer los nombres de las tiendas. Me importa mucho más que puedan leer las tiendas. Poco me preocupa que no puedan decir dónde se halla Londres en el mapa, si saben dónde se halla Brixton camino de su casa. Ni siquiera me interesa que sepan sumar dos y dos en el sentido matemático; me contento con que sepan sumar dos y dos en el sentido metafórico. Aunque toda esta larga digresión puede resumirse en la metáfora que antes he empleado. Me importa muy poco que no conozcan el alfabeto, mientras conozcan el alfabeto mudo. <br /> Por desgracia, tengo observado que, en muchos aspectos de nuestra educación popular, esto no se hace así en absoluto. Enseñamos a nuestros chicos londinenses a ver Londres con ojos simples y desprevenidos. Y Londres es mucho más difícil de ver bien que ningún otro sitio. Londres es un acertijo. París es una explicación. La educación del niño parisino es algo que se corresponde con las claras avenidas y las geométricas plazas de París. El niño parisino que aprende lo que es la razón francesa y el orden romano, puede salir y verlos plasmados en la forma de muchos espléndidos lugares públicos, en las esquinas de muchas calles. Pero el niño inglés que sale a la calle habiendo aprendido algo acerca de un vago progreso y un vago idealismo, no puede verlos en ningún sitio. No puede ver nada en ningún sitio, excepto anuncios de Sapolio*** y el Daily Mail. Debemos o cambiar Londres para adaptarla a los ideales de nuestra educación, o cambiar nuestra educación par adaptarla a la gran belleza de Londres. <br /><br /><br />*Calle céntrica de Londres.<br />**A la reina Victoria<br />***Marca de jabón famosa precisamente por su publicidad.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5389046851492998582.post-80477460477996712392009-12-15T23:49:00.002-03:002009-12-16T00:48:14.391-03:00Apología-G.K.CHESTERTON<span style="font-weight:bold;">Apología-G.K.CHESTERTON</span><br /><br /><span style="font-style:italic;">Primer artículo del número de muestras (adelantado) del "G.K. Weekly" (8 noviembre 1924), semanario dirigido por Chesterton.<br /></span><br /><br />Me propongo dar a esta publicación muy mal nombre y aferrarme a él. Cuando se me sugirió que empleará en el título las iniciales de mi nombre, la proposición me inspiró un horror que se ha convertido en aversión. Debo al lector una breve exposición de las razones que me inducieron a aceptarla: la principal de las cuales es que a causa de circunstancias peculiares, es difícil encontrar otro título. Es cierto que los títulos periodísticos son por lo común inadecuados. El periódico llamado Daily Herald probablemente muestre poca afición a la heráldica. El periódico titulado The Nation se ha mostrado siempre particularmente hostil a la nacionalidad. Hasta se podría decir que el órgano de las guildas, llamado New Age (nueva era), debiera llamarse más bien Middle Age (edad media). Pero en nuestra situación hay algo que difiere de todos estos periódicos; no es por simple vanidad que decimos es a la vez universal y único en su clase.<br /><br />Deseo que esta publicación represente ciertas ideas muy normales y muy humanas; pero es un hecho indiscutible que no serían publicadas en ningún periódico más que en este. No son manías; son sólo tradiciones que serían desestimadas, mientras que las manías son bien recibidas por estar a la moda. Tampoco son excentricidades; no son sino las ideas centrales de la civilización que han sido olvidadas en un maremágnum de excentricidades. Pero por haber sido olvidadas, vuelven a ser nuevas, y porque han sido olvidadas en otras partes, las hallará aquí solamente. Son verdades de sentido común en un mundo en que ese sentido ha dejado de ser común.<br />Tomaré como principal ejemplo el problema actual de la pobreza y de la riqueza. En el problema, mi posición parecería singularmente sencilla. Y es, sencillamente, que me opongo cordialmente al bolchevismo y a los Trust. Creo que es posible restablecer y perpetuar una razonable y justa distribución de la propiedad privada; y en este periódico daré las razones que inducen a creerlo. Por el momento, lo importante es esto: ninguna otra publicación en este país puede ser cordialmente opuesta, tanto al bolcheviquismo, como a los Trust. Un diario como el Daily Mail opina que debemos tolerar algo de los Trust, porque la única alternativa es el bolcheviquismo. Y él Daily Herald opina que debemos tolerar algo del bolcheviquismo, porque la única alternativa son los trust. El Daily Mail no puede tratar de destruir los trust, porque él forma parte de un Trust. El Daily Herald no puede tratar de derrocar el bolcheviquismo, porque su mejor apoyo lo halla entre los bolcheviques. Para ellos no hay más que dos partidos que tomar, y son opuestos. Pero para mí hay otro, el tercero; y ningún otro diario lo defendería, ni siquiera lo mencionaría. Este tercer camino a seguir ha sido llamado "distributismo", expresando que habría las esperanzas de distribuirla equitativamente la propiedad privada. Pero si yo le diera a este periódico el título de "la revista distributiva" (como se ha sugerido), produciría justamente la impresión que desea evitar. Daria la idea de que un distributista es algo así como un socialista; un pretencioso, un pedante, una persona con una nueva teoría de la naturaleza humana. Mi opinión es que esta solución es simplemente humana y que las otras soluciones son deshumanizadas. Esta es mi opinión. Decir que debemos tener socialismo o capitalismo es como decir que debemos optar por que todos los hombres entren a los conventos o que unos pocos tengan harenes. Si yo negara esa alternativa sexual, no sería necesario llamarme a mí mismo monógamo; me contentaría con llamarme hombre. Apelaría a toda nuestra tradición normal y nacional de virilidad. Si fundara un diario que negara esa alternativa, no querría titularlo "La revista monógama". Y si lo hiciera, 9 personas de cada 10 pensarían que yo era algún otro pedante, levemente distintos de los anteriores, y tendría la vaga idea de que un monógamo era tan loco como un mormón. El paralelo es bastante exacto en este caso. Porque el gran Trust no tiene más derecho de absorber en un monopolio todas las fortunas privadas y afirmar que así defienden la institución de la propiedad, que el que tiene el gran turco de raptar a todas las mujeres y encerrarnos en un harem, afirmando que así defienden la santidad del matrimonio.<br />Cualquier otro paralelo sería igualmente bueno, en cuanto se tratase del insensato dilema y de la sensata alternativa; y tal vez cuanto más fantástico juega en paralelo, tanto más exactamente se lo podría aplicar al caso. Si todos los diarios hubieran llevado al público la idea de que debemos elegir entre ser vegetarianos o caníbales, podríamos necesitar algún diario indicara ya que esa alternativa era un disparate. Pero no mostraremos muy brillante criterio periodístico si lo tituláramos "El antiantropófago carnívoro". Sería una correcta descripción de nuestra costumbre normal de comer carne de carnero, pero no de comer hombres. Es una bárbara mezcla de griego y del latín, pero con todo, parece ser una palabra realmente científica. Lógicamente si no lingüísticamente, es un término de exactitud perfecta. Pero aunque casi todos somos carnívoros antiantropófago, nunca lo mencionamos, especialmente si queremos convencer a nuestros vecinos de que somos sencillamente personas sensatas; y lo somos, en efecto. La dificultad consiste en que cualquier título que define nuestra doctrina, la hace parecer doctrinal. Y es que la verdadera idea de la propiedad privada ha sido descuidada por la que tan largo tiempo en Inglaterra, que no hay fraseología popular fácil que se refiere a ella. Ha tenido que inventar sus propios términos y son necesariamente confusos y complicados; y es tan antigua esa idea que ha llegado a se nueva. Al mismo tiempo, necesito un título que indique que el periódico es de controversia y que ésta es la tendencia general que defiende. Necesito algo que sea reconocido como bandera aunque esta sea fantástica y ridícula, que algún punto represente un desafío, aunque éste sea recibido con cierta benévola ironía. No quiero un nombre incoloro, y lo más parecido a un símbolo que se me ocurre es sencillamente mi propia bandera.<br />Por ejemplo, la primera prueba de que algo es familiar, es cuando resulta divertido. Hay bromas respecto a los que se benefician con las guerras y también respecto a los socialistas. Pero no las hay con respecto al Distributista. Cualquiera puede dibujar una caricatura convencional de un socialista poniéndole una corbata roja. Pero nadie puede hacer una caricatura de un hombre que cree en la pequeña propiedad privada bien distribuida, porque no está familiarizado con la teoría ni con el tipo. Ningún visionario puede aventurarse a imaginar cómo sería el cabello de un distributista. Ningún poeta, mojando su pincel en los colores del terremoto y del eclipse, puede colorear la corbata del distributista. No hay imagen familiar que podamos evocar para recordar amigos y enemigos lo que queremos decir. Pero, aunque no haya bromas referentes a la pequeña propiedad, las hay referentes a mí. Comienzan con la antigua y admirable historia de que mi anticuada caballerosidad indujo a ceder mi asientos a tres damas, y siguen con una anécdota más reciente y realista de que mis vecinos se quejaron al administrador de una ruidosa fábrica local con el motivo de que "el señor Chesterton no podía escribir bien", y recibieron está tranquila respuesta: "sí, ya sabemos eso". Nadie cuya notoriedad se base en tales cuentos puede sentirse muy orgulloso de ella. No digo que mi reputación periodística sea particularmente elevada, pero debo reconocer que es probable que sea más difundida que mis opiniones sobre distribución económica. Este ideal sociológico tan natural, ha sido descuidado en Inglaterra tan ciega y totalmente, que creó con sinceridad que mi ideal normal es menos conocido que mi nombre. Es por eso que me veo inducido a emplear el nombre como la única introducción familiar a ese ideal.<br />Tengo la esperanza de ver invertida esa relación trabajaré en este periódico con el anhelo de que la familiaridad con el nombre disminuya, y aumente el conocimiento de la causa. Tal vez entonces una generación más feliz, que viva en un estado social más sano, se sienta intrigada por las iniciales impresas en el encabezamiento de esta página. Los sabios profesores meditaran sobre el significado de este G. K. jeroglífico; los que conserven la bárbara teoría del siglo XX las interpretarán así: "Good Killing" (Buena Matanza), mientras los que idealizan más piadosamente ese pasado, la traducirán como "Greather Knowlogde" (Mayor Conocimiento). Los estudiosos de la literatura contemporánea supondrán que forman una especie de monograma de "God and Kippling" (Dios y Kippling) o posiblemente Kipps, mientras los historiadores dinásticos probarán que no era sino una transposición de "George King" (Rey Jorge). Pero no me preocupará mucho lo que digan, siempre que sea en un país libre, donde los hombres puedan volver a poseer algo.<br />No hay destinos más noble que ser olvidado como enemigos de una herejía olvidada, ni mayor éxito que llegar a ser superfluo; bien esta aquel que puede ver su paradoja implantada de nuevo como un lugar común, o su fantasía desechada como una pluma cuando las naciones renuevan su juventud, a la manera de las águilas; y cuando no sea absurdo decir que la granja deba pertenecer al granjero, y ni que parezca una idea brillante sugerir que el hombre debe vivir en su casa, así como es dueño de su sombrero. Entonces, las trompetas del triunfo nos dirán quizá ya no somos necesarios.Fides et Ratiohttp://www.blogger.com/profile/16094684303467049906noreply@blogger.com2