Ensayo sobre dos ciudades-G.K.CHESTERTON
Título original: «An essay on two cities», en All Things Considered
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/
Hace poco caí de Inglaterra en la ciudad de París. Si un hombre cayera de la luna en París, conocería que es la capital de una gran nación. En cambio, si cayera (digamos desde otra parte de la luna) en la ciudad de Londres, no conocería fácilmente que es la capital de una gran nación, y en ningún caso que la nación es tan grande como es. Y sería así aun en el supuesto de que el hombre de la luna no entendiera nuestro alfabeto, como presumiblemente no lo entendería, a menos que la educación elemental en aquel planeta haya alcanzado niveles insospechados. Pero es verdad que lo que distingue a París de Londres puede verse en gran medida en los nombres. Los verdaderos demócratas dicen que Inglaterra es un país aristocrático. Los verdaderos aristócratas dicen (por alguna misteriosa razón) que es un país democrático. Si alguien tiene alguna duda acerca de esta cuestión, solamente ha de fijarse en el nombre de las calles. Casi todas las calles adyacentes al Strand,* por ejemplo, llevan el primer, segundo, tercer, cuarto, quinto y sexto nombre de alguna familia noble, o de parientes y amigos suyos, o de sus lugares de residencia: Arundel Street, Norfolk Street, Villiers Street, Bedford Street, Southampton Street y muchas más. Los nombres son muy variados, a fin de que una misma familia figure con el mayor número de apellidos posible; tenemos así Arundel Street y Norfolk Street, Buckingham Street y Villiers Street. Decir que esto no es aristocrático es pura desvergüenza intelectual. Yo soy un ciudadano normal y corriente, me llamo Gilbert Keith Chesterton. Y confieso que si en el Strand me encontrara tres calles seguidas llamadas Gilbert Street, Keith Street y Chesterton Street, me consideraría una persona socialmente más importante de lo que sería bueno para la sociedad. Si los franceses mandasen en Londres (Dios no lo quiera), tan disparatado les parecería que esas calles se llamaran como el duque de Buckingham, como que se llamaran como yo. Esas calles están junto a una de las principales vías de Londres. Si adoptásemos el sistema francés, una de ellas se llamaría Shakspere Street, otra Cromwell Street, otra Wordsworth Street, y habría estatuas de estas personas al final de sus correspondientes vías, y si alguna calle quedase por nombrar, se la llamaría con la fecha en la que se aprobó la reforma tributaria o se implantó el sistema de tarifas postales.
Imaginemos que un hombre quisiera encontrar personas en Londres guiándose por el nombre de los lugares. Sería el protagonista de una graciosa comedia que ilustraría nuestra falta de lógica. Conociendo que Buckingham Street fue bautizada así en honor de la familia Buckingham, iría, como es natural, a Buckingham Palace en busca del duque de Buckingham. Para su sorpresa, encontraría a una persona muy distinta.** Su sencilla lógica lunar lo llevaría a suponer que si quisiera ver al duque de Marlborough (lo que parece poco probable), lo hallaría en Marlborough House. A quien encontraría sería al príncipe de Gales. Y cuando por fin se enterase de que los duques de Marlborough viven en Blenheim Palace, residencia así llamada por la victoria del duque en la batalla de Blenheim, allá se iría sin duda. Pero si, siguiendo este principio, buscara al duque de Wellington, de nuevo se equivocaría pidiendo al cochero que lo llevase a Waterloo. Me sorprende que nadie haya escrito una novela narrando las disparatadas aventuras de semejante alienígena, en busca de los grandes aristócratas ingleses sin más guía que los topónimos; en busca del duque de Bedford en la ciudad de ese nombre, y en Norfolk al duque de Norfolk. Podría viajar a Wellington, Nueva Zelanda, buscando el lugar de origen de los Wellington. Y en la última escena podría aparecer aprendiendo galés para poder hablar con el príncipe de Gales.
Pero aun si nuestro imaginario viajero desconociese el alfabeto terrestre, creo que seguiría siendo capaz de ver diferencias entre Londres y París, y sobre todo la gran diferencia. No podría leer las palabras «Quai Voltaire», pero sí vería la socarrona estatua y las calles firmes y rectas; sin saber quién fue Voltaire, sabría que la ciudad era volteriana. No sabría que la londinense calle Fleet se llamó así por la prisión de Fleet, pero sí vería que el mismo espíritu nacional que hizo la prisión cerrada y angosta, ha hecho la calle cerrada y angosta. O, si quieren ustedes, la calle acogedora y acogedora la prisión. Yo creo que me sentiría más cómodo en la prisión de Fleet, cómodo en el sentido inglés de la palabra, que al pie de la estatua de Voltaire. Creo que el hombre de la luna conocería Francia sin conocer a los franceses, como creo que conocería Inglaterra sin haber oído la palabra Inglaterra. Porque, como último recurso, todos los hombres hablamos por señas, por signos. Hablar por signos es hablar por estatuas, por ciudades. Columnas, palacios, catedrales, templos, pirámides, constituyen un enorme alfabeto mudo: como si un gigante nos hablara por señas de piedra. Las cosas más importantes se han dicho siempre con signos, aunque fueran, como la Cruz de Saint Paul, signos en el cielo. Si los hombres no entienden los signos, jamás entenderán las palabras.
Por eso me sentiría inclinado a pensar que el objeto principal de la educación debe ser el de devolver la simplicidad. Y si se me apura, diré que el principal objeto de la educación no es aprender cosas, sino desaprenderlas; desaprender lo que hay de pesado y malo en el mundo y volver a ese estado de exaltación y alegría que instintivamente sentimos al escribir para niños. Si a mí me nombraran examinador de examinadores (lo que no parece muy probable), no solo preguntaría a enseñantes y maestros cuánto conocimiento han impartido; les preguntaría cuánta espléndida y desdeñosa ignorancia han erigido, cual regia torre fortificada. E insistiría en que lo importante es enseñar a la gente la simplicidad que les permita ver las cosas de pronto y tal como son. Poco me importa que puedan leer los nombres de las tiendas. Me importa mucho más que puedan leer las tiendas. Poco me preocupa que no puedan decir dónde se halla Londres en el mapa, si saben dónde se halla Brixton camino de su casa. Ni siquiera me interesa que sepan sumar dos y dos en el sentido matemático; me contento con que sepan sumar dos y dos en el sentido metafórico. Aunque toda esta larga digresión puede resumirse en la metáfora que antes he empleado. Me importa muy poco que no conozcan el alfabeto, mientras conozcan el alfabeto mudo.
Por desgracia, tengo observado que, en muchos aspectos de nuestra educación popular, esto no se hace así en absoluto. Enseñamos a nuestros chicos londinenses a ver Londres con ojos simples y desprevenidos. Y Londres es mucho más difícil de ver bien que ningún otro sitio. Londres es un acertijo. París es una explicación. La educación del niño parisino es algo que se corresponde con las claras avenidas y las geométricas plazas de París. El niño parisino que aprende lo que es la razón francesa y el orden romano, puede salir y verlos plasmados en la forma de muchos espléndidos lugares públicos, en las esquinas de muchas calles. Pero el niño inglés que sale a la calle habiendo aprendido algo acerca de un vago progreso y un vago idealismo, no puede verlos en ningún sitio. No puede ver nada en ningún sitio, excepto anuncios de Sapolio*** y el Daily Mail. Debemos o cambiar Londres para adaptarla a los ideales de nuestra educación, o cambiar nuestra educación par adaptarla a la gran belleza de Londres.
*Calle céntrica de Londres.
**A la reina Victoria
***Marca de jabón famosa precisamente por su publicidad.
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