En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON
Título original: «The case for the ephemeral»,
en All Things Considered
Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/
No puedo entender a la gente que se toma en serio la literatura; pero puedo amarla y la amo. Por eso le recomiendo que no coja este libro. Es una colección de papeles rudimentales e informes sobre temas de actualidad, temas corrientes o más bien volantes, que han de ser publicados tal como están. En general, los escribí en el último momento, los entregué justo antes de que fuera demasiado tarde y no creo que los cimientos de nuestro estado de bienestar se hubieran estremecido de haberlo hecho justo después. Ahí van ahora con todas sus imperfecciones, que más bien son las mías; pues sus defectos son tan vitales que no los enmendarían unos tachones, ni nada que yo pueda imaginar, salvo la dinamita.
Su principal defecto es que suelen ser muy graves: no tuve tiempo de aligerarlos. ¡Es tan fácil ser solemne! ¡Es tan difícil ser frívolo! Cierre el sincero lector los ojos unos momentos y pregúntese, ante el tribunal de su conciencia, qué preferiría que le pidieran escribir en las siguientes dos horas, si la portada del Times, que está llena de largos artículos serios, o la del Tit-Bits, que está llena de chistes cortos.° Si el lector es la persona honrada y cabal que yo creo que es, se apresurará a contestar que, al pronto, antes preferiría escribir diez artículos para elTimes que un solo chiste para el Tit-Bits. Hablar con responsabilidad, la responsabilidad profunda y prudente, es lo más fácil del mundo; todo el mundo puede hacerlo. Por eso se meten a políticos tantos hombres cansados, viejos y ricos. Son responsables porque no les queda energía mental para ser irresponsables. Es más digno estarse tranquilamente sentado que ponerse a bailar. También es más fácil. En estas páginas yo me mantengo en general al nivel del Times y solo ocasionalmente me elevo al del Tit-Bits.
Retomo la defensa de este libro indefendible. Estos artículos tienen otra pega, fruto de la urgencia con la que fueron escritos: son prolijos y rebuscados. Uno de los inconvenientes de la prisa es que lleva mucho tiempo. Si tengo que estar en High-gate hoy, quizá pueda ir por el camino más corto. Si tengo que estar ahora mismo, mejor será que vaya por el más largo. En estos ensayos (ahora que los releo) noto que me irrito tremendamente a mí mismo por no ir al grano más deprisa; pero es que no tuve tiempo de correr. Hay algunos casos exasperantes en los que empleo dos o tres páginas para describir un concepto cuya esencia podría expresarse con un epigrama; solo que no había tiempo para epigramas. No me arrepiento ni de una coma de lo aquí manifestado; pero sí creo que podría haberlo manifestado de una manera mucho más breve y exacta. Por ejemplo, late en estas páginas una especie de protesta contra los escritores que se jactan de novedosos. Se precian de que su filosofía del universo es la última filosofía, o la nueva filosofía, o la filosofía avanzada y progresista. Digo muchas cosas contra un mero modernismo. Con la palabra «modernismo» no me refiero solamente al conflicto que existe hoy en la Iglesia Católica Romana, aunque no deja de sorprenderme que un grupo de intelectuales acepte un nombre tan vago y tan poco filosófico. Me resulta incomprensible que un pensador pueda tranquilamente llamarse a sí mismo modernista; es como llamarse Juevesista. Pero, dejando aparte esta contrariedad, decía que en estas páginas late una irritación general contra los que presumen de progresismo y modernidad al debatir sobre religión, pero en ningún momento consigo decir de forma clara y directa cuál es el problema del modernismo. La verdadera objeción al modernismo es que es una forma de presunción, ni más ni menos. Es querer aplastar a un adversario racional no con razones, sino con una especie de misteriosa superioridad, dando a entender que uno está particularmente puesto al día o enterado. Presumir de que todos los últimos libros nos han llegado de Alemania es sencillamente vulgar; es como presumir de que todos los últimos sombreros nos han llegado de París. Introducir en los debates filosóficos una mueca de desdén por la antigüedad de un credo es como introducir una mueca de desdén por la edad de una mujer. Es de mal gusto porque es irrelevante. El modernista puro no es más que un esnob; no puede soportar ir un mes por detrás de la última moda. Análogamente, veo que en estas páginas he intentado formular la verdadera objeción al filántropo y no lo he conseguido. No he sabido expresar la simplísima objeción a las causas defendidas por ciertos idealistas ricos; causas de las que la llamada abstinencia del alcohol es la más representativa. He usado contra ella muchos términos críticos, denominándola puritanismo, arrogancia, aristocracia; pero no he sabido ver ni decir la simplísima objeción a la filantropía; que es la de que es persecución religiosa. La persecución religiosa no consiste en instrumentos de tortura ni en quemas de herejes; la esencia de la persecución religiosa es esta: que el hombre que ostenta poder material en el Estado, porque es rico o porque ocupa un cargo oficial, gobierne a sus compatriotas no según la religión o la filosofía de ellos, sino según las suyas. Es persecución religiosa que, por ejemplo, a una nación vegetariana, si tal cosa existiera; si a una gran masa unida que deseara vivir según los preceptos vegetarianos, yo les dijera, por usar los enfáticos términos de cierto arrogante marqués francés de antes de la Revolución francesa: «Que coman hierba». A lo mejor este oligarca francés era una persona humanitaria –muchos oligarcas lo son–, y cuando les decía a los campesinos que comieran hierba, estaba en realidad recomendándoles la higiénica sencillez de un restaurante vegetariano; pero esta, aunque muy interesante, no es la cuestión. La cuestión es que una nación vegetariana permita a sus gobernantes hacerle sentir todo el horrible peso del vegetarianismo; que les permita ofrecer a los huéspedes de Estado banquetes oficiales vegetarianos; que les permita ofrecerles, en el sentido más literal y atroz de la palabra, judías. Y este tipo de tiranía aún tiene pase; pues es el pueblo el que tiraniza al pueblo. Pero los reformadores por la abstinencia son como grupitos de vegetarianos que silenciosa y sistemáticamente obraran conforme a un supuesto ético del todo ajeno al conjunto del pueblo. Harían pares del reino a los verduleros, nombrarían comisiones parlamentarias para investigar la vida privada de los carniceros, obligarían a todo hombre que vieran a su merced, a los pobres, a los reclusos, a los locos, a rematar su inhumano aislamiento haciéndose vegetarianos; en los comedores de los colegios solo servirían comida vegetariana, las casas públicas serían casas públicas vegetarianas. Comparado con la abstinencia, aún sale ganando con mucho el vegetarianismo. Ninguna filosofía puede considerar embriaguez el beberse un vaso de cerveza; pero esa filosofía sí puede considerar asesinato el matar a un animal. La objeción a ambos credos, el abstemio y el vegetariano, no es que sean inadmisibles; es sencillamente que no son admitidos. Son persecución religiosa porque no se basan en la vigente religión de la democracia. Piden al pobre que acepte en práctica lo que saben perfectamente que no aceptaría en teoría. Esto es la persecución. Yo me opuse a la pretensión de los Tories de imponerles a los ingleses una teología católica en la que no creen. Aún me opongo más a la de imponerles una moral musulmana que activamente rechazan.
Digo lo mismo del caso del periodismo anónimo. Tengo la impresión de haber dicho muchas cosas sin haber dicho ninguna clara y terminante. El periodismo anónimo es peligroso; emponzoña nuestra presente vida porque la está volviendo cada vez más anónima. Esto es lo terrible de nuestra sociedad actual: que está convirtiéndose en una sociedad secreta. El tirano moderno es malo porque es escurridizo. Es más anónimo que su esclavo. No es menos cruel que los tiranos del pasado, pero sí más cobarde. El editor rico puede tratar al poeta pobre mejor o peor de lo que antiguamente el maestro trataba al aprendiz. Pero el aprendiz escapaba y el maestro corría tras él. Hoy día es el poeta el que persigue al editor y en vano intenta depurar responsabilidades. Y el editor es el que escapa. Despiden al secretario del señor Solomon; despiden, o mejor dicho despachan, a la bella esclava griega del sultán Sulimán. Pero aunque la esclava desaparece bajo las negras aguas del Bósforo, al menos su verdugo no desaparece. Se lo encuentra a lomos de un elefante blanco precedido por trompetas doradas. En el caso del secretario, por contra, casi tan difícil es saber de dónde viene el despido como adónde va el secretario. Tan pronto puede haberlo despedido el mismo señor Solomon, como el jefe del señor Solomon, como la tía rica del señor Solomon que vive en Cheltenham, como el acreedor rico del señor Solomon que vive en Berlín. La intrincada maquinaria que en otros tiempos se ponía en marcha para hacer responsables a los hombres funciona ahora para rehuir responsabilidades. Se habla de la soberbia de los tiranos, pero hoy nosotros no sufrimos por la soberbia de los tiranos. Sufrimos por la timidez de los tiranos; por la apocada modestia de los tiranos. Por eso no debemos animar la timidez de los editorialistas; no debemos estimular su ya demasiada modestia. Al contrario, debemos incitarlos a ser fatuos y ostentosos; para que su ostentación pueda llevarlos al fin a la honradez.
El último defecto de este libro es el peor de todos. Este: que si todo va bien, no será sino una ininteligible bobería. Pues consiste sobre todo en criticar posturas y actitudes que son por naturaleza accidentales y no han de durar. Por corta que sea la vida de un libro así, aún durará veinte minutos más que las filosofías que ataca. Y al final lo importante no será si escribimos bien o mal, ni si luchamos con látigos o palos. Lo importante será de qué parte luchamos.
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