Carta pública de G.K.C.
Milord: Le dirijo una carta pública, pues se trata de una cuestión pública. Es improbable que le moleste a usted con una carta particular sobre una cuestión privada; especialmente sobre la cuestión privada que ahora ocupa mi espíritu. Sería imposible desconocer la ironía que, en estos últimos días, ha puesto término al gran duelo del asunto Marconi en que usted y yo, hasta cierto punto, representamos los papeles de segundos; esta parte personal del asunto terminó al hallar Cecil Chesterton la muerte en las trincheras, a las que había ido por su voluntad; y al ser rechazada la apelación de Godfrey Isaacs por los mismos tribunales a los que en otro tiempo apeló con éxito. Pero, créame, no escribo sobre ningún asunto personal; ni escribo, aunque parezca extraño, con ninguna acrimonia personal. Por el contrario, hay algo en estas tragedias que, casi contra lo natural, aclara y ensancha el espíritu; y creo que, en parte, escribo porque quizá nunca me sienta otra vez tan magnánimo. Sería irracional pedir su simpatía; pero me siento sinceramente impulsado a ofrecer la mía. Usted es mucho más desgraciado; pues se hermano todavía vive.
Al volver la vista hacia usted y su tipo de política, no lo hago entera y únicamente mediante la abstracción que, en momentos de pena, lleva a un hombre a mirar fijamente una mancha de los manteles o un insecto en el suelo. Me doy cuenta, por supuesto, con esa clase de insulsa claridad, de que es usted en la práctica una mancha en el paisaje inglés y de que los políticos que le ensalzaron figuran entre las cosas de la tierra que se arrastran. Pero siento ahora, con toda sinceridad, menos el humor de burlarme de las falsas virtudes que exhiben, que el de probar de imaginar las virtudes más reales que ocultan con éxito. En su caso de usted hay menos dificultad, por lo menos en una cuestión. Estoy dispuesto a creer que fue la dependencia mutua de los miembros de su familia lo que ha requerido el sacrificio de la diginidad e independencia de mi país; y que si está decretado que la nación inglesa ha de perder su honor, será en parte porque ciertos hombres de la tribu de Isaacs mantuvieron su propia extraña lealtad privada. Estoy dispuesto a contárselo como una virtud; según su propio código quizá interprete las virtudes; pero este hecho sólo sería bastante para hacerme protestar contra cualquier hombre que profese su código e interprete nuestra ley. Y sobre este punto de su posición pública, y no con motivo de sentimientos personales, me dirijo hoy a usted.
No se trata de antipatía hacia ninguna raza, ni siquiera de antipatía hacia ninguna persona. No promueve la cuestión de detestarle a usted; más bien promovería, de algún extraño modo, la cuestión de amarle a usted. ¿Se le ha ocurrido alguna vez cuánto tendría que amarle a usted un buen conciudadano para tolerarle? ¿Ha considerado cuán caluroso, y aun loco, ha de ser nuestro afecto para el determinado corredor de bolsa que, de algún modo, se ha convertido en Presidente del Tribunal Supremo, para ser lo bastante fuerte para hacérnosle aceptar como tal Presidente? No se trata de cuánto nos desagrada usted, sino de cuánto nos agrada; de si le amamos a usted más que a Inglaterra, más que a Europa, más que a Polonia, columna de Europa, más que el honor, más que la libertad, más que los hechos. No se trata, en resumen de cuánto nos desagrada, sino de hasta qué punto se puede esperar que le adoremos, muramos por usted, decaigamos y degeneremos por usted; que por su causa seamos despreciados, que por su causa seamos despreciables.
¿Consideró usted alguna vez, en un momento de meditación, cuán curiosamente valioso tendría que ser usted realmente para que los ingleses se desentendiesen de todas las cosas que usted ha corrompido y se mostrasen indiferentes a todas las cosas que puede usted destruir todavía? ¿Hemos de perder la guerra que ya ganamos? Esto, y no otra cosa, significa el perder la plena satisfacción de la demanda nacional de Polonia. ¿Existe algún hombre que dude de que la Internacional judía es adversa a esa plena demanda nacional? ¿Existe algún hombre que dude de que usted será favorable a la Internacional judía? Nadie que sepa algo de los hechos internos de la Europa moderna tiene la menor duda sobre cualquiera de estos puntos. Nadie duda si lo sabe, impórtele o no. ¿Imagina usted seriamente que los que saben, los que se interesan, son tan idólatras de Rufus Daniel Isaacs que toleran tal riesgo, que se expongan a tal ruina? ¿Tenemos que exaltar como representantes de Inglaterra a un hombre que es una burla contra Inglaterra? Esto, y no otra cosa, significa el hacer del ministro de los Marconis nuestro principal ministro en el extranjero. Es precisamente en esos países extranjeros con los que tal ministro tendría que tratar, donde su nombre sería, y ha sido, una especie de proverbio de pantomima como Panamá o la Estafa de Mar del Sur. Los extranjeros no fueron amenazados con multa y prisión por llamar pan al pan y especulación a la especulación; los extranjeros no fueron castigados por una ley sobre calumnias, completamente sin ley, por decir acerca de unos hombres públicos lo que estos hombres mismos tuvieron después que confesar públicamente. Los extranjeros fueron especuladores que realmente pudieron ver la mayor parte del juego, mientras nuestro público no veía nada; y no se divirtieron poco con él. ¿Habrá que dejar que en adelante se diviertan con todo lo que se diga o haga en nombre de Inglaterra en todos los asuntos de Europa? ¿Tiene usted la grave insolencia de llamarnos antisemitas porque no sentimos por un judío determinado un cariño lo bastante exagerado para hacernos soportar esto por él solo? No, milord; las bellezas de su carácter no nos cegarán hasta el punto de no ver todos los elemntos de razón y defensa propia; aun podemos dominar nuestros afectos; nuestro cariño por usted no llega a tal extremo. Aunque lo seamos todo menos antisemitas, no somos prosemitas de este modo peculiar y personal; aunque seamos amantes, no vamos a suicidarnos por amor. Después de pesar y evaluar todas sus virtudes, las cualidades de nuestro propio país toman su parte debida y proporcional en nuestra estima. No morirá por su causa.
No sabemos de qué manera siente usted mismo su extraña posición, ni hasta qué punto sabe que es una posición falsa. A veces he creído ver, en los rostros de hombres tales como usted, que sufren toda esta experiencia como irreal, siempre mascarada; con la misma sensación que yo tendría si por una suerte fantástica, en la antigua y fantástica civilización de la China, me viera elevado del Botón Amarillo al Botón de Coral, o del Botón de Coral a la Pluma de Pavo Real. Precisamente por lo grotesco de tales cosas quizá apenas las sintiera como incongruas. Precisamente por no significar nada para mí, acaso disfrutaría de ellas sin avergonzarme de mi insolencia como extraño advenedizo. Probablemente por no poder sentir su dignidad, no sabría qué había degradado. Mi idea puede ser equivocada; es sólo una de muchas tentativas que he hecho para imaginar y tener en cuenta una psicología extraña en este asunto; y si usted, y otros judíos mucho más dignos que usted, son prudentes, no descartarán como antisemitismo lo que quizá resulte el último intento serio por simpatizar con el semitismo. Tengo en cuenta su posición más que la mayoría de los hombres, más, sin duda alguna, de lo que la tendrán en cuenta la mayoría de los hombres en los días más sombríos que han de venir. Es absolutamente falso sugerir que yo, o un hombre mejor que yo cuya tarea heredo, deseamos este desastre para usted y los suyos; no les deseo tan horrible castigo. Daniel, hijo de Isaac, vaya en paz; pero váyase.
Suyo,
G. K. Chesterton
PD: Esta carta fue escrita en el contexto del caso Marconi, mas tarde escribiría Chesterton en el prologo del libro de su hermano, "Historia de los Estados Unidos" edición de 1918, también publicado en Maestro de Ceremonias de Chesterton, Pág. (97-105). Chesterton comenta lo siguiente hablando de su ya difunto hermano Cecil Chesterton:
"Se acusaba a los ministros de que, mientras se trataba de un contrato del gobierno, ellos intentaban ganar dinero valiéndose de un dato secreto, que les era proporcionado por el agente con quien, se suponía, su gobierno estaba negociando su contrato. Fue esto lo que afirmo su acusador, Cecil Chesterton, pero no fue a esta acusación que ellos contestaron; mediante una acusación basada, no en lo que el dijo del gobierno, si no en algo secundario que había dicho acerca del contratista del gobierno; este, el señor Georges Isaac, obtuvo una sentencia por la calumnia y el juez impuso una multa de 100 libras esterlinas. Tal vez los electores hayan conocido algunos incidentes posteriores referentes a la vida del señor Isaac, pero no trato aquí si no de los que se relacionaban con una persona mucho mas interesante que él."
lunes, 20 de julio de 2009
Carta pública de G.K.CHESTERTON
Etiquetas:
caso Marconi,
Cecil Chesterton,
corrupcion,
epistolar,
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