jueves, 6 de diciembre de 2012

El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON

El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON Título original: «The optimism of Byron», en Twelve Types Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ Todo se opone a que comprendamos el espíritu y la época de Byron. La época que ha pasado nos parece lo que un sueño cuando despertamos por la mañana: algo increíble que pasó hace siglos. El mundo de Byron se nos antoja triste y desvaído, extraño e inhumano, un mundo en el que los hombres eran románticos con patillas, las mujeres parecían vivir bajo pérgolas y las mismas palabras sonaban teatrales. La poesía de esa época abunda en rosas y ruiseñores con la elegancia monótona de un motivo de papel pintado. Es como una gran fiesta de muertos vivientes, con trajes espléndidos y cara de bobos. Ahora bien, cuanto más detenidamente examinamos una época, menos tendemos a tacharla de «artificial». Nada ha sido nunca artificial. De muchas costumbres, de muchas maneras de vestir, de muchas obras de arte decimos que son artificiales porque parecen amaneradas y vanas, como si la vanidad no fuera un sentimiento profundo y elemental, como el amor, el odio, el miedo a la muerte. Hay vanidad en los desiertos penumbrosos, en el ermitaño y en las alimañas que se arrastran a su alrededor. La vanidad puede ser buena o mala, pero nunca es artificial: es una voz que viene del abismo. Sin embargo, es curioso –y muy importante a la hora de juzgar hoy la figura de Byron– que lo que no nos es familiar, lo que es fruto de una época o una mentalidad remotas, nos parezca, no salvaje o terrible, sino sencillamente artificial. Se me ocurren muchos ejemplos. Uno muy claro son las plantas y las aves tropicales. No pensamos que esas floraciones lujuriantes y monstruosas que vemos en las selvas ecuatoriales sean estallidos de la naturaleza, reventones mudos de su terrible poder. Nos cuesta creer que no sean flores de cera sacadas de vitrinas. No pensamos que esas aves tropicales que consisten en cuerpecillos diminutos pegados a picos gigantescos sean fenómenos engendrados por la feroz ironía de la Creación. Casi creemos que son juguetes infantiles que alguien ha tallado y coloreado. Pues lo mismo acontece con esa gran convulsión de la naturaleza que conocemos con el nombre de byronismo. No pensamos que es un volcán hoy extinto, sino el palo caído de un cohete. No pensamos que son las cenizas de un fuego natural, sino artificial. Pero Byron y el byronismo fueron algo inconmensurablemente más grande que nada de lo que esas palabras representan: su valor y su significado real ni siquiera se han entendido bien. El primer error que se comete con Byron es considerarlo un pesimista. Cierto es que él mismo se tenía por tal, pero poco y mal conocerá un crítico a Byron si no tiene en cuenta que él se conocía menos de lo que ningún hombre inteligente se conoció jamás. El pesimismo supuesto de Byron merece más estudio que el pesimismo real de nadie. Peculiaridad constante de este curioso mundo nuestro es que casi todas las cosas que en él hay han sido ensalzadas entusiásticamente, y siempre en detrimento de todas las demás. De casi todos los fenómenos del universo se ha dicho sucesivamente que son capaces por sí solos de hacer que la vida merezca la pena. Los libros, el amor, los negocios, la religión, el alcohol, la verdad abstracta, las emociones de la vida privada y de la vida sencilla, el misticismo, el trabajo duro, la vida cerca de la naturaleza y la vida cerca de Belgrave Square, de todas estas cosas ha dicho alguien con pasión que son tan buenas que redimen el mal del mundo, el cual sin ellas sería insoportable. De esta manera, al tiempo que se condena el mundo en general, se lo justifica y aun se lo enaltece detalle a detalle. La existencia la han elogiado y absuelto todo un coro de pesimistas, que se han repartido ingeniosamente, como en otros tiempos, la tarea de dar gracias a Dios: Schopenhauer, especie de bibliotecario en la casa del Señor, loa los austeros goces de la mente; Carlyle, el administrador e intendente, encomia la vida y las labores del campo; Omar Khayyam, que se ha instalado en el sótano, jura que es la única estancia de la casa. Incluso el más sombrío de los artistas pesimistas disfruta de su arte, y la satisfacción que siente por haber dado remate a alguna virulenta e implacable invectiva contra la Creación no hace sino sumarse al coro de la gratitud universal, junto con la fragancia de la flor silvestre y el trino de los pájaros. Pues bien, la inmensa popularidad de que gozó Byron, en la medida en que puede explicarse con palabras, se fundó en su pesimismo. Lo adoraba muchísima gente, casi todos aquellos a los que la mayoría de la gente despreciaba. Pero a poco que ahondamos en la cuestión, empezamos a creer menos en esta popularidad del pesimista. La popularidad del pesimismo puro es cosa muy rara; es casi una contradicción en los términos. Los hombres no reciben la noticia del fracaso de la existencia o de la armoniosa hostilidad de las estrellas con júbilo y regocijo público, como no encienden fuegos para dar la bienvenida a la peste ni se ponen a bailar de contento cuando los condenan a la horca. El pesimista solamente puede ser popular cuando muestra, no que todo está mal, sino que algo está bien. Los hombres solo se unen en coro para elogiar, aunque sea elogiar la denuncia. La persona que es popular no puede no ser optimista en algo, aunque lo sea únicamente en el pesimismo. Y este fue el caso de Byron y de los byronianos. Su popularidad se fundaba en realidad no en que lo condenaban todo, sino en que encomiaban algo. Colmaban de maldiciones al ser humano, pero era porque lo necesitaban como contraste. Lo que en realidad querían era elogiar las potencias de la naturaleza. El hombre era para ellos lo que la charla y la moda eran para Carlyle, lo que las disputas filosóficas y religiosas eran para Omar, lo que la humanidad ávida de placeres materiales era para Schopenhauer: aquello que debía ser censurado para que otra cosa pudiera exaltarse. No era sino admitir que para escribir con tiza blanca se necesita una pizarra negra. Es ridículo creer que el amor de Byron por lo desolado e inhumano de la naturaleza es prueba de su escepticismo y su temperamento depresivo. El joven que elige voluntariamente pasear solo junto a un mar proceloso en invierno, que goza exponiéndose a la lluvia y escalando cimas vertiginosas, que se identifica con la anárquica melancolía de la vieja tierra, podemos deducir con certeza lógica que es muy joven y muy feliz. Cuando miramos el vino en la sombra, vemos cierta obscuridad, la misma que vemos también en la noche que se cierra tras un magnífico ocaso. El vino parece negro y al mismo tiempo intensa, casi imposiblemente rojo; el cielo parece negro y al mismo tiempo de un color mezcla de púrpura y verde muy oscuro. No otra fue la obscuridad que envolvió a los byronianos: una obscuridad que era un púrpura profundo. Prefirieron la sombría hostilidad de la tierra porque en medio del frío y la obscuridad sus corazones llameaban como lumbres. Muy distinto es el caso de la más moderna escuela de la duda y el lamento. El último movimiento pesimista lo representan quizá los dibujos alegóricos del señor Aubrey Beardsley. Es este un pesimismo que no tiende naturalmente hacia los antiguos elementos de la naturaleza, sino hacia los más recientes y fantásticos oropeles de la vida artificial. El byronismo tiende al desierto; el nuevo pesimismo, al restaurante. El byronismo se rebela contra lo artificial; el nuevo pesimismo, en favor de lo artificial. El joven byroniano afecta sinceridad; el decadente, dando un paso más allá en el camino de lo irreal, afecta afectación. Y es por su dandismo y su frivolidad por lo que sabemos que su siniestra filosofía es sincera; en sus luces, sus guirnaldas y sus cintas vemos su desesperación interior. Lo mismo ocurría con Byron: sus momentos frívolos era sus momentos más amargos. Durante años clamó por fuego contra la humanidad, invocó el diluvio y el destructivo mar y todas las fuerzas colosales de la naturaleza para que barriesen las colonias de larvas humanas. Pero, pese a ello, en su subconsciencia no era un desesperado; al contrario, hay una especie de indómita fe en esas potencias terribles e inmemoriales. Este calor y esta genialidad interiores no los perdió hasta que escribió Don Juan, momento en que una estruendosa risotada anunció al mundo que Lord Byron se había convertido en un pesimista de verdad. Uno de los mejores modos de saber lo que un poeta quiere decir es su poesía. Puede ser un hipócrita en su metafísica, pero no en sus versos. Y por mucho que el lenguaje de Byron esté lleno de horror y de vacío, su poesía es un danzar alegre y saltarín. Puede echar las más horribles pestes de la existencia, condenarla con el más desolador de los veredictos, pero no puede evitar que en un paseo una mañana de primavera, activos todos nuestros miembros y palpitante toda nuestra sangre, nos acudan a los labios versos como estos: Oh, there’s not a joy the world can give like that it takes away, when the glow of early youth declines in beauty’s dull decay; ’tis not upon the cheek of youth the blush that fades so fast, but the tender bloom of heart is gone ere youth itself be past.° There’s not a joy the world can give like that it takes away when the glow of early thought declines in feeling’s dull decay; ’tis not on youth’s smooth cheek the blush alone, which fades so fast, but the tender bloom of heart is gone, ere youth itself be past. Se me ocurre de momento esta traducción: No hay un gozo que el mundo pueda dar como el que quita al decaer la luz del primer pensar en pasión oscura; no solo la flor de la juventud, pronto marchita, mas antes que ella, del corazón se ha ido la frescura. Esta recitación automática es toda la respuesta al pesimismo de Byron. La verdad es que Byron fue una de esas personas a las que podríamos llamar optimistas inconscientes, que muy a menudo son, por cierto, los más empedernidos pesimistas conscientes, pues su exuberante naturaleza exige por adversario un dragón no menos grande que el mundo. Pero todo su ser esencial e inconsciente estaba lleno de vida y confianza, y ese ser inconsciente, largo tiempo disfrazado y oculto bajo emociones artificiales, sale de pronto a la luz ante una necesidad política ardua y fría. En Grecia oyó la voz de la realidad, y muriendo empezó a vivir. Oyó de improviso la llamada de esa felicidad secreta y subconsciente que yace en todos nosotros, y que puede emerger de repente al ver la hierba de un prado o las lanzas del enemigo.

Tolstoy y el culto a la sencillez- G.K.CHESTERTON

Tolstoy y el culto a la sencillez- G.K.CHESTERTON Título original: «Tolstoy and the cult of simplicity», en Twelve Types Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ El mundo entero está destinado a una gran simplicidad y sencillez, no deliberada, sino antes bien inevitablemente. No es una simple moda de inocencia falsa, como la de los aristócratas franceses de antes de la Revolución, que erigieron un altar a Pan e impusieron tributos a los campesinos para pagar los enormes gastos que les suponía hacer la vida sencilla de los campesinos. La simplicidad a la que el mundo está abocado es el resultado necesario de todos nuestros sistemas y especulaciones, y de nuestra contemplación profunda y constante de las cosas. Pues el universo es como todo lo que contiene; hemos de mirarlo una y otra vez antes de poder verlo. Solo cuando lo hemos visto cien veces, lo vemos por vez primera. Cuanto más contemplamos las cosas, más tienden a unificarse y por lo tanto a simplificarse. La simplificación de algo es siempre impresionante. Y la más impresionante de las simplificaciones es el monoteísmo: es como si observáramos largo rato un dibujo hecho con mil objetos inconexos que, de pronto, con un estremecimiento de asombro, viéramos unirse para formar un gran rostro que nos mira. Poca gente discutirá el hecho de que los movimientos de nuestro tiempo tienden todos a la simplificación. Cada sistema quiere ser más fundamental que el resto; quiere, literalmente, socavar los fundamentos del resto. En el arte, por ejemplo, la vieja concepción del hombre, clásica como el Apolo de Belvedere, fue primero recusada por los realistas, que piensan que el hombre, como realidad de la historia natural, es una criatura de pelo incoloro y cara pecosa. A estos siguen los impresionistas, que van más allá y afirman que, a sus ojos físicos, que son lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo rojo y la cara gris. Vienen luego los simbolistas, y dicen que, para su alma, que es lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo verde y la cara azul. Y todos los grandes escritores de nuestro tiempo intentan también, cada cual a su manera, restablecer esa comunicación con lo elemental o, como a veces se dice más vaga y engañosamente, volver a la naturaleza. Unos piensan que volver a la naturaleza consiste en no beber vino; otros, que en beber mucho más del que conviene. Unos creen que volver a la naturaleza es convertir las espadas en rejas de arado; otros, que convertir las rejas de arado en bayonetas del ministerio de la guerra británico que no sirvan para nada.° Según los patriotas radicales, es natural que un hombre mate a otros con pólvora y se mate a sí mismo con ginebra. Según los pacifistas radicales, es natural matar a otros con dinamita y matarse uno mismo con vegetarianismo. Si consideramos la ingente cantidad de argumentos paradójicos que necesitan unos y otros para convencerse a sí mismos y convencer a los demás de la verdad de sus conclusiones, sería ciertamente filisteo creer que su pretensión de obedecer a la llamada de la naturaleza merece interés. Pero no cabe duda de que los grandes hombres de nuestro tiempo tiene en común el sostener por muy diferentes vías esta idea del regreso a la simplicidad. Ibsen vuelve a la naturaleza por la descarnada exterioridad de los hechos, Maeterlinck, por la eterna tendencia a la fábula. Whitman vuelve a la naturaleza queriendo ver cuánto puede aceptar, Tolstoi queriendo ver cuánto puede rechazar. Ahora bien, este heroico deseo de volver a la naturaleza es, en algunos aspectos, como el heroico deseo de un gato de alcanzar su rabo. Un rabo es un objeto simple y bonito, de forma ondulada y textura acariciante; y, aunque secundario, es sin duda un atributo característico el que cuelgue detrás. No se puede negar que perdería parte de su identidad si estuviera pegado a cualquier otra parte del cuerpo. Pues bien, la naturaleza se parece a un rabo en que es de vital importancia que esté siempre detrás para que desempeñe su verdadera función. Suponer que podemos ver la naturaleza, sobre todo la nuestra, cara a cara, es una locura, incluso una blasfemia. Es como el gato de algún cuento fantástico que se recorriera el mundo con la firme convicción de encontrar su rabo en medio de un prado, como si fuera un árbol. Y la impresión que causan los viajes de los filósofos en busca de la naturaleza se parece mucho a las vueltas de un gato buscándose el rabo, con mucho entusiasmo pero poca dignidad, con mucho ruido y poquísimo rabo. La grandeza de la naturaleza estriba en que es omnipotente e invisible, en que quizá nos gobierna más cuando menos atención pensamos que nos presta. «Eres un Dios que se oculta», dijo el poeta judío.° Con toda reverencia puede decirse que el espíritu de la naturaleza se esconde en la espalda del hombre. Es esta consideración la que da cierto aire de futilidad incluso a las inspiradas simplicidades y veracidades estentóreas de Tolstoi. Nosotros creemos que nadie puede hacerse más sencillo meramente por luchar contra la complejidad; es más, creemos, en nuestros momentos de mayor cordura, que nadie puede hacerse más sencillo de ningún modo. Una sencillez forzada puede muy bien ser mucho más artificial que el mismísimo lujo. Como que gran parte de la pompa y suntuosidad de la historia era sencilla en el verdadero sentido de la palabra. Era fruto de una receptividad casi infantil; era el lujo de hombres que tenían ojos para asombrarse y oídos para oír. El rey Salomón trajo mercaderes porque deseaba pavos reales, abejas y marfil, de Tarsis a Tiro.° Pero esta actitud no era parte de la sabiduría de Salomón; era parte de su locura... casi iba a decir de su inocencia. Tolstoi, creemos, no se contentaría con reprobar y denunciar «toda la gloria de Salomón», sino que, con lógica impecable y feroz, daría un paso más y se pasaría noches y días despojando a los lirios del campo de su impúdica corola carmesí.° La nueva colección de Cuentos de Tolstoi, traducidos y editados por el señor R. Nisbet Bain, está pensada para llamar la atención sobre este aspecto ético y ascético de la obra de Tolstoi. En un sentido, en el más profundo, la obra de Tolstoi es, por supuesto, un llamamiento a la sencillez noble y genuino. La idea estrecha de que un artista no debe enseñar está hoy día prácticamente desacreditada. Pero la verdad es que un artista enseña mucho más por su solo ambiente y carácter, su paisaje, sus costumbres, su idioma y su técnica, toda esa parte, en fin, de su obra de la que seguramente no es consciente, que por las sentencias morales grandilocuentes y redichas que toma con agrado por sus opiniones. La diferencia entre la ética del gran arte y la ética del arte artificioso y didáctico reside en el simple hecho de que la mala fábula tiene una moral y la buena es una moral. Y la verdadera moral de Tolstoi recorre estos relatos, la gran moral que late en toda su obra, de la que sin duda él no es consciente y muy probablemente renegaría con vehemencia. La curiosa luz matinal blanca y fría que ilumina todos los relatos, la folclórica sencillez con la que habla de «un hombre» o «una mujer» sin mayor especificación, el amor, casi se diría la voluptuosidad, que siente por las calidades de la materia bruta, la dureza de la madera, la blandura del barro, la creencia inveterada en la bondad prístina del hombre, todo esto es influencia moral pura. Cuando lo comparamos con el vocinglero, furioso y absurdo Tolstoi didáctico, que clama por una obscena pureza, por una paz inhumana, que reduce la vida a mil pecados, que desprecia a hombres, mujeres y niños por amor a la humanidad, que combina, en un caos de contradicciones, al puritano pusilánime y al bárbaro beato, apenas sabemos entonces dónde hemos perdido a Tolstoi. No sabemos qué hacer con ese moralista diminuto y ruidoso que vivía en un rincón de un hombre grande y bueno. Cuesta en cualquier caso reconciliar al gran artista que fue Tolstoi con el reformador casi ponzoñoso que fue también. Cuesta creer que un hombre que dibuja con trazos tan nobles la dignidad de la vida cotidiana del hombre considere un mal el divino acto de procreación por el cual esa dignidad se renueva de generación en generación. Cuesta creer que un hombre que pinta con tan terrible crudeza el sobrecogedor vacío de la vida del pobre, le escatime todos y cada uno de sus placeres humildes, desde el cortejo al tabaco. Cuesta creer que un poeta en prosa que describe con tanta elocuencia el carácter telúrico del hombre, los íntimos lazos que lo unen al suelo en el que vive, niegue una virtud tan elemental como es el amor a sus antepasados y a su tierra. Cuesta creer que el hombre que padece tanto por la soberbia odiosa del opresor, no lo derribe, si pudiera, de un puñetazo. Pues bien, a esto lleva la búsqueda de una sencillez falsa, el querer ser, si se me permite decirlo así, más natural de lo que es natural ser. No solo sería más humano, sino más humilde, conformarnos con ser complejos. El verdadero amor a la humanidad es hacer lo que la humanidad ha hecho siempre, aceptar con deportividad la condición que nos ha sido dada, la estrella de nuestra felicidad y la suerte de la tierra en la que nacimos. La obra de Tolstoi tiene un segundo y más particular significado. Constituye la reafirmación de cierto sentido común tremendo que es característico de las enseñanzas más extremas de Cristo. Es verdad que no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea; es verdad que no podemos dar la capa al que nos roba; el hombre civilizado es demasiado complejo, demasiado orgulloso, demasiado emotivo. El que nos roba se jactaría; nosotros nos ruborizaríamos. Es decir, que tanto el que nos roba como nosotros somos unos sentimentales. El mandamiento de Cristo es imposible, pero no es demencial; más bien es predicar cordura en un planeta de locos. Si el sentido del humor se apoderase de pronto del mundo, cumpliríamos el Sermón de la Montaña de una manera mecánica. No son las realidades sencillas de la vida las que nos impiden cumplirlo, sino pasiones como la vanidad, la autosuficiencia, la sensibilidad enfermiza. Si no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea, es por la pura y simple razón de que no nos atrevemos. Tolstoi y sus seguidores han demostrado que sí se atreven, y aunque pensemos que se equivocan, por esta señal conquistan.° Esta doctrina tiene la fuerza de lo absolutamente coherente. Promueve esa mansedumbre y esa no resistencia que son la última y más valiente forma de resistencia a cualquier poder. La gran huelga de los cuáqueros es más eficaz que muchas revoluciones sanguinarias. Si los seres humanos fueran algún día capaces de una resistencia realmente pasiva, serían fuertes con la formidable fuerza de los seres inanimados, tendrían la calma exasperante del roble y del hierro, conquistarían sin violencia y serían conquistados sin humillación. La teoría del deber cristiano que los tolstoianos predican es que nunca debemos conquistar con la fuerza, sino siempre, si podemos, con la persuasión. En su mitología, san Jorge no conquistó al dragón: le ató al cuello una cinta rosa y le puso un platito de leche. Según ellos, fuertes dosis de amabilidad habrían convertido a Nerón en algo a lo que solo remotamente se parecería Alfredo el Grande.° Y la política que esta escuela recomienda para tratar con la bovina estupidez y la bovina crueldad del mundo la resumen perfectamente estos famosos versos del señor Edward Lear: Hubo un viejo que así se preguntaba: ¿Cómo escapar de esta terrible vaca? Y sentado en la cerca se quedaba sonriendo para ablandar a la vaca. Su fe en la naturaleza humana es honrosa y magnífica; reviste la forma del rechazo a creer a la inmensa mayoría de los hombres, incluso cuando están dispuestos a explicar sus motivos. Pero aunque casi todos tendamos en un primer momento a considerar esta nueva secta cristiana menos escandalosa que algunas alborotadoras sectas de la Reforma, caeríamos en un singular error si así lo hiciéramos. El cristianismo de Tolstoi es, bien considerado, uno de los acontecimientos más perturbadores y dramáticos de la civilización moderna. Es un tributo a la religión cristiana más sensacional que la rotura de los sellos y la caída de las estrellas. Desde el punto de vista racionalista, el mundo se ha vuelto más irracional desde que existe el socialismo cristiano. Este fenómeno pone el universo científico patas arriba y hace esencialmente posible que la clave de la evolución social pueda hallarse en el polvoriento ataúd de alguna creencia desacreditada. No estará de más examinar este fenómeno tal y como es. La religión de Cristo, como muchas otras cosas verdaderas, ha sido refutada numerosísimas veces. La refutaron los filósofos neoplatónicos ya cuando iniciaba su asombrosa y universal carrera. La refutaron muchos escépticos del Renacimiento solo unos años antes de que su segunda y espectacular encarnación, el protestantismo, triunfara sobre muchos reyes y conquistara continentes. Convendremos en que estas escuelas de negación no fueron sino interludios en su historia; pero la de nuestros días, convendremos también natural e inevitablemente, es una auténtica subversión del cosmos teológico, un Armagedón, un Ragnorak, el crepúsculo de los dioses.° El hombre del siglo diecinueve, como un colegial del dieciséis, cree que sus dudas y sus traumas son símbolos del fin del mundo. Los grandes ateos que destronaron a Dios y pusieron a los ángeles a sus pies, han sido hoy día superados y convertidos en monótonos ortodoxos. Una nueva raza de escépticos ha encontrado algo infinitamente más excitante que hacer que clavar la tapa de millones de ataúdes y un cuerpo en una sola cruz. Han cuestionado no solo las creencias elementales, sino también las leyes elementales de la humanidad, la propiedad, el patriotismo, la obediencia civil. Han encausado a la civilización tan abiertamente como los materialistas a la teología; han rebajado a los filósofos incluso más que a los santos. Miles de hombres modernos se mueven tranquila y convencionalmente entre sus prójimos con ideas sobre los límites de la nación y la propiedad de la tierra que harían sobrecogerse a Voltaire como a una monja una sarta de blasfemias. Y el último y más brutal episodio de esta orgía de escepticismo, la escuela que va más allá que ninguna de las que han ido muy lejos, la escuela que niega la validez moral de esos ideales de valor y obediencia que hasta los piratas reconocen, esa escuela se basa en palabras literales de Cristo, como el doctor Watts y los señores Moody y Sankey. Nunca en la historia del mundo se había hecho tan grande homenaje a la vitalidad de un antiguo credo. Comparado con esto, sería poca cosa que las aguas del mar Rojo se separasen o el sol quedase inmóvil en su cenit. Nos hallamos ante el fenómeno de una serie de revolucionarios cuyo desprecio por los ideales de familia y nación provocaría horror entre delincuentes, revolucionarios que pueden prescindir de aquellos instintos elementales del hombre y del caballero que nuestra civilización lleva en la masa de la sangre, pero no de la influencia de dos o tres remotas anécdotas ocurridas en oriente y escritas en griego corrupto. La cosa tiene, si bien se mira, algo alucinante e hipnótico. Ante este fenómeno, el más convencido racionalista se ve asaltado por una visión extraña y antigua; ve las grandes cosmogonías escépticas de nuestra época como sueños que siguen las huellas de mil olvidadas herejías y cree por un momento que los oscuros mensajes transmitidos a lo largo de dieciocho siglos pueden contener la semilla de revoluciones con las que apenas hemos empezado a soñar. A esta escuela pertenecen sin duda los tolstoianos, a quienes, a grandes rasgos, podemos describir como nuevos cuáqueros. Con su extraño optimismo y su casi terrible valentía lógica, honran al cristianismo como ninguna ortodoxia lo honra. No puede menos de llamar la atención una revolución en la que gobernantes y rebeldes marchan bajo la misma bandera. Sin embargo, la teoría de la no resistencia, con todas sus teorías anejas, no se caracteriza, creo, por esa evidencia y necesidad intelectuales que sus partidarios le suponen. A la vista tenemos un folleto en el que figuran mil afirmaciones sobre el Nuevo Testamento cuya veracidad no es en absoluto tan llamativa como su seguridad. Para empezar, debemos protestar contra la costumbre de citar y parafrasear al mismo tiempo. Cuando un hombre habla de lo que Jesús quiso decir, pidámosle que primero diga lo que Jesús dijo, no lo que los hombres creen que habría dicho si se hubiera expresado con más claridad. He aquí el ejemplo de una pregunta y una respuesta: Pregunta. ¿Cómo resumió nuestro Maestro la ley en unas palabras? Respuesta. Sed misericordiosos, sed perfectos como vuestro Padre; vuestro Padre en el mundo de los espíritus es misericordioso y es perfecto. A excepción de la abominable expresión moderna «el mundo de los espíritus», quizá no haya nada en esas palabras que Cristo no hubiese podido decir; pero afirmar que hay constancia de que lo dijo es como decir que la hay de que prefería las palmeras a los sicomoros. Es pura y simplemente mentira. El autor debería saber que esas palabras han significado mil cosas para miles de personas, y que si sectas más antiguas las hubieran parafraseado tan alegremente como él, nunca habría dispuesto del texto en el que funda su teoría. En un folleto en el que no pueden figurar solas palabras claras y directas, no sorprende que haya falsedades o equivocaciones en temas de mayor amplitud. He aquí una afirmación clara y filosóficamente enunciada que no podemos sino negar con rotundidad: «El quinto mandamiento de nuestro Señor dice que debemos esforzarnos de manera muy particular por cultivar hacia las gentes de países extranjeros y en general hacia quienes no son de los nuestros o incluso nos son hostiles, los mismos sentimientos que tenemos hacia nuestra propia gente y hacia quienes nos son afines». Me gustaría muchísimo saber en qué parte del Nuevo Testamento ha encontrado el autor esta quimérica e inmoral proposición. Cristo no sentía lo mismo por todo el mundo. Específicamente se nos dice que había ciertas personas a las él amaba de manera especial. Es más que improbable que sintiera por otras naciones lo que sentía por la suya. El recuerdo de su país natal lo emocionaba, y su mayor elogio fue: «He aquí a un verdadero israelita».° El autor ha confundido dos cosas enteramente distintas. Cristo nos mandaba amar a todos los hombres, pero aun amándolos por igual, decir que debemos amarlos con el mismo amor es decir un disparate y querer confundir las cosas. La impresión que nos causará una persona a la que de verdad amemos diferirá radicalmente de la que nos causará otra a la que también amemos. Decir que debemos sentir lo mismo por ambas es tan sensato como preguntar a un hombre si prefiere la velocidad o el tocino. Cristo no amaba a la humanidad, nunca dijo que la amara: amó a hombres. Ni él ni nadie puede amar a la humanidad: es como amar a un ciempiés gigante. La razón de que los tolstoianos conciban siquiera la posibilidad de un sentimiento equitativamente repartido, es que su amor a la humanidad es un amor lógico, un amor que les mandan sus teorías, un amor que sería un insulto hasta para un gato macho. Pero el mayor error de todos consiste en reducir las enseñanzas del Nuevo Testamento a cinco mandamientos. Tan genial idea olvida la característica principal de la enseñanza: su absoluta espontaneidad. El abismo entre Cristo y todos sus modernos exégetas es que él, que nos conste, nunca escribió una sola palabra, excepto con su dedo en la arena. Lo demás es la historia de una continua y sublime conversación. Miles de mandamientos se han deducido de ella antes de que los tolstoianos dedujeran los suyos, y mil más se deducirán después. No por proclamaciones grandilocuentes, no por tiradas de rebuscados volúmenes impresos, sino por unas cuantas palabras espléndidas y sencillas, se erigió la cruz en el Calvario, se abrió la tierra y el sol se oscureció al mediodía.

Las fábulas- G.K. CHESTERTON

Las fábulas- G.K. CHESTERTON Título original: «Fairy tales»,en All Things Considered Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ Ciertas gentes graves y superficiales (pues casi todas las personas superficiales son graves) han dicho que las fábulas son inmorales, fundándose en lances o incidentes lamentables de la lucha entre zagales y gigantes, en los que los primeros urden engaños y aun bromas poco plausibles. Sin embargo, la acusación no solo es falsa, sino exactamente contraria a la verdad. Las fábulas no son solo morales en el sentido de inocentes, sino que lo son en el sentido de didácticas, de moralizantes. Muy bien está hablar de la libertad del mundo de las fábulas, pero a juzgar por los mejores relatos oficiales, libertad hay muy poca en ese mundo. El señor W.B. Yeats y otras almas sensibles, considerando que la vida moderna es casi la más negra de las esclavitudes que jamás oprimieron al género humano (en lo que llevan mucha razón), describen el país de las fábulas como un mundo de pura holganza y albedrío, en el que cada cual puede campar a sus anchas, como el viento. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso; la escuela del señor Yeats mantiene que en ese mundo cada cual es un dios caprichoso. El mismo Yeats ha hecho cien veces, en ese estilo literario triste y espléndido que lo convierte en el primero de los poetas que hoy escriben en inglés (y no digo de los poetas ingleses porque los irlandeses son muy dados al ataque físico),° ha hecho, digo, cien veces la pintura de la terrible libertad de las fábulas, que representan la última anarquía del arte: Donde nadie se hace viejo, flaco ni sabio, donde nadie se hace viejo, pío ni grave. Y, sin embargo (mucho me cuesta decirlo), dudo que el señor Yeats conozca la verdadera esencia de las fábulas. El señor Yeats no es lo bastante simple, no es lo bastante estúpido. Yo, aunque no debería decirlo, le gano en estupidez sana y humana. Yo gusto más a los duendes que el señor Yeats; a mí pueden engañarme mejor. Y tengo mis dudas sobre si este concepto de los espíritus libres y montaraces se corresponde con el del espíritu simple del folclore. Creo que los poetas se equivocan: como el mundo de las fábulas es más bonito y variado que el mundo real, creen que también es menos moral; la verdad es que es más bonito y más variado porque es más moral. Supongamos que un ser humano naciese en una prisión moderna. Es cosa imposible, lo sé, porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna, aunque sí pudo ocurrir a veces en una antigua mazmorra; una prisión moderna es siempre inhumana, incluso cuando no es infrahumana. Pero bien; supongamos que un hombre naciese en una prisión moderna; supongamos que creciese habituado al silencio sepulcral y a la terrible indiferencia, y que de pronto lo soltaran en medio de la animación y las risas de Fleet Street. Sin duda pensaría que los literarios hombres de Fleet Street eran libres y felices; ¡mas qué triste, qué irónicamente es esto contrario a la verdad! Por lo mismo, esos laboriosos siervos de Fleet Street, cuando se figuran a los duendes, se los figuran como seres libérrimos. Pero, en esto como en muchas otras cosas, los duendes son como los periodistas; parecen seres llenos de encanto que viven en un mundo anárquico, y demasiado exquisitos para condescender al feo deber de cada día. Pero no es sino una ilusión, creada por la súbita gracia de su presencia. Los periodistas viven sujetos a leyes, lo mismo que el mundo fabuloso.° Si leemos detenidamente las fábulas, veremos que hay una idea que las recorre todas: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden darse bajo ciertas condiciones. Esta noción, que es la clave de la ética, es la clave de los cuentos infantiles. Toda la dicha del mundo fabuloso pende de un hilo, de un único hilo. Cenicienta puede llevar un vestido tejido en telares prodigiosos y resplandecer de luz sobrenatural, pero ha de regresar antes de que den las doce. El rey puede invitar al bautismo a los duendes, pero ha de invitarlos a todos o sucederán cosas terribles. La mujer de Barbazul solo puede abrir una puerta entre todas. Incumplir la promesa hecha a un gato, o a un enano amarillo, es poner el mundo patas arriba. Una muchacha puede ser la novia del mismísimo dios del Amor, siempre que no lo vea; lo ve y él se desvanece. A una muchacha le dan una caja con la condición de que no la abra; la abre y todos los males del mundo escapan. A un hombre y a una mujer los ponen en un jardín con la condición de que no coman de un fruto; comen de ese fruto y pierden el derecho a disfrutar de todos los frutos de la tierra. Esta gran idea, pues, es el pilar de todo folclore: la idea de que la felicidad depende de una prohibición; todo goce positivo depende de uno negativo. Hay muchas ideas filosóficas y religiosas afines a esta o por esta simbolizadas, pero ahora no voy a tratar de ellas. Lo que quiero dejar claro es que toda ética debe aprender de la fábula; que, si uno olvida lo que se le ha prohibido, se arriesga a perder lo que se le ha dado. El hombre que incumple lo prometido a su esposa debe recordar que, aunque ella sea un gato, el gato de la fábula enseña que su comportamiento es temerario. El ladrón que va a abrir una caja fuerte debe recordar que puede pasarle lo mismo que a Pandora: que si abre la tapa prohibida podrá dejar sueltos males desconocidos. El chaval que come una manzana del árbol ajeno debe saber que se halla en un momento místico de su vida, en el que una manzana puede costarle todas las manzanas. Esta es la profunda moral de los cuentos fantásticos: que, lejos de carecer de ley, apuntan a la raíz de toda ley. En vez de buscar un fundamento racional para cada uno de los mandamientos (como hacen los libros de ética corrientes), buscan el gran fundamento místico de todos los mandamientos. Estamos en este mundo fabuloso a regañadientes; no nos corresponde a nosotros cuestionar las condiciones bajo las cuales disfrutamos de esta extraña visión del mundo. Las prohibiciones son tremendas, pero también lo son las concesiones. La idea de la propiedad, la idea de unas manzanas ajenas, son ideas peregrinas; pero no lo es menos la de que haya manzanas. Resulta extraño que no pueda beberme diez botellas de champaña sin que me pase nada; pero no menos extraño es el champaña mismo, bien mirado. Si he bebido la bebida de los duendes, no es sino porque debo beber conforme a las leyes de los duendes. Quizá no veamos el nexo lógico y directo entre tres preciosas cucharas de plata y un policía gordo y feo, mas ¿quién, en los cuentos fabulosos, ve el nexo lógico y directo entre tres osos y un gigante, o entre una rosa y una bestia gruñidora? No es solo que las fábulas puedan disfrutarse porque son morales, sino que la moral puede disfrutarse porque nos coloca en el mundo de las fábulas, mundo lleno a la vez de lucha y de maravilla.

El caso Zola- G.K. CHESTERTON

El caso Zola- G.K. CHESTERTON Título original: «The Zola controversy»,en All Things Considered Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ La coincidencia de estar en estos momentos Francia e Inglaterra debatiendo la oportunidad de erigir un monumento a un literato puede ilustrar la diferencia entre dos grandes ciudades. Francia está considerando la conmemoración del difunto Zola; Inglaterra, la del recientemente fallecido Shakspere.°El tiempo transcurrido tiene ya cierta significación nacional. Podrá parecer una muestra de impaciencia y falta de delicadeza este temprano ataque a Zola o esta deificación de él; pero también la nación que ha estado cruzada de brazos trescientos años desde la muerte de Shakspere puede haber llevado la delicadeza demasiado lejos. Con todo, hay en juego cosas más profundas que una simple cuestión de tiempo. La diferencia fundamental es que los franceses están debatiendo si habrá o no monumento, mientras que los ingleses debaten qué monumento habrá. Es decir, los franceses están debatiendo una cuestión viva, y nosotros una cuestión muerta. O, más que muerta, resuelta, lo que es muy diferente. Cuando una cuestión de orden intelectual queda resuelta, no está muerta: antes bien, es inmortal. La tabla de multiplicar es inmortal, e inmortal es la fama de Shakspere. En cambio, la fama de Zola no está muerta ni es inmortal; está en tela de juicio, está puesta en la balanza, y es posible que se le niegue. Tienen razón, pues, los franceses en considerarla una cuestión viva. Está viva porque aún no ha sido resuelta. La de Shakspere, por el contrario, no es una cuestión viva: es una respuesta viva. Por mi parte, creo que la controversia francesa en torno al caso Zola es mucho más práctica y excitante que la controversia inglesa en torno al caso Shakspere. La admisión de Zola en el Panteón puede considerarse un modo de determinar la posición de Zola. Pero nadie dirá que una estatua de Shakspere, aunque mida cuatro metros y se la coloque en lo alto de la catedral de San Pablo, determina la posición de Shakspere. Lo que determina es nuestra posición con respecto a él. Él está fijo; nosotros nos movemos. Lo más parecido al caso Zola entre nosotros sería proponer que un autor controvertido y repulsivo reposara junto a los restos de los grandes poetas ingleses. Verbigracia, que se quisiera enterrar al señor Rudyard Kipling en la abadía de Westminster. Yo estaría en contra, primero porque el señor Rudyard Kipling está vivo (y creo que él mismo convendría en lo justo de mi protesta), y segundo porque me gustaría que ese espacio rápidamente menguante se reservara para las grandes figuras perdurables de la literatura inglesa, no para los advenedizos momentáneamente interesantes. No querría en la abadía de Westminster ni al señor Kipling ni al señor Moore, por mucho que el primero haya captado mejor que el segundo la crueldad fría y lúcida del cuento corto francés. Estoy segurísimo de que Geoffrey Chaucer y Joseph Addison están muy bien juntos en el Rincón de los Poetas, pese a los siglos que los separan.° Sin embargo, creo que el señor George Moore sería mucho más feliz en Père-Lachaise, con una turbulenta estatua de Rodin coronando su tumba, y el señor Kipling descansaría más contento bajo algún enorme monumento asiático, esculpido con todas las crueldades de los dioses. En cuanto al monumento a Shakspere, digamos que cada pueblo tiene su propio estilo conmemorativo, y pienso que a favor del nuestro hay mucho que decir. El estilo monumental francés consiste en erigir estatuas pomposísimas, muy bien hechas. El estilo monumental alemán consiste en erigir estatuas pomposísimas, muy mal hechas. Y el estilo monumental inglés, el gran estilo estatuario inglés, consiste en no erigir estatua alguna. Una estatua puede o no ser digna, pero su ausencia siempre lo es. Y el hecho de que no haya una estatua de Shakspere es, creo yo, algo edificantemente simbólico que dice mucho sobre la nación inglesa. Cierto es que hay una en Leicester Square, pero el sitio en el que fue emplazada demuestra que la erigió un extranjero para extranjeros.° Hay sin duda algo modesto y viril en el hecho de renunciar a expresar a nuestros más grandes poetas en las artes plásticas en las que no destacaron. Honramos a Shakspere como los judíos honran a Dios: no atreviéndonos a esculpir su imagen. Nuestra escultura, nuestras estatuas, van bien para banqueros y filántropos, que son nuestra maldición, no para él, que es nuestra bendición. ¿Por qué celebrar el arte en el que triunfamos con el arte en el que fracasamos? A Inglaterra se la comprende mejor cuando se piensa que es un país de aficionados. Es sobre todo un país de soldados aficionados (los voluntarios), de políticos aficionados (los aristócratas), y no sería insensato ni inconveniente pensar que es sobre todo un país que ve la literatura con ojos desatentos y perezosos. Shakspere no tiene un monumento académico por la misma razón que no tiene una educación académica. Sabía poco latín y menos griego, y (en el mismo espíritu) nunca ha sido conmemorado en epitafios latinos ni en mármol griego. Si no hay nada claro y fijo en los emblemas de su fama, es porque no hay nada claro y fijo en los orígenes de ella. Los grandes colegios y universidades que observan a un hombre en su juventud pueden registrarlo en su muerte; pero Shakspere no tuvo estas unificadoras tradiciones. Lo único que podemos decir de él es lo que podemos decir de Dickens: que no vino de parte alguna y a todas partes fue. Un monumento suyo estaría fuera de lugar en cualquier lugar. Una fría estatua en esta o aquella plaza le convendría tan poco como a Dickens. Si mañana erigiéramos una estatua a Dickens en Portland Place, sentiríamos la rigidez poco natural. Temeríamos que por la noche la estatua se echase a pasear por la calle. En Francia, en cambio, plantearse si Zola debe o no ir al Panteón ahora que está muerto es tan posible como plantearse si debió o no ir a prisión cuando estaba vivo. La cuestión es qué manera de pensar adoptará la nación. Erigir un monumento a Zola no es solo erigir un trofeo; es también señalarse con el dedo. Es una cuestión que deberán resolver la mayoría de los países europeos; pero, como en tales cuestiones, primero se ha planteado en Francia porque Francia es el campo de batalla del cristianismo. A grosso modo, la cuestión es la siguiente: si en ese mal delimitado terreno de la licencia verbal en temas escabrosos es una atenuación o una agravación de la falta de delicadeza el que sea deliberada y solemne. ¿Es la indecencia más indecente cuando es seria o cuando es alegre? Por mi parte, confieso que en esta cuestión soy de la vieja escuela. Cuando un libro o una obra de teatro me parecen un crimen, no me tranquiliza que me digan que es un crimen serio. Si un hombre escribe algo horrible, no me consuela que me expliquen que es lo que quería hacer. Conozco todos los males de la frivolidad, no me gustan los que se ríen de la virtud. Pero los prefiero a los que lloran ante ella y se quejan amargamente de que exista. Cuando la moral es tan salvaje como el canibalismo, no me tranquiliza el que sea también tan seria y sincera como el suicidio. Y creo que es claramente engañoso el violento contraste que algunos modernos ven entre la aversión del público al drama de IbsenFantasmas y la popularidad de comedias como Dear Old Charlie. No quepa duda de que nada misterioso o poco filosófico hay en la preferencia popular. La comedia Dear Old Charlie tiene aceptación... porque es una comedia. El drama Fantasmas es exorcizado... porque son fantasmas. En esto consiste ni más ni menos la cuestión de Zola. Yo soy un adulto y la inmoralidad de este escritor me trae sin cuidado. Lo que no soporto es su moralidad. Si hubo alguien en el mundo que encarnara la terrible frase: «Pues si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡cuántas tinieblas habrá!»,° ese alguien fue sin duda él. Grandes hombres como Ariosto, Rabelais y Shakspere incurren en lugares inmundos, flaquean con pecados violentos, pero veniales, se revuelcan a lo largo de páginas en su enorme debilidad, son sucios, son indefendibles; pero luego se yerguen de nuevo y siguen hablando con cordialidad convincente y honor intacto sobre lo mejor que hay en el mundo: Rabelais, sobre la instrucción de la fogosa y austera juventud; Ariosto, sobre la caballería sagrada; Shakspere, sobre la paz maravillosa de la piedad. Pero en Zola incluso los ideales son indeseables; la piedad de Zola es más fría que la justicia... mejor dicho, la piedad de Zola es más amarga que la justicia. Cuando Zola nos da una lección, no nos lleva, como Rabelais, al feliz terreno de la enseñanza humanista. Nos lleva a la escuela de la enseñanza inhumana, donde no hay libros ni flores, vino ni sabiduría, sino solo deformidades en botellas de cristal, y donde la norma se enseña por las excepciones. La verdad para Zola consiste en describir con exactitud el esqueleto del armario, es decir, algo que la costumbre doméstica prohíbe descubrir, pero que está muerto incluso cuando lo descubre. Decía Macaulay que los puritanos odiaban las peleas de perros y osos no porque infligiesen dolor al oso, sino porque daban placer al espectador.° Así es este puritano que perdió a su Dios. Un puritano como él es peor que el puritano que odia el placer porque es malo. Este hombre odia el mal porque es placentero. Zola es peor que un pornógrafo, es un pesimista. Hizo algo peor que estimular el pecado: estimuló el desconsuelo. Hizo odiosa la lujuria porque para él la lujuria era la vida.

Charlotte Brontë- G.K.CHESTERTON

Charlotte Brontë- G.K.CHESTERTON Título original: «Charlotte Brontë», en Twelve Types Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ Una objeción corriente que se hace a la biografía realista es que revela cosas importantes y aun sagradas de la vida de una persona. La verdadera objeción es más bien que revela lo que menos importa. Revela, explica y repite precisamente aquellas circunstancias de la vida de una persona que ella misma menos presente tiene: su clase social, la vida y milagros de sus antepasados, su actual paradero. En rigor, este tipo de cosas no están a la vista, no son cosas que tengamos en mente ni –podemos decir casi con la misma seguridad– tampoco en la vida. Nadie piensa más en sí mismo como el que vive en la tercera casa de cierta calle de Brixton, que como un curioso animal bípedo. Cómo se llamaba una persona, cuánto ganaba, con quién estaba casada, dónde vivía, no son cosas sacrosantas; son cosas irrelevantes. El caso de las hermanas Brontë es en este sentido ejemplar. Charlotte Brontë es la típica loca del pueblo; sus excentricidades dan inagotable pábulo a la inocente conversación de esos plácidos y bucólicos tertulianos que son los literatos. Los cotillas literarios como Augustine Birrell y Andrew Lang, por otro lado encantadores, no se cansan de coleccionar cuanto vislumbre, anécdota, sermón, comentario y curiosidad podrán constituir un museo Brontë. De todos los autores victorianos, ellas son de las que más se habla en términos personales, y el foco de la biografía ha dejado muy pocos rincones oscuros de la vieja casa oscura de Yorkshire.° Y, sin embargo, toda esta investigación biográfica, con ser natural y pintoresca, se compadece mal con las hermanas Brontë. Pues el genio de ellas consistía sobre todo en afirmar la suprema irrelevancia de lo aparente. Hasta entonces se había supuesto que la verdad existía más o menos en la novela de costumbres. Charlotte Brontë asombra al mundo demostrando que una novela en la que nadie, ni bueno ni malo, tiene costumbre alguna, puede transmitir una verdad infinitamente más antigua y elemental. Su obra representa la primera gran afirmación de que la monótona vida de la civilización moderna puede ser tan postiza y engañosa como un traje de disfraces. Charlotte demostró que en el alma de una institutriz puede haber abismos, y eternidades en la de un fabricante; su heroína es una típica solterona, con vestido de lana merina y un alma llena de fuego. Significativamente, fue la primera que, siguiendo de manera consciente o inconsciente el impulso de su genio, despojó a la protagonista no solo del oro y los diamantes artificiales de la riqueza y la moda, sino incluso del oro y los diamantes naturales de la belleza física y la gracia. Sintió instintivamente que había que hacer feo todo lo exterior para poder hacer sublime todo lo interior. Eligió a la más fea de las mujeres en el más feo de los siglos, para revelar dentro de una y de otro los infiernos y los cielos de Dante. Creo, pues, que puede decirse legítimamente que la vida exterior de Brontë, con ser en sí misma muy pintoresca, es menos relevante que la de casi cualquier otro escritor. Nos interesa saber si Jane Austen conocía la vida de los oficiales y las mujeres elegantes que figuran en sus obras; si Dickens vio algún naufragio o pisó alguna vez un asilo de pobres. Nos interesa porque gran parte de la convicción que estos autores transmiten se debe, más que a su fidelidad a la realidad, a su conocimiento de ella. Pero en el caso de Brontë, todo el sentido y la razón de ser de su obra es mostrar que la cosa más insignificante del mundo es auténtica. La historia deJane Eyre es tan monstruosa que no puede ser confundida con una fábula o un cuento de hadas. Los personajes no hacen lo que deberían hacer, ni lo que podrían hacer, ni tan siquiera –nos es lícito decir, en vista de lo demencial del mundo que los rodea– lo que quieren hacer. El comportamiento de Rochester es tan primitiva e inhumanamente bárbaro que la admirable parodia de Bret Harte apenas lo exagera.° Una escena como la descrita con estas palabras: «Y entonces, con sus maneras de siempre, me arrojó las botas a la cabeza y se fue», tiene mucho de caricaturesca. Y algo parecido a aquella en la que Rochester se viste como un viejo gitano difícilmente se encontrará en ninguna otra rama del arte, salvo en la de la comedia, en la que vemos al emperador convertido en un payaso. Sin embargo, pese a ese mundo de pesadilla, ilusión, locura e ignorancia, Jane Eyre es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito. Su esencial fidelidad a la vida nos permite respirar. No fidelidad a las apariencias, que son siempre falsas, ni a los hechos, que casi siempre son falsos, sino fidelidad a lo único verdadero, al mínimo irreductible, al germen indestructible: la emoción. Poco importaría que una historia de Brontë fuera cien veces más lunática e inverosímil que Jane Eyre, o cien veces más lunática e inverosímil que Cumbres borrascosas. Poco importaría que George Read caminara con la cabeza y la señora Read cabalgase un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y St John Rivers tres piernas: seguiría siendo la historia más verdadera del mundo. Es más, el típico personaje de Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio. La grande y perdurable verdad que la obra de Brontë representa es una verdad importantísima que tiene que ver con el eterno espíritu juvenil: la de la íntima relación entre el terror y la alegría. La protagonista de Brontë, desharrapada, sin instrucción, víctima de una inexperiencia que la humilla y de una especie de fatídica inocencia, es capaz, en virtud de su misma soledad y tosquedad, de sentir el mayor goce que le es dado sentir a un ser humano: el goce de la esperanza, el goce de una ignorancia radiante y apasionada. Su figura demuestra cuán falso es creer que el placer consiste en vestir con elegancia todas las noches e ir al teatro todos los estrenos. No es el hedonista quien sabe lo que es el placer; no es el hombre de mundo quien aprecia el mundo. El hombre que ha aprendido a hacer todo lo convencional de manera perfecta, ha aprendido también a hacerlo de manera prosaica. Es el hombre rústico, al que no le sientan bien los trajes elegantes, al que no le entran los guantes, el que no sabe hacer cumplidos, quien de verdad es capaz de sentir el antiguo éxtasis de la juventud. Teme lo bastante a la sociedad como para disfrutar de sus propios triunfos. Posee esa capacidad de miedo que es uno de los ingredientes eternos de la dicha. Este es el espíritu que anima la novela de Brontë, la épica del júbilo del hombre temeroso. Y por eso es de un valor incalculable en nuestro tiempo, cuya maldición es no poder gozar con reverencia por no poder gozar con miedo. La discreta y mal vestida institutriz de Charlotte Brontë, con sus miras estrechas y sus creencias estrechas, sabe más de las pavorosas y elementales fuerzas del universo que mil rebeldes poetas menores. Ella contempla el mundo con verdadera sencillez y, en consecuencia, con auténtico miedo y con auténtica fruición. Teme, por decirlo así, la legión de las estrellas, y esto le infunde la única fuerza que puede impedir que la alegría se vuelva tan gris y árida como la rutina. La capacidad de tener miedo es el primero y más delicado de los poderes del deleite. El miedo de Dios es el principio del placer. En general, pues, creo que puede decirse que la juventud oscura y asilvestrada de las hermanas Brontë en su oscuro y asilvestrado hogar de Yorkshire ha sido un tanto exagerada como factor necesario en su obra y en su visión del mundo. La emociones que ellas trataron son emociones universales, emociones de la aurora de la existencia, la alegría y el terror juveniles. Todos hemos tenido de críos pesadillas de obstáculos insuperables y amenazas terribles en las que sentimos, bajo mil formas tontas, toda la angustia y el pánico deCumbres borrascosas. Todos hemos soñado despiertos con un futuro que no era un ápice más razonable que el de Jane Eyre. Y la verdad que las hermanas Brontë vienen a decirnos es que el amor no lo apaga toda el agua del mundo, ni un secreto entusiasmo toda la respetabilidad provinciana. Clapham, como cualquier otra ciudad del mundo, está construida sobre un volcán. Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë. La gran ciudad extiende a nuestro alrededor sus interminables tentáculos como una inmensa figura geométrica, y hay veces en que creemos enloquecer, si no lo estamos ya, ante la multiplicidad de sus espantosas perspectivas, la suma demencial de su innumerable población. Pero esta impresión es falsa. No hay montones de casas, no hay masas de hombres. El colosal diagrama de calles y casas no es sino una ilusión, el sueño alucinado de un constructor especulativo. Todas y cada una de esas personas están supremamente solas y son supremamente importantes para sí mismas. Todas y cada una de esas casas son el centro del mundo. No hay una sola de esos millones de casas que no haya parecido alguna vez a alguna persona el centro de todas las cosas y la meta del viaje.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Caricatura y presunción- G.K.CHESTERTON

Caricatura y presunción- G.K.CHESTERTON


Título original: «Conceit and caricature», en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Si no tenemos más remedio que presumir, mejor será que sea de talentos o méritos que no tengamos. Porque entonces nuestra vanidad será superficial, un simple error, como el de quien cree tener sangre real o un sistema infalible para ganar en Montecarlo. Como no son méritos reales, no corromperán ni desvirtuarán nuestros méritos reales. Y aunque presumamos de virtudes que no tenemos, siempre podremos ser humildes con las que sí tenemos. Las cualidades que de verdad nos honran conservarán su inocencia original, porque no podremos verlas ni viciarlas. Que se nos haya metido en la cabeza que somos grandes violinistas no tiene por qué impedir que seamos unos caballeros. Pero si nos creemos mucho que somos unos caballeros, seguro que pronto dejamos de serlo. Hay, sin embargo, un tercer género de satisfacción que no es ni orgullo por virtudes que tenemos ni orgullo por virtudes que no tenemos, del que últimamente he conocido un par de ejemplos. Y es la satisfacción que se siente por poseer o no poseer ciertas cualidades sin preguntarnos si eso constituye una virtud. Podemos felicitarnos por no ser malos en un determinado sentido, cuando la verdad es que no lo somos en ese sentido porque no somos lo bastante buenos. Dirá algún gazmoño cleriguillo: «Tengo razones para congratularme de ser una persona civilizada y no tan sanguinaria como el Mad Mullah».° Y alguien tendría que decirle: «Un hombre realmente bueno sería menos sanguinario que el Mullah. Pero si es usted menos sanguinario que él, no es porque sea mejor hombre, sino porque es mucho menos que un hombre. No es sanguinario porque perdone a su enemigo, sino porque huiría de él». Por lo mismo, dirá algún puritano de árida piedad: «Tengo razones para jactarme de no adorar ídolos como los infieles griegos antiguos». Y alguien tendría también que decirle: «Quizá la mejor religión no adore ídolos, pues ve más allá de ellos. Pero si usted no adora ídolos, es solo por ser moral y mentalmente incapaz de esculpirlos. Quizá la religión esté por encima de la idolatría. Pero usted está por debajo de la idolatría. No es usted lo bastante santo ni aun para adorar un trozo de piedra». El señor F.C. Gould, el brillante y feliz caricaturista, ha hablado hace poco sobre la naturaleza y estado actuales del arte de la caricatura inglés. Hay pocos motivos para el orgullo; seguramente el mayor es el mismo F.C. Gould. Pero el señor F.C. Gould, impedido por modestia de aducir esta excelente causa de optimismo, recurrió a decir algo que ha dicho mucha más gente, pero que tal vez nadie con la autoridad de un eminente dibujante ha dicho últimamente. Declaró que creía «que podíamos felicitarnos de que el estilo de caricatura que hoy gustaba era muy diferente del de las sátiras de antes». «Si volvemos la vista atrás», dice, según cita el periódico, «y observamos las sátiras políticas de la época de Rowlandson y Gilray,° nos parecerán groseras y brutales. En algunos países, incluso en América, la caricatura política era del tipo de la porra. Y la verdad es que hemos superado la época de la porra. Si eran brutales atacando a una persona, incluso por razones políticas, despertaban simpatía por esa persona. Lo que tenían que hacer era masajear el punto que querían destacar lo más suavemente posible.» (Risas y aplausos.) Los que lean estas palabras, y todos los que las oyeron, pensarán sin duda que están llenas de verdad, así como de genialidad. Pero con esa verdad y esa genialidad corre pajeras el falso optimismo basado en la falacia de la que he hablado antes. Antes de felicitarnos por que nuestra nación o sociedad carezca de ciertas faltas, debemos preguntarnos por qué carece de ellas. ¿Es porque tenemos las virtudes opuestas, o porque tenemos las faltas opuestas? Bien está ser inocente de todo exceso; pero asegurémonos de que no somos inocentes de exceso simplemente porque somos culpables de defecto. ¿De verdad es nuestra sátira política tan moderada porque es magnánima, misericordiosa, santa? ¿Porque está penetrada de caridad mística, de ternura psicológica? Si evitamos herir los sentimientos del ministro, ¿es porque a través de sus aparentes crímenes y desmanes calamos las oscuras virtudes que su misma alma ignora? ¿Debemos ser suaves con el líder de la oposición porque con nuestro grandísimo corazón comprendemos y apreciamos su ánimo esforzado? En suma, ¿hemos dejado de ser brutales porque somos generosos y magnánimos? ¿Somos de verdadmejores que la brutalidad? ¿Hemos pasado la época de la porra? Temo que hay, cuando menos, otro aspecto del asunto. ¿No es más que probable que la lenidad de nuestra sátira política, comparada con la de nuestros mayores, se deba simplemente a la profunda falta de realidad de nuestra actual política? Rowlandson y Gilray no luchaban simplemente porque eran groseros y pendencieros por naturaleza, sino porque tenían algo por lo que luchar; es muy fácil ser refinados en cosas que no importan; pero los hombres pataleaban y a veces caían en ese portentoso combate en el que se tambaleaban, aturdidas por igual ante el peligro, la independencia de Inglaterra, la independencia de Irlanda, la independencia de Francia. Si queremos una prueba de que la falta de refinamiento no deriva solamente de la brutalidad, la prueba es fácil. La prueba es que en aquella lucha fueron las personalidades más refinadas las que se mostraron más brutales. Nadie fue más violento e intolerante que los que por naturaleza eran educados y sensibles. Nelson, por ejemplo, tenía el temperamento y las buenas maneras de una mujer: supongo que nadie en su sano juicio lo calificaría de «brutal». Pero cuando le tocaban la cuestión nacional, prorrumpía en juramentos y lo único que podía decir era: «Muerte, muerte, muerte a los malditos franceses». Igual de fácil sería poner ejemplos en el otro bando. Camille Desmoulins era una persona por el estilo, no solo elegante y afable de carácter, sino casi nerviosamente tímido y compasivo. Pero estaba dispuesto, decía, «a pasar por encima de un montón de cadáveres para abrazar la libertad». En Irlanda hubo incluso más casos. Robert Emmet fue solo un ejemplo famoso de toda una familia a la vez delicada y brutal. Creo que el señor F.C. Gould se equivoca por completo al hablar de esta ferocidad política como si fuera un vestigio de épocas más duras, como un hacha de sílex o un hombre peludo. La crueldad es quizá el peor de los pecados. La crueldad intelectual es sin duda la peor de las crueldades. Pero no hay nada bárbaro o ignorante en ella. Los grandes artistas del Renacimiento que mezclaron pigmentos exquisitamente, mezclaron venenos no menos exquisitamente; los grandes príncipes del Renacimiento que diseñaron instrumentos musicales diseñaron también instrumentos de tortura. La brutalidad, la maldad, el deseo de herir al prójimo, son cosas malas que se engendran en ambientes de intensa realidad, en los que grandes naciones o grandes causas están en guerra. Quizá nos es lícito alegrarnos de no ser brutales, malos o crueles, pero también es peligroso enorgullecernos. Quizá es que no somos lo bastante grandes para serlo. Quizá algunas grandes virtudes deben engendrarse, al igual que en hombres como Nelson o Emmet, antes de que podamos tener esos vicios, ni aun como tentaciones. Por mi parte, creo que si nuestros caricaturistas no odian a sus enemigos, no es porque sean demasiado grandes para odiarlos, sino porque no lo son sus enemigos. No creo que hayan pasado los tiempos de la porra. Creo que no hemos llegado a ellos. Debemos ser mejores, más valientes y más puros antes de llegar. Sintámonos, pues, todo lo orgullosos que queramos de las virtudes que no tenemos, pero no nos ufanemos demasiado de las virtudes que no podemos evitar tener. Puede que un hombre que viva en una isla desierta tenga derecho a felicitarse por poder meditar tranquilo. Pero no debe felicitarse por estar en una isla desierta y al mismo tiempo por el dominio de sí que demuestra al no irse de fiesta todas las noches. Por lo mismo, la Inglaterra de hoy puede tener derecho a felicitarse por lo tranquila, cordial y monótona que es nuestra política, pero no por eso y a la vez por el dominio de sí que demuestra no tirándose a sí misma y a los ciudadanos los trastos a la cabeza. Entre dos consejeros reales, el lenguaje educado es una muestra de cortesía, no realmente de magnanimidad. Unida a esta cuestión va otra de la que muy a menudo presumen los británicos ilusos, a saber, la de que nuestros políticos se llevan muy bien en privado, pese a ocupar en el parlamento escaños opuestos. Tampoco en este caso hay que hacerse ilusiones. Nuestros políticos no son monstruos de mística generosidad y lógica demente, capaces de odiar a una persona de tres a doce y de amarla de doce a tres. Si las relaciones sociales de nuestros políticos son más pacíficas que las de los políticos franceses, americanos o de la Inglaterra de hace un siglo, no es sino porque nuestros políticos son más pacíficos, y probablemente también porque son más falsos. Si nuestros políticos congenian más en privado, es por la sencilla razón de que congenian más en público. Y la razón de que congenien tanto en privado como en público es que pertenecen a la misma clase social, y por tanto la vida de sociedad coincide con la privada. Conservadores y liberales se llevan bien no porque sean más expansivos, sino porque son más exclusivos.