jueves, 17 de febrero de 2011

El secreto político-G.K.CHESTERTON

El secreto político-G.K.CHESTERTON


Título original: «On political secrecy», en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Por lo general, los hombres, de una manera instintiva y sin ninguna razón especial, odian pensar que algo esté escondido, esto es, que esté escondido sin remedio. Todos conocemos el juego del escondite, en el que lo importante es encontrar lo escondido. La gente normal (enorme e inagotable en su capacidad de goce) se divierte mucho jugando a ese juego que consiste en esconder un dedal, pero lo que en realidad la divierte es encontrarlo. Supongamos que los jugadores no encontrasen el dedal, que este no apareciese nunca: entones no sería un juego, sino una tragedia. El dedal se les aparecería en sueños a los jugadores y los obsesionaría, los jugadores morirían en un manicomio. Lo divertido es ese momento excitante en que se pasa de lo desconocido a lo conocido. Las historias de misterio son muy populares, sobre todo si se venden baratas; pero lo son porque revelan cosas. No gustan porque sus autores inventen misterios, sino porque los desvelan. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que el misterio quedara sin resolver: esto llevaría a la revolución incluso al público londinense. Nadie se atrevería a publicar un relato detectivesco en el que nada se detectara.
Hay tres grandes clases de cosas en las que la penetración del hombre consiente el secreto. Una acabo de mentarla: los juegos de escondite y las novelas policiacas, en las que se tolera el secreto con el fin de que sea desvelado: el autor crea primero un concienzudo misterio en torno a la muerte del obispo, con el único objeto de anunciar al final a los cuatro vientos la buena nueva de que lo mató la institutriz. La ignorancia solo tiene sentido en este caso porque es el mejor modo de prepararse a recibir las terribles revelaciones del gran mundo. Ser agnóstico es por lo mismo el mejor modo de prepararse a recibir las buenas nuevas de san Juan.
Podemos pasar por alto este primer tipo de secreto, ya que su objeto último no es ser guardado sino revelado. Hay una segunda y mucho más importante clase de cosas que los hombres consienten de buen grado en ocultar. Son tan importantes que no podemos tratarlas aquí, aunque todo el mundo sabe a cuáles me refiero. En este sentido hago notar que, aunque son cosas secretas, son siempre un «secreto a voces». En el tema del sexo y similares, todos formamos una especie de hermandad, una hermandad con disciplina, pero no sin libertad: se nos pide que callemos esas cosas, no que las ignoremos. Al contrario, en los temas fundamentales sucede al revés: lo que más conocen los hombres es lo que más ocultan. Sencillamente porque lo saben tan bien que no necesitan decirlo.
Hay un tercer tipo de cosas en las que el hombre civilizado consiente el secreto, que se resisten a la inquisición o la explicación. Son aquellas cosas que no se explican porque no pueden explicarse, porque son demasiado etéreas, instintivas o intangibles: caprichos, impulsos súbitos, prejuicios inocentes... No podemos exigir de nadie que nos explique por qué es tan hablador, sencillamente porque no lo sabe. A nadie se le piden explicaciones (ni aun en Alemania) de por qué camina despacio o deprisa, porque no puede darlas. Las personas cruzan un bosque por este o aquel camino y emplean sus vacaciones de este o de aquel modo no porque tengan razones poderosas para hacerlo, sino porque apenas las tienen: porque se les antoja hacerlo así, y no podrían explicarlo a un policía si de pronto les saliera al encuentro de entre los arbustos. Actúan movidos por impulsos porque esos impulsos no tienen importancia y quizá no vuelvan a repetirse. Si se prefiere, actúan por impulso porque el impulso no merece un instante de reflexión. Todos pensamos que este tipo de antojos son privados y ni aun los fabianos han propuesto nunca interferir en ellos.°
Pues bien, en los últimos quince días han venido los periódicos llenos de los más variados comentarios acerca del secreto en que se tiene cierta parte de las finanzas políticas y en especial la financiación de los partidos. Algunos no han entendido en absoluto dónde está el problema. Afirman que el partido nacionalista irlandés y el partido laborista están bajo sospecha, e incluso, como algunos dicen, más que bajo sospecha. El motivo de esta tremenda afirmación no parece ser, visto detenidamente, sino el siguiente: que irlandeses y laboristas reciben dinero por lo que hacen. Que yo sepa, todas las personas reciben dinero por lo que hacen; la única diferencia es que algunos, como los del partido nacionalista irlandés, lo hacen.
No creo que nadie pueda sostener que los hombres no deben recibir dinero. El asunto es que, sabiendo que hay dinero que se da bien y otro que se da mal, un elemental sentido común nos lleva a mirar con indiferencia el dinero que se da en plena calle y en cambio con singular desconfianza el que se da a escondidas. Quiero decir que es absurdo poner en duda lo legítimo de la financiación, pero que lo que hasta los idiotas sí pueden poner en duda es la legitimidad de su ocultamiento. La cuestión, pues, que debemos considerar es si ocultar las transacciones económicas de la política, las compras de títulos nobiliarios, el pago de las campañas electorales, entra dentro de alguna de las tres clases de secreto antes mencionadas que la costumbre y el instinto de los hombres consienten. He enumerado tres categorías de secretos de esta naturaleza. ¿Puede el ocultamiento de la finanzas políticas defenderse como incluido en alguna de ellas?
La pregunta, pues, que debemos responder es si el secreto político puede considerarse legítimo. De las tres clases en que hemos dividido sumariamente los secretos legítimos, la primera es la de aquellos secretos que solo se guardan para ser revelados, como el de las historias detectivescas. La segunda es la de los secretos que se guardan porque todo el mundo los conoce, como el del sexo. Y la tercera es la de los secretos que se guardan porque son demasiado vagos y sutiles para ser explicados, como la razón de elegir este o aquel camino en el campo. ¿Comprende alguna de estas tres grandes categorías el ocultamiento de la financiación y cuentas de los partidos políticos? Sería absurdo, incluso chistoso, decir que sí. Sería un disparate de lo más gracioso decir que los políticos guardan secretos solo porque quieren hacer revelaciones. Un nuevo noble pretende haberse ganado el título solamente para poder declarar luego, de manera más dramática y con un grito de júbilo y desdén, que en realidad lo compró. Un baronet dice haber merecido su título solo para saborear mejor el asombroso acontecimiento histórico de reconocer que no lo merecía. Seguro que esto parece muy improbable. Seguro que ningún político guarda secretos que lo comprometen pensando en el excitante momento en que se arrepentirá en el lecho de muerte. El escritor de historias detectivescas hace a un hombre duque únicamente para arruinarlo acusándolo de robo. Pero seguro que el primer ministro no hace a un hombre duque para arruinarlo acusándolo de soborno. No; la teoría detectivesca del secreto de la financiación política debe ser (con un suspiro) descartada.
Tampoco podemos decir que el secreto político se justifique por pertenecer a la segunda categoría, a saber, la de los secretos tan secretos que no resulta fácil revelarlos en público. En algunos asuntos elementales se observa una reserva especial precisamente porque todo el mundo los conoce bien. Sin embargo, la reserva en materia de financiación política y compras de títulos nobiliarios no se debe a que la mayoría de la gente sepa lo que pasa, sino precisamente a que no lo sabe. La cortina de decoro cubre los procedimientos normales. Pero nadie dirá que ser sobornado es un procedimiento normal.
Si, por último, aplicamos la tercera categoría al caso del secreto político, la cosa resulta todavía más clara y divertida. Seguro que nadie sostiene que comprar títulos nobiliarios y demás operaciones se mantienen en secreto porque son cosas tan leves, impulsivas e irrelevantes que han de considerarse puro capricho personal. Un niño ve una flor y su primer impulso es cogerla. Pero seguro que nadie cree que un cervecero ve una corona y lo primero que piensa es que quiere ser noble. El impulso del niño no ha de ser explicado a la policía por la sencilla razón de que no podría explicársele a nadie. Sin embargo, ¿cree nadie que las laboriosas ambiciones políticas de los actuales hombres de negocios tienen este carácter etéreo e incomunicable? Un hombre tumbado en la playa puede arrojar piedras al mar sin ninguna razón especial. Pero ¿cree nadie que el cervecero arroja monedas al bolsillo de los partidos políticos sin ninguna razón especial? Lamentablemente, esta explicación del secreto de la financiación política ha de ser descartada, junto con las otras dos posibles justificaciones. Es un secreto que no puede excusarse ni por ser el de un juego divertido, ni por pertenecer al común de los hombres, ni por ser un inexplicable antojo. Curiosamente, de hecho, incumple las tres condiciones y clases. No es un secreto que se oculte para ser revelado, sino para que siga oculto. Tampoco se guarda por ser un secreto que todos los hombres conocen, sino porque nadie debe conocerlo. Ni tampoco se guarda porque es demasiado insignificante para ser revelado, sino porque es demasiado importante para que pueda desvelarse. En suma, estamos ante un auténtico y quizá infrecuente fenómeno de gobierno oculto. Tenemos una doctrina exotérica y otra esotérica. A Inglaterra la gobiernan en realidad simoníacos, no curas. Tenemos en este país todo lo que siempre se ha objetado a la religión: una clase privilegiada, palabras sagradas que no pueden pronunciarse, cosas importantes que solo conocen unos cuantos. De hecho, tenemos todo menos religión.