martes, 7 de septiembre de 2010

La mujer-G.K.CHESTERTON

La mujer-G.K.CHESTERTON

Título original: «Woman», en All Things Considered.

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Me escribe un corresponsal una carta de gran interés y competencia a propósito de ciertas alusiones mías a la cuestión de las cocinas comunitarias. Él las defiende lucidísimamente desde el punto de vista del colectivista calculador. Pero, como muchos otros de su escuela, parece no comprender que la cosa puede verse de otra manera, que nada tiene que ver con tales cálculos. Afirma que sería más barato que todos comiéramos a la misma hora, a fin de que usáramos la misma mesa. Es verdad. También sería más barato que todos durmiéramos a distintas horas, a fin de usar solo un par de pantalones. El asunto, sin embargo, no es lo barato que compramos, sino qué es lo que compramos. Es barato tener un esclavo. Y aún lo es más serlo.
Dice también mi corresponsal que la costumbre de comer fuera, en restaurantes, etc., está creciendo. Lo mismo, creo, que la costumbre de suicidarse. No es que quiera relacionar ambos hechos. Parece bastante evidente que un hombre no pueda salir a comer en un restaurante porque acabe de suicidarse, y quizá sería demasiado decir que se ha suicidado porque acababa de comer en un restaurante. Pero ambos casos, puestos uno junto a otro, bastan para demostrar lo falso y ruin de esa eterna discusión sobre lo que está de moda. La cuestión para los hombres de bien no es si algo está incrementándose, sino si estamos incrementándolo nosotros. Yo como en restaurantes con mucha frecuencia, pues así lo aconseja la índole de mi trabajo: pero si pensase que haciéndolo contribuyo a la difusión de la comida comunitaria, no volvería a pisar ninguno; me llevaría pan y queso en el bolsillo o sacaría chocolate de las máquinas automáticas. Y es que hay cosas cuyo carácter personal es sagrado. El otro día lo dijo perfectamente el señor Will Crooks: «Lo más sagrado es poder cerrar nuestra puerta».°
Dice mi corresponsal: «¿No se ahorrarían nuestras mujeres la pesada tarea de cocinar y todas las preocupaciones que ello conlleva, quedando libres para dedicarse a la alta cultura?». Lo primero que se me ocurre decir es muy simple y forma parte, creo, de la experiencia de cada cual. Si mi corresponsal encuentra el modo de evitar que las mujeres se preocupen, será un hombre muy, pero que muy notable. Creo que el asunto es más profundo. Ante todo, mi corresponsal obvia una distinción que es fundamental en la naturaleza humana. Teóricamente, supongo que todo el mundo quiere verse libre de preocupaciones. Pero seguro que nadie quiere verse libre de actividades que preocupan. A mí me placería en extremo (lo digo como lo siento en este momento) verme libre de la penosa faena de escribir este artículo. Pero eso no significa que me gustaría librarme también de la penosa faena de ser un periodista. Que algo nos preocupe no quiere decir que no nos interese. La verdad es lo contrario. Lo que no nos interesa, ¿por qué habría de preocuparnos? Las mujeres se preocupan por el gobierno de la casa, pero son las más interesadas las que más se preocupan. Les preocupan mucho sus maridos y sus hijos. Y supongo que si estrangulásemos a estos y aturdiésemos a aquellos, les quedaría tiempo para dedicarse a la alta cultura. O sea, quedarían libres para preocuparse por la alta cultura. Pues las mujeres se preocuparían por eso tanto como se preocupan por cualquier otra cosa.
Yo creo que este modo de hablar de las mujeres y de su alta cultura es una excrecencia exclusiva de las clases que (a diferencia de la periodística a la que pertenezco) disponen siempre de elevadas sumas de dinero. Una cosa curiosa observo. Quienes sobre ello escriben parecen olvidar que existen las clases trabajadoras y asalariadas. Como mi corresponsal, dicen, eterna letanía, que la mujer es esclava del trabajo. Pues ¿qué es el hombre, por los clavos de Cristo? Esta gente se figura que todos los hombres son ministros. Hablan del hombre como si no pensara más que en conquistar poder, labrarse un porvenir, dejar huella en el mundo, mandar y ser obedecido. Esto quizá sea cierto para ciertas clases sociales. Los duques, por ejemplo, no son esclavos del trabajo; pero entonces tampoco lo son las duquesas. Las damas y caballeros de la alta sociedad sí están libres para dedicarse a la alta cultura, que de preferencia consiste en pasearse en coche y jugar al bridge. Pero los millones de hombres normales y corrientes que integran nuestra civilización no son más libres para dedicarse a la alta cultura que sus mujeres.
Diré más, no lo son tanto como ellas. La mujer ocupa una posición privilegiada respecto del hombre. Ella reina en un mundo en el que puede hacer lo que le plazca; la mayoría de los hombres han de obedecer órdenes y no hacer otra cosa; han de poner ladrillo sobre ladrillo monótonamente, sin hacer otra cosa; han de sumar cifras y cifras monótonamente, sin hacer otra cosa. Quizá el mundo de la mujer es pequeño, pero ella puede cambiarlo. Una mujer puede decirle cuatro verdades al comerciante de turno. El empleado que haga lo mismo con su jefe se verá por lo general de patitas en la calle, o –por evitar el vulgarismo– se verá libre para dedicarse a la alta cultura. Y sobre todo, como dije en un artículo anterior, el trabajo de la mujer es hasta cierto punto creativo e individual. Puede disponer las flores o los muebles según su fantasía. No creo que el albañil pueda hacer lo mismo con los ladrillos, sin grave riesgo de su persona y la del prójimo. Si la mujer ha de poner un simple remiendo en la alfombra, puede elegirlo por el color; pero no creo que al de la oficina de correos le esté permitido franquear un paquete según el color de los sellos, y preferir por ejemplo uno más barato porque es malva claro a uno más caro que es rojo chillón. Una mujer quizá no siempre cocine artísticamente, pero puede hacerlo. Puede variar la composición de una sopa de manera personal e imperceptible. Pero ¡ay del empleado que varíe de manera personal e imperceptible la cifras de la contabilidad!
Lo bueno es que la cuestión que aquí planteo, que es la verdadera, no se discute. Lo que se alega es una cuestión de dinero, no de personas. Lo que me parece falso no son tanto las propuestas de estos reformadores como su mentalidad y sus argumentos. Estoy menos seguro de que las cocinas comunitarias son un error como de que sus defensores están en un error. De entrada, desde luego, hay una gran diferencia entre las cocinas comunitarias de las que hablamos y las comidas comunitarias (monstrum horrendum, informe) que, con intención bárbara y diabólica, evoca mi corresponsal.° Pero en ambos casos el error es el mismo: sus defensores no las defenderán como instituciones humanas. No les interesará el evidente hecho psicológico de que hay cosas que un hombre o una mujer pueden desear hacer por sí mismos. Cosas que él o ella han de hacer de manera creativa, artística, individual... en una palabra, mal. Una de tales cosas es, quién lo diría, elegir esposa. ¿Es otra elegir la comida del marido? Esta es la cuestión: que nadie se plantea.
Y ahora la alta cultura. Conozco esa cultura. Si puedo evitarlo, yo no liberaré a nadie para que se dedique a la alta cultura. Sus efectos sobre los hombres ricos que tienen tiempo para dedicarse a ella son tan horribles que resulta peor que ningún otro de los entretenimientos del millonario, peor que el juego, peor incluso que la filantropía. La alta cultura es creer que el poeta más pequeño de Bélgica es más grande que el poeta más grande de Inglaterra. Es perder todo sentimiento democrático. Es ser incapaz de hablar con un peón sobre deportes, sobre cerveza, sobre la Biblia, sobre las carreras de caballos, sobre la patria o sobre cualquier otra cosa de la que él, el peón, quiera hablar. Es tomarse la literatura en serio, como los aficionados. Es perdonar la indecencia solamente cuando es sombría. Los discípulos de la alta cultura llamarán pala a una pala solo si es para cavar tumbas. La alta cultura es triste, mezquina, desabrida, antipática, poco honesta y nada relajada. Es «alta», en suma: este epíteto abominable (que también se aplica al juego) la describe perfectamente.
No; si se me pide que liberemos a la mujer para otra cosa, quizá esté más dispuesto. Si se me promete, en privado y solemnemente, que las liberaremos para que bailen en las montañas como ménades, o para que adoren a alguna divinidad monstruosa, estaré más de acuerdo. Si se me asegura que las señoras de Brixton, tan pronto como dejen la cocina, se pondrán a aporrear tantanes y soplar cuernos en el bosque, convendré en que al menos son ocupaciones humanas y acaso divertidas. Las mujeres han sido liberadas para ser bacantes, para ser vírgenes mártires, para ser brujas. No les pidamos ahora que se rebajen al nivel de la alta cultura.
Yo tengo mis propias ideítas sobre la emancipación de la mujer, pero me temo que nadie las tomará en serio si las expongo. Apoyaré toda iniciativa que aumente la enorme autoridad de la mujer en la casa y su acción creativa en ella. La mujer, por regla general, es una déspota; el hombre, por regla general, es un siervo. Aprobaré toda propuesta que vuelva a la mujer más déspota. Lejos de querer que se traiga de fuera la comida hecha, deseo que cocine ella misma con mayor libertad e imaginación de lo que lo hace. Lejos de querer que vaya siempre por la misma comida al mismo sitio, deseo que invente, si le place, un plato todos los días de su vida. Que la mujer sea más hacedora, no menos. Y llevamos razón al hablar de «la mujer»; solo los canallas hablan de mujeres. Los hombres, en cambio, hablan de hombres, y esta es la gran diferencia. Los hombres representan el elemento democrático y deliberante de la vida. La mujer encarna el elemento despótico.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON

El vino si es rojo-G.K.CHESTERTON



Título original: «Wine if it es red», en All Things Considered



Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Imagino que causará no poco revuelo el reciente manifiesto firmado por una serie de doctores eminentísimos acerca del llamado «alcohol». A juzgar por como suena, la palabra es arábiga, como «álgebra» y «Alhambra», otras dos cosas desagradables. Nunca he visto la Alhambra española; me han dicho que es una construcción ramplona y laberíntica; yo me refiero al mucho más digno edificio de Leicester Square. Si es verdad, como presumo, que «alcohol» es un término árabe, resulta curioso que la palabra con la que genéricamente designamos la esencia del vino, la cerveza y otras bebidas por el estilo provenga de unas gentes que lo combaten de manera particularmente enconada. Supongo que algún anciano jefe musulmán se sentó un día a la entrada de su tienda y, maldiciendo por entre la negra barba el símbolo cristiano del vino, y discurriendo con ceño fruncido alguna fea palabra que expresara cabalmente su odio racial y religioso, vino a escupir el terminacho «alcohol». El que los médicos hayan de usar esta palabra a efectos de claridad científica les es de gran impedimento para juzgar la cosa con justicia. Porque la palabra encierra una de esas peticiones de principio que tanto complican esta clase de cuestiones morales. Es un craso error suponer que un hombre que desea una bebida alcohólica desea por fuerza alcohol.
Todo aquel que camine diez millas seguidas un caluroso día de verano por un camino polvoriento, sabrá pronto por qué se inventó la cerveza. El que la cerveza tenga cierta propiedad estimulante no es parte a que la pida sino en pequeñísima medida. No es, en fin, que desee alcohol; lo que desea es cerveza. Cierto es, con todo, que la cuestión no puede plantearse en términos tan simples. El problema al que en verdad nos enfrentamos, y especialmente se enfrentan los doctores, es que el puesto singularísimo que el hombre ocupa en el universo físico imposibilita casi por completo el considerarlo un ser puramente físico. Sea lo que sea el ser humano, constituye una excepción. Si no es la imagen de Dios, entonces es una excrecencia del polvo. Si no es un ser divino que cayó del cielo, no puede ser sino un animal que perdió la cabeza. Y en ninguno de los dos casos podemos argüir gran cosa del cuerpo del hombre teniéndolo únicamente por el cuerpo de un animal lleno de salud e inocencia. El cuerpo del hombre se halla demasiado unido a su alma, como se ve en el caso supremo del sexo. Puede valer la pena advertir a los filántropos e idealistas ricos que el argumento de lo animal no debe usarse sin reflexión, ni aun contra los atroces males del exceso; es un argumento que prueba muy poco o que prueba demasiado.
No cabe duda de que emborracharse es poco natural. Pero en el fondo, también el hombre es poco natural. No cabe duda de que el obrero que se emborracha gasta su salud bebiendo; pero nadie sabe cuánto gasta su salud trabajando el obrero sobrio. Nadie sabe cuánto gasta su salud el filántropo rico hablando o, en rarísimas ocasiones, pensando. Todo lo humano es más peligroso que nada que afecte al bruto: sexo, poesía, propiedad, religión. Lo malo de beber no es que saque a la bestia, sino que saque al Diablo. A la bestia no la saca, y poco importa si lo hace: la bestia suele ser una criatura más bien mansa y amable, como lo son las vacas. El ser humano es siempre algo peor o algo mejor que un animal, y el mero argumento de la perfección de este no lo afecta. En el sexo, ningún animal es caballeroso u obsceno. Tampoco ningún animal ha inventado nada tan malo como la embriaguez... ni tan bueno como el beber.
El pronunciamiento de estos doctores es claro y rotundo; hoy día, incluso merece cierto crédito por su valentía moral. Casi todo el mundo convendrá con ellos, desde luego, en que las bebidas alcohólicas son a menudo de grandísima utilidad en casos de enfermedad extremos; pero no pocos, me temo, se escandalizarán al ver que se refieren a ellas como si fueran simples bebidas; porque no se conforman con declarar que beber con moderación no hace daño: dicen abiertamente que es beneficioso. Creo, sin embargo, que esta verdad médica va de algún modo contra la opinión común. Creo que la mayoría de los médicos saben por experiencia que administrar alcohol al enfermo (si bien muchas veces necesario) es casi la forma moralmente más peligrosa de administrarlo. En lugar de suministrarlo a una persona sana que tiene muchas otras posibilidades de vida, se lo damos a una persona desesperada para la que esa es la única posibilidad de vida. Difícilmente podemos censurar al inválido si por alguna contingencia de su precaria condición acaba pensando que el alcohol es una especie de agua de vida y lo usa como tal. Si el hábito de beber es un pecado, no lo es por salvaje, sino por domesticado; no por anárquico, sino por esclavo. La peor forma de beber es beber por razones médicas. La más inocua, hacerlo sin preocuparse; sin preocuparse de nada, y menos aún preocuparse de beber.
El médico, desde luego, debe estar facultado para poner freno en casos de sed perniciosa; pero más allá de esto, solo cabe esperar que la conciencia pública sobre el tema se acrezca o, mejor dicho, se concentre. Yo tengo al respecto mi propia modesta opinión, que siempre he mantenido con firmeza. Si el bar fuera un lugar tan solitario y reservado como la oficina de correos o la estación de trenes, al que acudiera toda clase de gentes en busca de toda clase de refrescos, ofrecería contra las personas de conducta desordenada las mismas garantías que ofrece la oficina de correos: bastaría la presencia de gente normal. El loco que quisiera beber un número ilimitado de whiskys sería tratado con la misma severidad con la que las autoridades de correos tratarían al amable loco que quisiera lamer un número ilimitado de sellos. Poco importa que en uno y otro caso se emplee una negativa de orden técnico. Lo importante es que en ambos casos se pueda llamar prontamente a los amigos o familiares de la persona perturbada. Por lo menos, la empleada de correos no tentaría al entusiasta con una ristra de sellos de seis peniques cuando se lo llevaran con la lengua fuera. Si beber fuese algo público y abierto, se bebería también con mayor despreocupación. En estas cosas, lo sano está en ser despreocupado. Por eso ni los borrachos ni los musulmanes pueden despreocuparse del alcohol.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Ciencia y religión-G.K.CHESTERTON

Ciencia y religión-G.K.CHESTERTON

Título original: «Science and religion»,
en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Estos días nos acusan de atacar a la ciencia porque queremos que sea científica. Seguro que no es faltar al respeto a nuestro médico decir que es nuestro médico, no nuestro cura, nuestra esposa o nosotros mismos. No incumbe al médico decir si debemos o no debemos tomar las aguas; lo que le incumbe decir es qué efectos tiene en la salud tomar las aguas. Tras lo cual, claro es, toca a nosotros decidir. La ciencia es como una suma: o es exacta o es falsa. Mezclar ciencia y filosofía no produce más que una filosofía sin valor ideal y una ciencia sin valor práctico. Quiero que mi médico de cabecera me diga si esta o aquella comida me matará. Corresponde a mi filósofo de cabecera decirme si debo morir. Pido perdón por todas estas perogrulladas, pero es que acabo de leer un folleto cuyos autores, hombres sumamente inteligentes, no parecen haber oído ni una sola de estas perogrulladas en su vida.
Los que detestan al inofensivo autor de esta columna se limitan (en el paroxismo de su abominación) a llamarlo «brillante», lo que en nuestro periodismo hace tiempo que es una expresión despreciativa. Pero me temo que incluso este desdeñoso calificativo me honra en exceso. Cada vez estoy más convencido de que padezco, no una impertinencia relumbrante y llamativa, sino una simpleza que raya en la estupidez. Cada vez estoy más persuadido de que soy tonto de remate, y de que todos los demás son la mar de listos. Acabo de leer esta importante recopilación de escritos, que me han enviado en nombre de una serie de personas a las que tengo en gran estima, y que se titula La nueva teología y la religión aplicada, y juro que he leído párrafos y párrafo sin saber de qué hablaban sus autores. O hablan de una religión oscura y salvaje en la que se educaron y de la que yo no sé nada, o hablan de una visión de Dios radiante y cegadora que ellos han tenido, que yo nunca he tenido y cuyo resplandor les confunde la razón y la palabra. El mejor ejemplo que puedo citar tiene que ver con la cuestión de la ciencia que acabo de mencionar. Las siguientes palabras las firma un señor cuya inteligencia respeto, pero no les encuentro ni pies ni cabeza:
Cuando la ciencia moderna declaró que en la evolución del cosmos no hubo ningún acontecimiento histórico que se correspondiese con el pecado original, sino que, al contrario, ha sido un ascenso incesante en la escala del ser, es evidente que el planteamiento paulino –esto es, el polémico planteamiento paulino de la salvación– perdió todo su fundamento, pues ¿no consistía dicho fundamento en la total depravación del género humano heredada de sus primeros padres? ... Pero si no hubo pecado original, no hay depravación ni peligro inminente de perdición eterna. Y, caída la base, cae el edificio que en ella se sustentaba.
Son palabras sesudas y están bien dichas; algo deben de significar. Pero ¿qué? ¿Cómo puede la ciencia demostrar que el ser humano no está depravado? No se abre a un hombre en canal para verle los pecados, ni se lo hierve hasta que echa el inconfundible humo verde de la depravación. ¿Cómo iba a encontrar la ciencia rastro alguno de depravación moral? ¿Qué rastros esperaba encontrar el autor de las citadas líneas? ¿Esperaba encontrar el fósil de Eva con el fósil de una manzana en su interior? ¿Suponía que el tiempo le conservaría el esqueleto completo de Adán, con una hoja de parra algo descolorida pegada a él? El párrafo citado no es más que una sarta de frases incoherentes, falsas en sí mismas e ilógicas entre sí. La ciencia nunca ha dicho que no hubo pecado original. Podría haber habido diez pecados originales, uno tras otro, sin que ello supusiese incoherencia alguna con todo lo que las ciencias nos enseñan. La humanidad podría haber evolucionado moralmente a peor durante millones de siglos sin que ello contradiga el principio de la evolución. Los hombres de ciencia (no locos de atar) nunca han dicho que hubiera «un ascenso incesante en la escala del ser», pues un ascenso incesante significa un ascenso sin caídas ni retrocesos, y la evolución física está llena de caídas y retrocesos. Hubo sin duda caídas en la evolución física; puede haber habido caídas en la evolución moral. Por eso me llenan de perplejidad, como digo, pasajes como el citado, en los que personas instruidas afirman que, puesto que los geólogos no han hallado pruebas del pecado original, toda creencia en la depravación del hombre es falsa. Como la ciencia no ha encontrado lo que obviamente no puede encontrar, algo que es del todo diferente, el sentido psicológico del mal, es falso. Podemos resumir los argumentos del autor en la abrupta, pero fiel, forma siguiente: «En ninguna excavación han aparecido los huesos del arcángel Gabriel, quien presumiblemente no tenía huesos, luego los niños, abandonados a sí mismos, no serán egoístas». A mí esto me parece disparatado; es como si alguien dijera: «El fontanero no ha encontrado nada mal en el piano, luego supongo que mi esposa me quiere».
No voy a entrar ahora en la cuestión de qué sea realmente el pecado original, ni a discutir la probablemente falsa versión de él que el autor de la nueva teología llama la doctrina de la depravación. Pero sea lo que sea esta o cualquier otra doctrina de la depravación, es siempre fruto de una convicción de orden espiritual. El hombre piensa que la humanidad es mala porque él mismo se sabe malo. Si un hombre se siente malo, no veo por qué habría de sentirse bueno porque alguien le diga que sus antepasados tenían rabo. Por lo que sabemos, el hombre puede haber perdido la pureza e inocencia originales junto con el rabo. Lo único que de la pureza e inocencia originales sí sabemos a ciencia cierta, es que no las tenemos. Nada resulta más ridículo, en el estricto sentido de la palabra, que oponer cosas tan oscuras como las vagas conjeturas que los antropólogos hacen sobre el hombre primitivo a algo tan sólido como es el sentido del pecado. Por naturaleza, la prueba del Edén es imposible de encontrar. Pero la del pecado, por naturaleza, es imposible de no encontrar.
Hay algunas afirmaciones con las que no estoy de acuerdo; otras no las entiendo. Si alguien dice: «Creo que el ser humano sería mejor si se abstuviera por completo de las bebidas fermentadas», entiendo lo que quiere decir y sé cómo puede defenderse su opinión. Si alguien dice: «Quiero abolir la cerveza porque soy abstemio», no entiendo lo que quiere decir. Es como decir: «Deseo abolir las carreteras porque me gusta caminar». Si alguien dice: «No creo en la Trinidad», entiendo. Pero si dice (como una señora me dijo una vez): «Creo en el Espíritu Santo en el sentido espiritual», me deja turulato. ¿En qué otro sentido se puede creer en el Espíritu Santo? Pues siento decir que este librito de pensamiento religioso progresista está lleno de pasmosas observaciones por el estilo. ¿Qué quiere decir la gente cuando dice que la ciencia ha cambiado su concepto del pecado? ¿Qué concepto del pecado tenía antes de que la ciencia se lo cambiara? ¿Pensaba que era algo que se comía? Cuando la gente dice que la ciencia ha hecho vacilar su fe en la inmortalidad, ¿qué quiere decir? ¿Pensaba que la inmortalidad era un gas?
Lo cierto es, desde luego, que la ciencia no ha introducido ningún nuevo factor en la cuestión de la fe. Un hombre puede ser cristiano hasta el final del mundo por la misma razón que otro puede haber sido ateo desde el principio. El materialismo de las cosas está a la vista; descubrirlo no requiere ciencia alguna. Un hombre que ha vivido y ha amado muere y se lo comen los gusanos. Esto es materialismo. Esto es ateísmo. Si la humanidad ha creído pese a ello, puede creer pese a todo. Pero el porqué de que nuestro destino sea más desesperado por saber el nombre de los gusanos que nos comen o de las partes de nuestro cuerpo que se comen, es algo que cuesta descubrir a una mente inquiridora. Mi principal objeción a estos revolucionarios seudo científicos es que no son revolucionarios. Son los defensores del lugar común. No hacen vacilar la religión: más bien es la religión la que parece hacerlos vacilar a ellos. Su única respuesta a la gran paradoja es repetir la obviedad.

sábado, 19 de junio de 2010

La adoración de la riqueza-G.K.CHESTERTON

La adoración de la riqueza-G.K.CHESTERTON

Título original: «The worship of the wealthy»,
en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/




Observo que se ha introducido en nuestra literatura y periodismo una nueva forma de lisonjear al rico y al grande. En tiempos más sencillos y honestos, la lisonja era también más sencilla y honesta; la falsedad, más verdadera. El pobre que quería agradar al rico le decía que era el más sabio, valiente, alto, fuerte, benévolo y apuesto del mundo, y aunque el rico seguramente sabía que nada de eso era verdad, ningún daño había. Cuando los cortesanos hacían el elogio de un rey, le atribuían cosas de todo punto improbables, diciendo que se parecía al sol del cenit, que cuando entraba en la estancia debían cubrirse los ojos, que sus súbditos no podían vivir sin él o que había conquistado Europa, Asia, África y América con su sola espada. Lo que salvaba esta especie de alabanza era lo artificioso de ella; entre el rey y su imagen pública no había relación alguna. En cambio, los modernos han inventado un tipo de elogio mucho más sutil y ponzoñoso, que consiste en hacer un retrato creíble de la personalidad del príncipe o del rico, reputándolo verbigracia por persona seria, campechana o reservada, o amante del deporte o del arte, para entonces poner por los cuernos de la luna el valor e importancia de estas cualidades naturales. Los que alaban al señor Carnegie no dicen que es sabio como Salomón y valiente como Marte; ojalá lo hicieran. La segunda cosa honesta que a continuación harían sería confesar la verdadera razón de sus elogios, que no es otra que la de que tiene dinero. Los periodistas que escriben sobre el señor Pierpont Morgan no dicen que es tan bello como Apolo; ojalá lo hicieran.° Lo que hacen es tomar la vida superficial del hombre rico, sus costumbres, ropa, aficiones, amor a los gatos, desprecio de los médicos y demás, y, fundados en este realismo, convertirlo en un profeta y un mesías de su clase, cuando no es sino un tonto común y corriente al que gustan los gatos o disgustan los médicos. El cumplimentador de antes daba por sentado que el rey era un hombre como cualquier otro y se esforzaba por hacerlo extraordinario; el cumplimentador de hoy, más listo, da por sentado que es extraordinario, y que, en consecuencia, aun lo más ordinario de él reviste interés.
Tengo observada una manera curiosísima de hacer esto. Es la manera que se aplica a seis de los hombres más ricos de Inglaterra en un libro de entrevistas publicado por un conocido y competente periodista. El adulador sabe envolver con ingenio la estricta verdad en una atmósfera de deferencia y misterio, gracias al sencillo método de presentarla en negativo. Supóngase que escribimos un estudio benigno sobre el señor Pierpont Morgan. Quizá no haya mucho que decir acerca de lo que piensa, gusta o admira; pero podemos insinuar todo un mundo de gustos y pensamientos ponderando por extenso aquello que no piensa, gusta ni admira. Por ejemplo: «Poco atraído por las más modernas escuelas de la filosofía alemana, se mantiene alejado de las tendencias del panteísmo trascendental con no menor determinación que de los estrechos éxtasis del neocatolicismo». O supóngase que hemos de hacer el elogio de una asistenta que acaba de entrar en casa, y que sin duda lo merece con creces. Digamos: «Sería un error reputar a la señora Higgs por seguidora de Loisy, ya que su posición es en muchos aspectos diferente. Pero no menos erróneo sería identificarla con el hebraísmo de Harnack». Es un método excelente, pues da ocasión al cumplimentador de hablar de algo que no es propiamente el cumplimentado, y confiere a este un chocante, pero luminoso, halo intelectual, como de persona que ha atravesado crisis filosóficas de las que antes no tenía conciencia. Método excelente, digo, que, empero, me gustaría ver aplicado más veces a las asistentas que a los millonarios.
Hay otra manera de adular a las personas eminentes que, observo, es muy común entre quienes escriben en periódicos o en otras partes. Consiste en calificarlas de «sencillas», «tranquilas» o «modestas» sin razón ni justificación alguna. Ser sencillo es lo mejor del mundo; ser modesto, lo segundo mejor del mundo. No estoy tan seguro de que ser tranquilo vaya aparejado. Más bien me inclino a pensar que las personas modestas alborotan mucho. Que también lo hacen las personas sencillas es algo que salta a la vista. Pero sencillez y modestia son, al menos, virtudes muy raras, que no deben atribuirse a la ligera. Pocos hombres, y esos solo ocasionalmente, se han elevado a la categoría de modestos; a nadie con diez o veinte años han vuelto sencillo largas guerras, como pueden haber vuelto sencillo a un soldado veterano. Estas virtudes no pueden prodigarse por simple adulación; muchos profetas y hombres rectos han deseado verlas y no las han visto. En cambio, se las usa, con mucha frecuencia y sin ningún juicio, para referir el nacimiento, vida y muerte de muchos hombres ricos. Cuando un periodista quiere describir cómo un político eminente o un hombre de negocios (que vienen a ser la misma cosa) entran en una habitación o andan por la calle, dice siempre: «El señor Midas iba modestamente vestido con un abrigo negro, un chaleco blanco, unos pantalones gris perla, una corbata verde y una sencilla flor en el ojal». Como si alguien hubiera esperado verlo vestido con un traje rojo o unos pantalones de lentejuelas, y con una girándula ardiendo en el ojal.
Pero este método, si ya es bastante absurdo aplicado a la vida cotidiana de la gente de mundo, resulta intolerable cuando se lo aplica, como siempre se hace, a una circunstancia que es seria incluso en la vida de los políticos: la muerte. Cuando nos han dado bastante la lata describiéndonos el sencillo vestuario del millonario, que es tan complicado como cualquier vestido que pudiera ponerse sin parecer loco; cuando nos han hablado de la modesta casa del millonario, que suele ser demasiado inmodesta para llamarse casa; cuando nos lo han dado a conocer por medio de todas estas alabanzas huecas, al final se nos pide que admiremos también su tranquilo funeral. No sé qué otra cosa piensa la gente que puede ser un funeral sino tranquilo. Sin embargo, una y otra vez, esta irritante cantinela de la modestia y la sencillez se entona sobre la tumba de todos esos pobres hombres ricos –sobre la tumba de Beit, sobre la tumba de Whiteley–, por los cuales deberíamos sentir más que nada una inefable piedad. Recuerdo que cuando Beit murió, la prensa dijo que toda la gente importante iba en los coches fúnebres, que los tributos florales fueron suntuosos y espléndidos, pero que, con todo, fue un entierro tranquilo y sencillo. ¿Cómo se pensaban que podía ser, en el nombre de Aqueronte? ¿Creían que habría sacrificios humanos, inmolación en la lápida de esclavas orientales? ¿Que desfilarían bailarinas orientales contoneándose en un paroxismo de lamentación? ¿Que se celebrarían los juegos fúnebres de Patroclo? Temo que esos periodistas carecen de tan magnífico sentido pagano. Temo que solo usaban las palabras «tranquilo» y «modesto» para llenar una página, porque son un recurso de esa hipocresía automática demasiado común entre quienes han de escribir mucho y rápido. La palabra «modesto» será pronto como la palabra «honorable» para los japoneses, que la usan al parecer precediendo toda palabra en frases de cortesía: «Deje el honorable paraguas en el honorable paragüero». En el futuro leeremos que el modesto rey déjase ver con su modesta corona, cubierto de arriba abajo de modesto oro y acompañado por sus diez mil modestos condes, con las espadas modestamente desenvainadas. ¡No! Si tenemos que pagar por el esplendor, permítasenos que lo elogiemos por esplendoroso, no por modesto. La próxima vez que vea a un hombre rico por la calle, pienso abordarlo con exageración oriental. Seguro que echa a correr.

lunes, 24 de mayo de 2010

Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON

Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON


Título original: «French and English», en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/




Es obvio que hay una gran diferencia entre ser internacional y ser cosmopolita. Todas las buenas personas son internacionales. Casi todas las malas personas son cosmopolitas. Si queremos ser internacionales, primero debemos ser nacionales. Que quienes a sí mismos se llaman «amigos de la paz» tengan tan poco peso en las naciones a las que pertenecen se debe en gran medida a que no han reflexionado lo bastante en esta distinción. La paz internacional significa la paz entre las naciones, no la paz después de la destrucción de las naciones, como la paz budista es la paz después de la destrucción de la personalidad. La edad de oro del buen europeo es como el cielo del cristiano, un lugar en el que nos amaremos unos a otros, no como el cielo de los hindúes, un lugar en el que ellos serán unos y otros. Esto podemos verlo de una manera curiosa en el caso del carácter nacional. Creo que estaremos de acuerdo en que cuanto más aprecie y admire un hombre el alma de un pueblo, menos querrá imitarla; será consciente de que hay en ella algo demasiado profundo e indómito para ser imitado. El inglés al que simplemente le guste Francia intentará ser francés; el inglés que de verdad admire Francia se empeñará en seguir siendo inglés. Esto puede observarse muy bien en nuestra relación con los franceses, porque una de las mayores peculiaridades de estos es que todos sus vicios están en la superficie y sus extraordinarias virtudes escondidas. Casi puede decirse que sus vicios son la flor de sus virtudes.
Su obscenidad, por ejemplo, es una manifestación de su afán por sacarlo todo a la luz. La avaricia de sus campesinos demuestra la independencia de sus campesinos. Lo que los ingleses llaman su rudeza en las calles es una cara de su igualdad social. La grave mirada de sus mujeres es la expresión de la responsabilidad de sus mujeres, y cierta inconsciente brutalidad y precipitación con la que se mueven y actúan los hombres, señal de su inagotable y extraordinario valor militar. De todos los países, pues, Francia es el que menos puede admirar un necio superficial. Que el necio odie Francia: si la amara, pronto sería un granuja. La admirará sin duda no solo por cosas poco encomiables, sino sobre todo por cosas que no tiene. Admirará su gracia e indolencia, cuando es el más industrioso de los pueblos. Admirará su romanticismo y fantasía, cuando son las más respetables y adocenadas de las gentes. Este error cometerá el inglés que admire Francia precipitadamente, pero el error que cometa con Francia será leve comparado con el que cometa consigo mismo. Un inglés que dice que le gustan las novelas realistas francesas, que se siente bien en un teatro francés moderno, que no lo impresionan las brutales caricaturas francesas, comete un error muy peligroso para su propia sinceridad. Admira algo que no entiende. Recoge donde no sembró, toma de donde no puso, intenta comer el fruto sin haber trabajado el árbol, quiere recolectar la exquisita cosecha del cinismo francés sin haber labrado el duro pero rico suelo de la virtud francesa.
Todo esto solo lo entenderá un inglés si volvemos las tornas. Imaginemos a un francés que viene de la democrática Francia a vivir en Inglaterra, donde la sombra de las grandes casas cae por doquier y hasta la libertad fue, en su origen, aristocrática. Si el francés viera nuestra aristocracia y le gustara, si viera nuestra arrogancia clasista y le gustara, si él mismo las imitara, todos sabemos lo que sentiríamos. Sentiríamos que ese francés es un bicho repugnante. Imitaría a la aristocracia inglesa, imitaría el vicio inglés. Pero no entendería el vicio que copia: no entendería sobre todo que el vicio es en parte una virtud. No entendería aquellos rasgos del carácter inglés que compensan su aristocratismo y lo hacen humano: su gran amabilidad, su hospitalidad, su inconsciente poesía, su conservadurismo sentimental, que tanto admira a la alta burguesía. El realista francés ve que los ingleses aman a su rey. Pero no comprende que a la vez que es abyecto por adorar a un rey, es casi noble por adorar a un rey sin poder. La impotencia de los soberanos de la casa de Hanover ha elevado al leal súbdito inglés poco menos que a la dignidad de hidalgo jacobita. El francés ve que el criado inglés es respetuoso, pero no comprende que también es irrespetuoso; no sabe que hay una tradición inglesa del criado jocoso y leal que es tan característico como su amo: Caleb Balderstone, Sam Weller;° ve que los ingleses admiran a un noble, pero no tiene en cuenta que lo admiran más cuando no se comporta como un noble. A los ingleses les gustan los nobles inconscientes y amables: el siervo puede ser humilde, pero el amo no debe ser soberbio. El noble representa la vida como a ellos les gustaría disfrutarla, y uno de los goces que más sinceramente desean que represente es el de la generosidad, el de repartir dinero a manos llenas o, por usar el noble término medieval, el de la largueza... el placer de la largueza. Por eso nos dice un cochero que no somos unos caballeros cuando le damos solo lo justo. No solamente herimos su bolsillo, sino también su alma. Herimos su ideal. Defraudamos su idea del perfecto aristócrata. Sé que esto es muy sutil y escurridizo, y que en el amor que los ingleses profesan a los señores es muy difícil distinguir lo que es una especie de vicaria nobleza del mero servilismo. A los franceses le costará mucho distinguirlo. Creerán que es simple servilismo y si lo adoptan serán unos siervos. Por lo mismo deben de creer los ingleses (al principio) que la franqueza francesa es simple grosería. Y si la adoptan serán unos groseros. Son rasgos del carácter nacional difíciles de comprender. Se requieren largos años de paz y abundancia, el lento crecimiento de los grandes parques, el curado de las vigas de roble, el oscuro envejecimiento del vino tinto en sótanos y bodegas, todo el ocio y toda la vida de Inglaterra durante varios siglos, para que al final se produzca el generoso y genial fruto del aristocratismo inglés. Y se requieren revueltas y barricadas, cantos callejeros y hombres andrajosos que mueran por una idea, para que se produzca y se justifique la terrible flor de la indecencia francesa.
Hace poco estuve en París y fui con un amigo inglés a un teatro en el que representaban, en rápida sucesión, una serie de brillantísimas obras teatro francesas de unos veinte minutos de duración. Todas eran de grandísimo efecto, pero una lo era a tal extremo que cuando salimos del teatro mi amigo y yo nos peleamos y casi tuvo que intervenir la policía. La idea de la obrita era mostrar cómo reaccionan los hombres en un naufragio o en un desastre naval, cómo se desesperan, gritan, luchan unos contra otros sin objeto y solo movidos por el odio. A esto se añadía una escena llena de esa horrible ironía que empezó con Voltaire, en la que un gran político pronunciaba un discurso en el que hablaba de los fallecidos como de héroes muertos en un abrazo fraternal. Cuando mi amigo y yo salimos del teatro, dijo él, como habría dicho un francés, pues llevaba mucho tiempo viviendo en París: «¡Qué admirable drama! ¿No te parece estupendo?». «No», le contesté yo, tomando en la medida que pude la tradicional actitud de John Bull en las viñetas de Punch.° «No es estupendo. Quizá es absurdo, y si lo es, no me importa. Pero si no es absurdo, si tiene un sentido, el sentido es este: que bajo su apariencia caballeresca los hombres no son más que unos animales, unos animales acorralados. No conozco mucho a la humanidad, menos aún a la humanidad que habla francés, pero sí sé cuándo una cosa está hecha para elevar el ánimo y cuándo para deprimirlo. Sé queCyrano de Bergerac (comedia en la que los actores hablan incluso más rápido) fue hecho para infundir ánimos. Y sé que eso está hecho para abatirlos.» «Esa visión del arte sentimental y moral», empezó a decir mi amigo, y yo lo atajé de manera fulminante: «Déjame que te diga lo que Jaurès le dijo a Liebknecht en el congreso socialista: “Tú no has muerto en las barricadas”. Tú eres un inglés, como yo, y debes ser tan amable como yo. Esta gente tiene cierto derecho a ser terrible en arte porque ha sido terrible en política. Pueden sufrir torturas falsas en el escenario porque en las calles han sufrido torturas reales. Han padecido por la democracia, han padecido por el catolicismo. Para ellos puede ser natural padecer por la literatura. ¡Pero, por Dios, para mí no lo es en absoluto! Y lo peor de todo es que yo, que soy un inglés y me gusta la tranquilidad y el orden, deba sentirme tranquilo viendo estas cosas. Los franceses no buscan aquí tranquilidad, sino tumulto. Este pueblo inquieto quiere estar siempre en un estado de constante tensión revolucionaria. Los franceses, que aman las revoluciones, pueden hallar estimulante el ver a la humanidad humillada. ¡Pero no quiera Dios que dos ingleses amantes del placer se deleiten nunca en ello!»

jueves, 13 de mayo de 2010

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Título original: «Cockneys and their jokes»,en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Un escritor del Yorkshire Evening Post está enfadadísimo conmigo por lo que escribo en esta columna. Su reproche reza literalmente: «El señor G.K. Chesterton no es un humorista: ni siquiera es un humorista cockney». No me importa que diga que no soy un humorista –en lo que, a decir verdad, tiene razón–, pero me molesta que diga que no soy cockney.° Admito que la envenenada flecha da en el blanco. Si un escritor francés dijera de mí: «No es un metafísico: ni siquiera es un metafísico inglés», podría tolerar que insulte mi metafísica, pero no que insulte a mi patria. No afirmo, pues, que soy un humorista, pero sí insisto en que soy cockney. Si fuera un humorista, sería desde luego un humorista cockney; si fuera un santo, sería desde luego un santo cockney. No enumeraré el magnífico catálogo de santos cockneys que han escrito su nombre en las iglesias de nuestra noble y vetusta ciudad. No importunaré al lector con la larga lista de humoristas cockneys que han pagado sus cuentas (o dejado de pagarlas) en las tabernas de nuestra noble y vetusta ciudad. Podemos llorar la pena del pobre ciudadano de Yorkshire, cuyo condado no ha producido jamás ningún humor que no sea inteligible para el resto del mundo. Y podemos sonreír cuando dice de alguien que «ni siquiera» es un humorista cockney, como Samuel Johnson o Charles Lamb. Es de sobra evidente que el mejor humor de nuestra lengua es humor cockney. Chaucer era cockney; vivía cerca de la Abadía. Dickens era cockney; decía que no podía pensar sin las calles de Londres. En las tabernas de Londres se oyeron siempre las más originales y sabrosas conversaciones, las de Ben Johnson en el Mermaid o las de Sam Johnson en el Cock. Incluso en nuestros días puede observarse que el humor más vivo y genuino sigue escribiéndose en Londres. Así la amable y humana ironía que caracteriza los estudios del señor Pett Ridge de nuestras grises callecitas. Así el sencillo pero estupendo humor de los mejores relatos del señor W.W. Jacobs que describen la niebla y el centellear del Támesis. Sí; reconozco que no soy un humorista cockney; reconozco que no merezco serlo. Puede que algún día, después de vivir tristes y agotadoras vidas en el más allá, después de pasar por arduas y apocalípticas encarnaciones, en algún peregrino mundo allende las estrellas, llegue por fin a ser un humorista cockney. En ese paraíso potencial pasearé con los humoristas cockneys, si no como un igual, al menos como un camarada. Podré sentir por un momento en mi hombro la mano cordial de Dryden y recorrer los laberintos de la afable demencia de Lamb. Pero eso solamente podría ocurrir si yo fuera no solo más inteligente, sino también mucho mejor de lo que soy. Antes de llegar a esa esfera tendré que haber dejado atrás la esfera en la que moran los ángeles e incluso aquella reservada en exclusiva para los de Yorkshire.
Sí, aquí se ataca a Londres por su mejor cualidad. Londres es la más grande de las grandes ciudades modernas; es la más contaminada, la más sucia, la más sombría, la más miserable, si se quiere. Pero también es sin duda la más divertida. Se podrá alegar que es la más trágica; no por ello deja de ser la más cómica. En el peorísimo de los casos somos unos hipócritas del humor. Disimulamos nuestra pena con carcajadas estridentes. Se habla de los que ríen entre lágrimas; nosotros presumimos de ser los únicos que lloramos entre risas. Siempre tendremos ese gran orgullo, que es quizá el mayor orgullo que le es dado al ser humano. El gran orgullo, a saber, de que los más infelices de nuestros ciudadanos son también los que más ríen. El pobre puede olvidar este problema social que nosotros (los moderadamente ricos) nunca debemos olvidar. Bendito sean los pobres; pues son los únicos que no tienen siempre presentes a los pobres. El pobre honrado puede a veces olvidar la pobreza. El rico honrado nunca.
Creo firmemente en el valor de las ideas vulgares, sobre todo en el de los chistes vulgares. Quien oye un chiste vulgar puede tener la seguridad de que ha oído un concepto sutil y espiritual. Los hombres que inventan chistes ven algo profundo que no pueden expresar sino con algo tonto y rotundo. Ven algo delicado que solo pueden expresar con algo indelicado. Recuerdo que el señor Max Beerbohm (que tiene todos los méritos menos el de la democracia) probó a analizar los chistes que hacen gracia a la gente. Los clasificó en tres categorías: chistes sobre humillaciones físicas, chistes sobre cosas ajenas, como los extranjeros, y chistes sobre el queso podrido. El señor Max Beerbohm creyó entender los dos primeros tipos; pero yo no estoy tan seguro. Para entender el humor vulgar no basta con tener sentido del humor. Hay que ser también vulgar, como yo. En el primer caso está claro que no es el simple hecho de que algo salga malparado lo que nos hace reír (como espero que nos haga reír) cuando vemos a un primer ministro sentándose en su sombrero. Si así fuera, nos reiríamos siempre que viéramos un funeral. No reímos por el mero hecho de que algo caiga; nada hay risible en que caigan las hojas o en que el sol decline. No nos reímos cuando se nos derrumba la casa. Todas las aves del cielo podrían caernos alrededor cual perpetua granizada sin arrancarnos una sonrisa. Si nos preguntamos seriamente por qué reímos cuando vemos a un hombre caerse en la calle, descubriremos que la razón no es solo recóndita, sino últimamente religiosa. Todos los chistes sobre personas que se sientan en su sombrero son en el fondo chistes teológicos; tienen que ver con la doble naturaleza del hombre. Se refieren a la elemental paradoja de que el hombre es superior a todas las cosas y sin embargo está a merced de ellas.
Igual de sutil y espiritual es la idea que subyace a la risa motivada por lo extranjero. Tiene que ver con la casi torturadora verdad de algo que es y no es como uno mismo. Nadie ríe de lo que es completamente extraño; nadie ríe de una palmera. Pero sí hace gracia ver la familiar imagen de Dios disfrazada de francés con barba negra o de negro con tez oscura. Ninguna gracia tienen los sonidos enteramente inhumanos, el ulular de las fieras o del viento. Pero que un ser humano empiece a hablar como nosotros pero con sílabas diferentes nos hará mucha gracia si somos también seres humanos, aunque reprimamos las ganas de reír si somos bien educados.
El señor Max Beerbohm, recuerdo, asegura comprender las dos primeras formas de ingenio popular, pero dice que la tercera lo desconcierta. No puede ver qué tiene de gracioso el queso podrido. Se lo diré ahora mismo. No capta la idea porque es sutil y filosófica, y él buscaba algo tonto y superficial. El queso podrido da risa porque es (lo mismo que el extranjero o el hombre que se cae) un ejemplo típico del paso o trascendencia de un gran límite místico. El queso podrido simboliza la conversión de lo inorgánico en lo orgánico. Simboliza el maravilloso prodigio de la materia que cobra vida. Simboliza el origen de la vida misma. Y únicamente de cosas tan serias como el origen de la vida condesciende la democracia a reírse. De ahí, por ejemplo, los chistes democráticos sobre el matrimonio; porque el matrimonio es parte de la humanidad. En cambio, del amor libre jamás se dignará reír la democracia, porque el amor libre es simple mojigatería.
De hecho, se convendrá en que los chistes populares son falsos en la letra, pero verdaderos en el espíritu. Por decirlo paradójicamente, el chiste vulgar refleja la verdad pero no la realidad. Por ejemplo, no es verdad que las suegras sean insufribles y dominantes; la mayoría son abnegadas y serviciales. Todas las suegras que yo he tenido eran personas maravillosas. Y, sin embargo, la imagen que dan de ellas los periódicos satíricos es profundamente verdadera. Apunta al hecho de que es mucho más difícil ser una buena suegra que ser bueno en cualquier otra clase de relación humana. Las caricaturas pintan a la peor de las suegras como un monstruo, para decir que ser la mejor es muy difícil. Lo mismo vale para los clásicos chistes de esposas hurañas y maridos calzonazos. Son una gran exageración, pero una exageración de la verdad; por lo mismo que todo el moderno clamor sobre las mujeres oprimidas son exageraciones de una mentira. Si leemos incluso al mejor de los intelectuales de hoy, veremos que dice que en la masa democrática la mujer es una pertenencia de su señor, como el baño o la cama. Pero si leemos la literatura humorística de la democracia, veremos que el señor se esconde bajo la cama huyendo de la ira de su pertenencia. Esto no es la realidad, pero sí está mucho más cerca de la verdad. Todo hombre casado sabe de sobra no solo que no considera a su mujer una pertenencia, sino que ningún hombre puede verosímilmente haberlo hecho nunca. El chiste plasma una verdad última, una verdad sutil. Y que no es fácil de decir correctamente. Quizá lo más correctamente que se puede decir es declarando que incluso cuando mejor lleva puestos los calzones, sabe el hombre que es un calzonazos.
Pero los periódicos satíricos populares son tan sutiles y verdaderos que resultan hasta proféticos. Si de verdad queremos conocer el futuro de nuestra democracia, no leamos las profecías modernas, no leamos ni siquiera las utopías del señor Wells, aunque desde luego debemos leerlas si apreciamos a los hombres de bien y a los buenos ingleses. Si queremos saber lo que pasará con nuestra democracia, estudiemos las páginas de Snaps o dePatchy Bits como si fueran las negras tablas de los oráculos divinos. Pues, por humildes y groseras que sean, reflejan, y lo digo muy en serio, lo que no refleja ninguna de las utopías y conjeturas sociológicas actuales: las costumbres y deseos verdaderos de los ingleses. Si de verdad queremos saber qué acabará siendo la democracia, no lo sabremos leyendo la literatura que estudia al pueblo, sino la literatura que el pueblo estudia.
Pondré dos ejemplos al azar en los que se ve que el chiste común o cockney fue mucho más profético que las concienzudas observaciones del más sesudo observador. Cuando antes de las últimas elecciones generales estaba Inglaterra agitada por la cuestión de la mano de obra china, hubo una clara diferencia entre el tono de los políticos y el tono del pueblo. Los políticos que condenaban la mano de obra china se cuidaban muy bien de explicar que de ningún modo desaprobaban a los chinos mismos. Según ellos, era una cuestión de pura legalidad, de si ciertas cláusulas del contrato de aprendizaje eran compatibles con nuestras tradiciones constitucionales: según ellos, habría sido lo mismo si hubieran sido negros o ingleses. Todo parecía maravillosamente lúcido e ilustrado, y en comparación con ello, el humor popular resultaba, claro está, muy pobre. Pues el humor popular criticaba a los trabajadores chinos simplemente porque eran chinos; era un tipo de ataque a lo extraño, a lo extranjero; los periódicos populares hacían mil burlas de las coletas y las caras amarillas. Parecía que los políticos liberales se oponían a un dudoso documento del Estado, y que el pueblo radical simplemente se desternillaba con risa tonta de los chinos. Pero el instinto popular tenía razón, porque los vicios denunciados eran vicios chinos.
El segundo ejemplo es más amable y más a la moda. Los periódicos populares insistían en representar a la «nueva mujer sufragista» como una mujer fea, gorda, con gafas, mal vestida, y cayéndose casi siempre de una bicicleta. Hablando en puridad, no hay ni pizca de verdad en eso. Las líderes del movimiento por la emancipación de la mujer no son feas en absoluto, la mayoría son muy bien parecidas. Ni son tampoco indiferentes al arte del bien vestir; muchas de ellas son alarmantemente aficionadas a él. Pero el instinto popular no se equivocaba. Porque el instinto popular veía en ese movimiento, con o sin razón, un elemento de indiferencia a la dignidad de la mujer, de una novísima voluntad de las mujeres de ser grotescas. Esas mujeres desprecian realmente la mayestática condición de la mujer. Y en nuestras calles y en torno a nuestro parlamento hemos visto a la majestuosa mujer de arte y cultura convertirse en la risible mujer del Comic Bits. Y creamos o no justificable la exhibición, la profecía de los periódicos satíricos sí está justificada: las sanas y vulgares masas eran conscientes de que un enemigo oculto de nuestras tradiciones ha salido hoy a la luz, de que las escrituras podrían cumplirse. Pues lo que más odia en el mundo una persona sana es una mujer que no es digna y un hombre que lo es.

domingo, 9 de mayo de 2010

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON


Título original: «The vote and the House»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



A muchos nos pedirán pronto el voto, supongo, y algunos hasta lo pediremos. Nada me inducirá a decir para qué partido lo pediré yo, aunque sí afirmo que será casualmente para el único partido por el que un patriota con elevados principios y espíritu cívico puede mostrar siquiera un momentáneo interés. Sobre la cuestión misma de pedir el voto, en cambio, sí creo que podemos opinar, pues es una cuestión imparcial. Las normas por las que debe regirse un agente electoral las conocerá bien todo aquel que alguna vez lo haya sido. Figuran impresas en la tarjetita que lleva consigo y pierde. Una de esas normas creo que le prohíbe convidar a los electores a comer o a beber. Por muy hospitalario que se sienta con ellos en sus casas, jamás debe llevarles de almorzar. No debe sacar chuletas de ternera del bolsillo del frac, ni esconder en su persona huevos escalfados, ni extraer patatas asadas del sombrero como si fuera una especie de prestidigitador. En suma, el agente electoral no debe alimentar al elector de ninguna de las maneras. Si a este le está permitido alimentar a aquel, invitarlo a chuletas de ternera y a patatas asadas, es un artículo de ley sobre el que nunca he podido informarme. Cuando yo pedía el voto a un señor, me sentía a veces tentado de preguntarle si sabía de alguna norma que le impidiese invitarme a comer o a beber; pero era una pregunta delicada. Su actitud parecía a veces darme a entender que dudaba si me habría invitado, aunque hubiera podido. Pero seguro que hay electores a los que interesa saber si existe alguna ley que les prohíba sobornar a un agente electoral. Podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda norma que figuraba impresa en la tarjetita vedaba al agente inducir a nadie a hacerse pasar por elector. Ignoro lo que significa. Que sea vestirse como un elector medio parece algo vago. Por lo que yo sé, no hay ningún uniforme con chaleco cívico y bigote patriótico claramente reconocible. Esto sería como lo que hizo un amigo mío rico, que fue a un baile de disfraces disfrazado de caballero. O quizá se refiere a la práctica de hacerse pasar por un elector en concreto. El agente penetra sigilosamente en la casa de su cómplice con una bolsa, de la que saca un par de bigotes blancos y un monóculo capaces de dar a la más corriente de las personas un sorprendente parecido con el coronel que vive en el número 80. O bien le planta la larga nariz y la calva cabeza que harán creer que se trata del mismísimo profesor Budger. No voy a imponerme la tarea de aclarar la cuestión. Solamente puedo decir que, cuando yo era agente electoral, la tarjetita me prohibía, con la mayor seriedad y autoridad, inducir a nadie a hacerse pasar por elector: y con la mano en el pecho afirmo que nunca lo hice.
La tercera prohibición que figuraba en la tarjetita me parecía a mí que, interpretada literalmente, minaba los fundamentos mismos de nuestro sistema político. Decía que «no debíamos dirigir al elector ningún tipo de amenazas». Es indudable que se refería a las amenazas de carácter personal e ilegítimo, como en el caso de que un candidato con dinero amenace con subir todos los alquileres o erigirse una estatura a sí mismo. Pero tal como está expresada, parece abarcar también esas amenazas generales de desastre para toda la comunidad que son el principal argumento del debate político. Cuando un agente electoral dice que si el candidato de la oposición gana será la ruina del país, está haciendo al elector amenazas muy claras. Cuando el librecambista dice que si se aplican aranceles los ciudadanos de Brompton o Bayswater caminarán a gatas comiendo hierba, está amenazándolos. Cuando el partidario de la reforma arancelaria dice que si el librecambio dura un año más la catedral de Saint Paul será una ruina y Ludgate Hill quedará más despoblada que Stonehenge, también está amenazando. ¿Y qué gracia tiene ser reformador arancelario si no se puede decir eso? ¿Qué sentido tiene ser político o parlamentario si no podemos decirle al pueblo que si el otro llega al poder, Inglaterra será invadida y esclavizada al instante, correrá la sangre Strand abajo y todas las damas inglesas serán arrastradas a los harenes? Pues todo esto son, al fin y al cabo, amenazas.
Es hoy opinión de la mayoría de las personas refinadas que se abusa de la práctica de pedir el voto. Del mismo modo es opinión de la mayoría de las personas refinadas (generalmente las mismas personas refinadas) que se abusa de la práctica de entrevistar a famosos. A mí me parece muy curioso que ese refinado mundo reserve toda su indignación para estas dos actividades, que comparativamente son inocentes y honradas. Hay mucha corrupción e hipocresía en nuestros políticos; casi lo más limpio que hay en ese sucio mundo es pedir el voto. Un hombre no tiene derecho a «comprar» un distrito electoral con enérgicas obras de caridad, prodigando parques y bibliotecas, abriendo vagas perspectivas de futura benevolencia; todo eso, que se hace impunemente, es soborno, ni más ni menos. Pero sí tiene derecho a pedirle educadamente a otro hombre libre que vote por él. Se puede pedir, dar o rechazar la información sin que ninguna de las dos partes pierda un ápice de dignidad, lo que no se puede decir de los parques. Lo mismo vale para el caso de las entrevistas. En un mundo en el que hay laberintos de hipocresía como es el periodismo, las entrevistas son lo más sencillo y sincero que hay. El agente electoral, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. Puede ser cargante, pero es casi lo más franco y limpio que puede hacer. Y el entrevistador, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. De nuevo puede ser cargante; pero de nuevo es casi lo más franco y limpio que puede haber. En cambio, el resto de las prácticas cínicas de nuestro periodismo, que son reales y sistemáticas, quedan impunes y aun pasan desapercibidas: los móviles económicos de la política, los carteles engañosos, la supresión de cartas de reclamación justas... Se pueden decir cosas sobre otros que son infames mentiras, pero se leen tranquilamente. En cambio, que alguien diga algo sobre sí mismo a un entrevistador parece imperdonablemente vulgar. El periódico puede dar una imagen falsa o mala de nosotros y no pasa nada; pero que nosotros demos nuestra propia imagen es de mal gusto. El gran error en ambos casos es que las personas refinadas critican la política y el periodismo por ser vulgares. Claro está que la política y el periodismo pueden ser vulgares. Pero eso no es lo peor que tienen. Hay tantas cosas malas en ambos que, por una vez, el que sean vulgares es lo mejor. Por lo menos es una vulgaridad ruidosa; el gran peligro es ese silencio que siempre envuelve la corrupción. La persuasión verbal en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional; lo absolutamente pernicioso es la persuasión callada.
Que la Cámara de los Comunes no dé cabida a todos los representantes es un excelente ejemplo de lo que llamamos anomalías de la Constitución inglesa, así como es un excelente ejemplo, creo yo, de lo altamente indeseables que dichas anomalías son. La mayoría de los ingleses dicen que no tiene importancia; no se avergüenzan de ser ilógicos; se enorgullecen de ser ilógicos. Lord Macaulay (típico inglés romántico, poético, racista) dijo que él no votaría por suprimir una anomalía que no constituyera también un agravio para alguien. Lo mismo dicen muchos otros románticos ingleses con igual firmeza. Se jactan de nuestras anomalías; se jactan de nuestra falta de lógica; dicen que eso demuestra lo muy prácticos que somos. Se equivocan de medio a medio. Lord Macaulay, en este asunto como en otros, se equivoca de medio a medio. Las anomalías son muy serias y hacen mucho daño; las abstracciones ilógicas son muy serias y hacen mucho daño. Y eso por una razón que cualquiera que tenga cierto conocimiento de la naturaleza humana puede entender. Todas las injusticias empiezan en la mente. Y la anomalías habitúan a la mente a lo irracional y a lo falso. Supongamos que por alguna ley prehistórica tengo poder para obligar a todos los habitante de Battersea a cabecear tres veces antes de levantarse de la cama. Los políticos prácticos dirán que este poder es una anomalía inofensiva; que no constituye ningún agravio. No perjudica a mis súbditos ni me beneficia a mí. Los ciudadanos de Battersea, dirán, podrían someterse a ello sin peligro. Pero los ciudadanos de Battersea no se someterían a ello sin peligro, por todo eso. Si durante cincuenta años los he obligado a mover la cabeza, con mucha mayor facilidad podría acabar cortándosela. Porque habrían inculcado en sus mentes la creencia de que mi poder fantástico e irracional era algo natural. Habrían vivido habituándose a la locura.
Y es que para que los hombres combatan la injusticia no solo es necesario que crean que la injusticia es desagradable; han de creer también que es absurda; han de creer que es sorprendente. Han de ser capaces de un asombro virgen. Esto explica el curioso hecho que debe de chocar a mucha gente cuando piensa en la relación entre filosofía y reforma. El hecho, quiero decir, de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Visto superficialmente, uno pensaría que el que se queja será el que reforme; que el que piensa que todo está mal será el que lo arregle todo. La experiencia histórica demuestra que ocurre lo contrario; que, curiosamente, son las personas que piensan que las cosas están bien como están las que en realidad las mejoran. El optimista Dickens reformó más cosas que el pesimista Gissing. Un hombre como Rousseau tiene una idea de la naturaleza humana de lo más halagüeña, pero trajo una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son desoladoras; pero es un conservador y desea que sigan igual. Un hombre como Godwin cree que en la vida hay que ser amables, pero es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que en la vida hay que ser crueles, pero es un tory. Los hombres que cambian las cosas empiezan siempre amando las cosas. Y la explicación del éxito del reformador optimista, del fracaso del reformador pesimista, es, después de todo, muy sencilla: el optimista ve lo malo no solo con indignación, sino también con asombro. Cuando el pesimista ve una iniquidad, piensa que no es sino una iniquidad más de la existencia. Los tribunales de justicia no tienen remedio... como la humanidad. La Inquisición es abominable... como el universo. En cambio, el optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, que lo impulsa a la acción. Lo injusto puede enfadar al pesimista, pero solo sorprenderá al optimista.
El mismo efecto producen las anomalías en una mente lógica. El pesimista reacciona ante lo malo (como Lord Macaulay) únicamente si constituye un agravio. El optimista reacciona también porque es anómalo, porque contradice su idea de cómo han de funcionar las cosas. Y no carece de importancia, sino, muy al contrario, tiene la máxima importancia, el que las cosas, en política y en todo, sean lúcidas, explicables y defendibles. Cuando uno se acostumbra a lo irracional, la injusticia deja pronto de sorprenderlo. Cuando uno se familiariza con lo anómalo, puede ver hasta qué punto es un agravio, hasta qué punto es grave; pero pronto deja de ver hasta qué punto es extraño. Pongamos el ejemplo mencionado más arriba, aunque solo sea porque es excelente, esto es, el de los escaños, o más bien la falta de escaños, de la Cámara de los Comunes. Puede que sea verdad que ni en las mejores condiciones podrían estar todos los miembros. Puede que la asistencia plena nunca se dé. Pero ¿quién sabe en qué medida ha influido en dejar a miembros fuera esa tranquila asunción de que se quedarían fuera? ¿Cómo podemos esperar de nadie que contribuya a la plena asistencia si sabe que en realidad está prohibida? ¿Cómo pueden los hombres que forman la Cámara hacer su deber sensatamente cuando los hombres que la construyeron no hicieron el suyo también sensatamente? Si la trompeta emite un sonido dudoso, ¿quién se preparará para la batalla? ¿Y qué pasa si la trompeta dice: «Te ordeno, por tu amor al rey y a la patria, que asistas al consejo; pero sé que no podrás»?

jueves, 6 de mayo de 2010

Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON

Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON

Título original: «On running after one’s hat»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Siento casi una envidia rabiosa al oír que Londres se ha inundado en mi ausencia, estando yo en el campo. Tengo entendido que Battersea, mi barrio, ha sido especialmente favorecido por las aguas. Si Battersea ya era, huelga decirlo, la más bonita de las localidades, ahora que goza del adicional esplendor de los grandes mantos de agua, mi romántica ciudad debe de resultar un paisaje (una marina) incomparable. Battersea debe de ser una visión de Venecia. La barca que transporta la carne del matadero debe de haber surcado aquellas calles de ondeante plata con la rara suavidad de una góndola. El verdulero que lleva coles a la esquina de Latchmere Road debe de haberse inclinado sobre el remo con la gracia sobrenatural de un gondolero. No hay nada tan poético como una isla; y cuando un barrio se inunda se convierte en un archipiélago.
Algunos reputan esta romántica contemplación de inundaciones o incendios algo falta de realismo. Pero en realidad esta contemplación romántica de tales fenómenos es tan pragmática como cualquier otra. El optimista que ve en ellos una ocasión de disfrutar es tan lógico y mucho más sensato que el «indignado contribuyente» que ve una ocasión de quejarse. El verdadero dolor, el de ser quemado en la hoguera o el de muelas, por ejemplo, es algo real; podemos soportarlo pero difícilmente disfrutarlo. Aunque, después de todo, las muelas no suelen dolernos y, en cuanto a ser quemados en la hoguera, es cosa que nos ocurre muy de tarde en tarde. La mayoría de las circunstancias que hacen a los hombres maldecir y a las mujeres llorar son circunstancias sentimentales o imaginarias, cosas puramente mentales. Por ejemplo, a menudo oímos a personas adultas quejarse de tener que esperar un tren yendo y viniendo por la estación. ¿Se ha quejado alguna vez un niño de tener que esperar un tren yendo y viniendo por una estación? No; porque para él una estación es como una caverna llena de maravillas y un palacio lleno de poéticos placeres. Porque para él la luz roja y la luz verde de la señal son como un nuevo sol y una nueva luna. Porque para él el travesaño que cae de pronto es como el bastón del rey que da la señal para que comience un estrepitoso torneo de trenes. Yo mismo tengo hábitos infantiles en estas cosas. También valen para quienes simplemente están quietos y esperan el tren de las dos quince. Sus meditaciones pueden ser muy ricas y fructíferas. Muchas de mis más inspiradas horas las he pasado en Clapham Junction, que ahora estará, supongo, bajo agua. Muchas veces he estado allí de un ánimo tan místico y absorto que el agua podría haberme llegado a la cintura sin darme plena cuenta de ello. Pero en el caso de todas estas molestias, como he dicho, todo depende de nuestro estado emocional. Podemos tranquilamente aplicar el mismo criterio a casi todos los comúnmente considerados típicos fastidios de la vida diaria.
Por ejemplo, se tiene la impresión de que correr tras el sombrero es algo feo. ¿Por qué había de ser feo para una mente piadosa y cabal? No simplemente por tener que correr, que cansa. Corremos más veloces en juegos y deportes. Corremos más impetuosamente tras una insignificante pelota de cuero que tras un lindo sombrero de seda. Pensamos que correr tras el sombrero es humillante; y cuando decimos que es humillante, queremos decir que es cómico. Ciertamente lo es; pero el hombre es una criatura harto cómica, y muchas de las cosas que hace son cómicas, comer, verbigracia. Y lo más cómico de todo es precisamente aquello que más merece la pena hacer, como el amor. Correr tras un sombrero no es ni la mitad de ridículo que correr tras una esposa.
Pues bien: si supiéramos tomárnoslo bien, podríamos correr tras el sombrero con el más viril de los ardores y el más sublime de los júbilos. Podríamos considerarnos joviales cazadores persiguiendo un animal salvaje, pues ningún animal puede ser más salvaje. De hecho, me inclino a creer que la caza del sombrero en días de viento será el deporte de las clases altas en el futuro. Habrá encuentros de damas y caballeros en cotas altas en mañanas de fuerte viento y se les dirá que el personal de marras ha soltado un sombrero en tal o cual matorral, o como técnicamente se llame. Obsérvese que esta práctica aunará en sumo grado lo deportivo con lo humanitario. Los cazadores sabrán que no están infligiendo dolor. Mejor dicho, sabrán que están proporcionando placer, un placer intenso, casi salvaje, a las personas que los estén viendo. Hace poco vi en Hyde Park a un anciano señor correr tras su sombrero y le dije que un pecho tan bondadoso como el suyo debía sentirse henchido de paz y gratitud al pensar cuánto placer sincero estaban dando en aquel momento a la multitud sus gestos y movimientos corporales.
El mismo principio puede aplicarse a todos los demás cuidados típicos de la vida diaria. Solemos creer que sacar una mosca de la leche o un trocito de corcho del vaso de vino es motivo bastante para irritarnos. Pensemos por un momento en la paciencia de esos pescadores que se sientan al borde de oscuros estanques, y veremos como nos invade el alma un sentimiento de paz y gratitud. También he conocido a gente de mentalidad muy moderna que, llevada de la angustia, usaba términos teológicos a los que no conceden significado doctrinal alguno, simplemente porque un cajón se había atrancado y no podían abrirlo. Un amigo mío sufría especialmente por esto. Todos los días se le atrancaba el cajón, y en consecuencia todos los días soltaba por aquella boca. Yo le hice notar que esa sensación de agravio era subjetiva y relativa; que descansaba enteramente sobre la premisa de que el cajón podía y debía abrirse fácilmente. «Pero», añadí, «si te imaginas luchando contra algún enemigo poderoso y opresivo, la cosa te resultará emocionante en lugar de exasperante. Figúrate que estás en el mar tirando de un bote salvavidas. Figúrate que estás sacando a un compañero de la grieta de un glaciar alpino. Figúrate que has vuelto a tu niñez y estás halando de la cuerda en una competición entre franceses e ingleses.» Al poco de decirle esto me despedí; pero no dudo de que mis palabras dieron el mejor fruto. No dudo de que todos los días de su vida mi amigo se agarra al tirador de ese cajón con el rostro y los ojos inflamados en ardor guerrero, y se da voces de ánimo y se figura oyendo en torno el clamor y los aplausos de un público.
No pienso, pues, que sea completamente absurdo o increíble suponer que también las inundaciones de Londres pueden ser vistas y disfrutadas de una manera poética. Parece que no han causado nada más que molestias; y las molestias, como he dicho, son solo un aspecto, el aspecto menos imaginativo y más accidental de unas circunstancias realmente románticas. Una aventura no es más que una molestia bien considerada. Una molestia no es más que una aventura mal considerada. Si acaso, las aguas que rodean las casas y comercios de Londres no han hecho sino aumentar el hechizo y la maravilla que ya tenían. Pues, así como el sacerdote católico romano del chiste dijo: «El vino va bien con todo menos con agua», así nosotros podemos decir: «El agua va bien con todo menos con vino».

miércoles, 28 de abril de 2010

En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON

En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON

Título original: «The case for the ephemeral»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



No puedo entender a la gente que se toma en serio la literatura; pero puedo amarla y la amo. Por eso le recomiendo que no coja este libro. Es una colección de papeles rudimentales e informes sobre temas de actualidad, temas corrientes o más bien volantes, que han de ser publicados tal como están. En general, los escribí en el último momento, los entregué justo antes de que fuera demasiado tarde y no creo que los cimientos de nuestro estado de bienestar se hubieran estremecido de haberlo hecho justo después. Ahí van ahora con todas sus imperfecciones, que más bien son las mías; pues sus defectos son tan vitales que no los enmendarían unos tachones, ni nada que yo pueda imaginar, salvo la dinamita.
Su principal defecto es que suelen ser muy graves: no tuve tiempo de aligerarlos. ¡Es tan fácil ser solemne! ¡Es tan difícil ser frívolo! Cierre el sincero lector los ojos unos momentos y pregúntese, ante el tribunal de su conciencia, qué preferiría que le pidieran escribir en las siguientes dos horas, si la portada del Times, que está llena de largos artículos serios, o la del Tit-Bits, que está llena de chistes cortos.° Si el lector es la persona honrada y cabal que yo creo que es, se apresurará a contestar que, al pronto, antes preferiría escribir diez artículos para elTimes que un solo chiste para el Tit-Bits. Hablar con responsabilidad, la responsabilidad profunda y prudente, es lo más fácil del mundo; todo el mundo puede hacerlo. Por eso se meten a políticos tantos hombres cansados, viejos y ricos. Son responsables porque no les queda energía mental para ser irresponsables. Es más digno estarse tranquilamente sentado que ponerse a bailar. También es más fácil. En estas páginas yo me mantengo en general al nivel del Times y solo ocasionalmente me elevo al del Tit-Bits.
Retomo la defensa de este libro indefendible. Estos artículos tienen otra pega, fruto de la urgencia con la que fueron escritos: son prolijos y rebuscados. Uno de los inconvenientes de la prisa es que lleva mucho tiempo. Si tengo que estar en High-gate hoy, quizá pueda ir por el camino más corto. Si tengo que estar ahora mismo, mejor será que vaya por el más largo. En estos ensayos (ahora que los releo) noto que me irrito tremendamente a mí mismo por no ir al grano más deprisa; pero es que no tuve tiempo de correr. Hay algunos casos exasperantes en los que empleo dos o tres páginas para describir un concepto cuya esencia podría expresarse con un epigrama; solo que no había tiempo para epigramas. No me arrepiento ni de una coma de lo aquí manifestado; pero sí creo que podría haberlo manifestado de una manera mucho más breve y exacta. Por ejemplo, late en estas páginas una especie de protesta contra los escritores que se jactan de novedosos. Se precian de que su filosofía del universo es la última filosofía, o la nueva filosofía, o la filosofía avanzada y progresista. Digo muchas cosas contra un mero modernismo. Con la palabra «modernismo» no me refiero solamente al conflicto que existe hoy en la Iglesia Católica Romana, aunque no deja de sorprenderme que un grupo de intelectuales acepte un nombre tan vago y tan poco filosófico. Me resulta incomprensible que un pensador pueda tranquilamente llamarse a sí mismo modernista; es como llamarse Juevesista. Pero, dejando aparte esta contrariedad, decía que en estas páginas late una irritación general contra los que presumen de progresismo y modernidad al debatir sobre religión, pero en ningún momento consigo decir de forma clara y directa cuál es el problema del modernismo. La verdadera objeción al modernismo es que es una forma de presunción, ni más ni menos. Es querer aplastar a un adversario racional no con razones, sino con una especie de misteriosa superioridad, dando a entender que uno está particularmente puesto al día o enterado. Presumir de que todos los últimos libros nos han llegado de Alemania es sencillamente vulgar; es como presumir de que todos los últimos sombreros nos han llegado de París. Introducir en los debates filosóficos una mueca de desdén por la antigüedad de un credo es como introducir una mueca de desdén por la edad de una mujer. Es de mal gusto porque es irrelevante. El modernista puro no es más que un esnob; no puede soportar ir un mes por detrás de la última moda. Análogamente, veo que en estas páginas he intentado formular la verdadera objeción al filántropo y no lo he conseguido. No he sabido expresar la simplísima objeción a las causas defendidas por ciertos idealistas ricos; causas de las que la llamada abstinencia del alcohol es la más representativa. He usado contra ella muchos términos críticos, denominándola puritanismo, arrogancia, aristocracia; pero no he sabido ver ni decir la simplísima objeción a la filantropía; que es la de que es persecución religiosa. La persecución religiosa no consiste en instrumentos de tortura ni en quemas de herejes; la esencia de la persecución religiosa es esta: que el hombre que ostenta poder material en el Estado, porque es rico o porque ocupa un cargo oficial, gobierne a sus compatriotas no según la religión o la filosofía de ellos, sino según las suyas. Es persecución religiosa que, por ejemplo, a una nación vegetariana, si tal cosa existiera; si a una gran masa unida que deseara vivir según los preceptos vegetarianos, yo les dijera, por usar los enfáticos términos de cierto arrogante marqués francés de antes de la Revolución francesa: «Que coman hierba». A lo mejor este oligarca francés era una persona humanitaria –muchos oligarcas lo son–, y cuando les decía a los campesinos que comieran hierba, estaba en realidad recomendándoles la higiénica sencillez de un restaurante vegetariano; pero esta, aunque muy interesante, no es la cuestión. La cuestión es que una nación vegetariana permita a sus gobernantes hacerle sentir todo el horrible peso del vegetarianismo; que les permita ofrecer a los huéspedes de Estado banquetes oficiales vegetarianos; que les permita ofrecerles, en el sentido más literal y atroz de la palabra, judías. Y este tipo de tiranía aún tiene pase; pues es el pueblo el que tiraniza al pueblo. Pero los reformadores por la abstinencia son como grupitos de vegetarianos que silenciosa y sistemáticamente obraran conforme a un supuesto ético del todo ajeno al conjunto del pueblo. Harían pares del reino a los verduleros, nombrarían comisiones parlamentarias para investigar la vida privada de los carniceros, obligarían a todo hombre que vieran a su merced, a los pobres, a los reclusos, a los locos, a rematar su inhumano aislamiento haciéndose vegetarianos; en los comedores de los colegios solo servirían comida vegetariana, las casas públicas serían casas públicas vegetarianas. Comparado con la abstinencia, aún sale ganando con mucho el vegetarianismo. Ninguna filosofía puede considerar embriaguez el beberse un vaso de cerveza; pero esa filosofía sí puede considerar asesinato el matar a un animal. La objeción a ambos credos, el abstemio y el vegetariano, no es que sean inadmisibles; es sencillamente que no son admitidos. Son persecución religiosa porque no se basan en la vigente religión de la democracia. Piden al pobre que acepte en práctica lo que saben perfectamente que no aceptaría en teoría. Esto es la persecución. Yo me opuse a la pretensión de los Tories de imponerles a los ingleses una teología católica en la que no creen. Aún me opongo más a la de imponerles una moral musulmana que activamente rechazan.
Digo lo mismo del caso del periodismo anónimo. Tengo la impresión de haber dicho muchas cosas sin haber dicho ninguna clara y terminante. El periodismo anónimo es peligroso; emponzoña nuestra presente vida porque la está volviendo cada vez más anónima. Esto es lo terrible de nuestra sociedad actual: que está convirtiéndose en una sociedad secreta. El tirano moderno es malo porque es escurridizo. Es más anónimo que su esclavo. No es menos cruel que los tiranos del pasado, pero sí más cobarde. El editor rico puede tratar al poeta pobre mejor o peor de lo que antiguamente el maestro trataba al aprendiz. Pero el aprendiz escapaba y el maestro corría tras él. Hoy día es el poeta el que persigue al editor y en vano intenta depurar responsabilidades. Y el editor es el que escapa. Despiden al secretario del señor Solomon; despiden, o mejor dicho despachan, a la bella esclava griega del sultán Sulimán. Pero aunque la esclava desaparece bajo las negras aguas del Bósforo, al menos su verdugo no desaparece. Se lo encuentra a lomos de un elefante blanco precedido por trompetas doradas. En el caso del secretario, por contra, casi tan difícil es saber de dónde viene el despido como adónde va el secretario. Tan pronto puede haberlo despedido el mismo señor Solomon, como el jefe del señor Solomon, como la tía rica del señor Solomon que vive en Cheltenham, como el acreedor rico del señor Solomon que vive en Berlín. La intrincada maquinaria que en otros tiempos se ponía en marcha para hacer responsables a los hombres funciona ahora para rehuir responsabilidades. Se habla de la soberbia de los tiranos, pero hoy nosotros no sufrimos por la soberbia de los tiranos. Sufrimos por la timidez de los tiranos; por la apocada modestia de los tiranos. Por eso no debemos animar la timidez de los editorialistas; no debemos estimular su ya demasiada modestia. Al contrario, debemos incitarlos a ser fatuos y ostentosos; para que su ostentación pueda llevarlos al fin a la honradez.
El último defecto de este libro es el peor de todos. Este: que si todo va bien, no será sino una ininteligible bobería. Pues consiste sobre todo en criticar posturas y actitudes que son por naturaleza accidentales y no han de durar. Por corta que sea la vida de un libro así, aún durará veinte minutos más que las filosofías que ataca. Y al final lo importante no será si escribimos bien o mal, ni si luchamos con látigos o palos. Lo importante será de qué parte luchamos.

sábado, 24 de abril de 2010

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Título original: «Robert Louis Stevenson», en Twelve Types


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Una reciente circunstancia ha acabado de convencernos de que Stevenson era, como sospechábamos, un gran hombre. Ya sabíamos, por los últimos libros reseñados, por el desdén que le demuestran Ephemera Critica y el señor George Moore,° que Stevenson cumplía el primer requisito esencial del hombre grande: el de no ser entendido por sus detractores. Pero el libro que acaba de publicar la editorial Chatto & Windus con la misma encuadernación que las obras de Stevenson, Robert Louis Stevenson, del señor H. Bellyse Baildon, nos entera además de que cumple también el otro requisito esencial: el de no ser entendido por sus admiradores. El señor Baildon tiene muchas cosas interesantes que decirnos acerca de Stevenson, al que conoció en la universidad. Y su crítica no carece en absoluto de valor. La que dedica a su teatro, sobre todo a Beau Austin,° es muy sesuda y acertada. Pero resulta sumamente curioso, y más que demostrativo de esa inasible característica que, como decimos, es propia de los grandes hombres, que este estudioso y admirador de Stevenson pueda enumerar y clasificar todas las obras del maestro, así como repartir elogios y censuras con determinación y aun severidad, sin pensar un momento en los principios éticos y artísticos que en nuestra opinión Stevenson se esforzó ímprobamente por expresar.
El señor Baildon, por ejemplo, habla en todo momento del «pesimismo» de Stevenson; curiosa acusación contra el hombre que, más que ningún artista moderno, ha hecho que nos avergoncemos de sentir vergüenza de la vida. Lamenta, por ejemplo, que en El señor de Ballantrae y en El doctor Jekyll y míster Hyde, el mal triunfe sobre el bien. Pero si hubo algo en lo que Stevenson insistió siempre y con pasión, fue en que debemos querer el bien por su propio valor y belleza, sin preocuparnos de victorias ni de derrotas. «Emprendamos lo que emprendamos», dijo, «nada nos dice que lo logremos.» Que el curso de los astros se oponen a la virtud, que la humanidad es por naturaleza una empresa desesperada, fue el mensaje que toda su obra transmite al hombre valeroso. La historia de Henry Durie es harto funesta, mas ¿puede nadie pararse ante la tumba de este borrachín monomaníaco sin sentir respeto por él? Es extraño que los hombres encontremos sublime inspiración en las ruinas de una vieja iglesia y no en las de un hombre.
El señor Baildon piensa las cosas más peregrinas sobre los relatos de Stevenson en que hay muertes y saqueos; cree que demuestran que Stevenson tenía, por usar su misma expresión, una especie de «manía homicida». Stevenson, dice, «llega poco más o menos a la paradoja de que casi lo mejor que puede hacer uno es matar». Por lo mismo podría decirse que Conan Doyle se complace en cometer inexplicables crímenes, Clark Russell es un notorio pirata y Wilkie Collins cree que casi lo mejor que puede hacer uno es robar diamantes y falsificar partidas de matrimonio. Pero no es el señor Baildon el único que cae en este error: poca gente ha entendido en su justo sentido esta fascinación de Stevenson por la violencia y la sangre. Stevenson fue fundamentalmente el bravo colegial que dibuja esqueletos y horcas en su gramática latina. No se recreaba en la muerte, sino en la vida, en toda acción fuerte y enérgica de la vida, aunque fuera la de matar.
Supongamos que un hombre lanza un cuchillo contra otro y lo deja clavado a la pared. Está claro que hay dos modos de ver esta acción. Uno es el punto de vista del hombre clavado, el punto de vista trágico y moral, que Stevenson demuestra comprender en historias como El señor de Ballantrae yEl Weir de Hermiston. El otro punto de vista es el que ve en ese acto una explosión de vitalidad física, como el de romper una roca de un martillazo o franquear una entrada cerrada con barrotes. Este es el punto de vista de la fantasía y la aventura, y el alma de La isla del tesoro y de The Wrecker. No es, insisto, que Stevenson amara menos a los hombres; es que amaba más las pistolas y las porras. En el ávido universalismo de su alma, sentía un verdadero amor por los seres inanimados, un amor como no se conocía desde san Francisco, que llamaba hermano al sol y a la fuente hermana. Sentimos que amaba de verdad la muleta que Silver lanza al aire en el ocaso, el cofre que Billy Bones deja en la posada del Admiral Benbow, el cuchillo que Wicks clava en la mesa traspasándose la mano. Siempre hay en su obra una especie de tajante angulosidad que nos recuerda que le gustaba cortar madera con un hacha.
Pero esta poesía profundamente arraigada de la vista y del tacto no puede verla el nuevo biógrafo de Stevenson. Le imputa como crímenes cosas que Stevenson quiso que fueran objetos. De esa grandiosa orgía de horror que es «El ángel destructor», en El dinamitero, dice que es «muy fantástica y nos resulta difícilmente creíble». Es más o menos como tildar de «poco convincentes» los viajes del barón Munchausen. Toda la historia de El dinamitero es una especie de pesadilla humorística, e incluso la de «El ángel destructor» no parece sino una extravagante mentira impulsiva. Es un sueño dentro de un sueño, y reprocharle que es inverosímil es como reprocharle al cielo ser azul. Esta rica y romántica ironía de las historias londinenses de Stevenson es la que el señor Baildon, bien por haber leído deprisa, bien por tener otros gustos, no puede comprender. Dice, por ejemplo, que el príncipe Florizel de Bohemia, ese prodigioso monumento de humor, «pese a la evidente admiración que su creador le profesa, a mí me resulta una presencia bastante irritante». Lo que casi nos lleva a creer (mal que nos pese) que el señor Baildon piensa que hay que tomarse en serio al príncipe Florizel, como si fuera una persona real. Declaramos que el príncipe Florizel casi es nuestro personaje de ficción predilecto, pero nos apresuramos a añadir que si nos lo encontrásemos en la vida real, lo mataríamos.
Lo cierto es que las virtudes espirituales e intelectuales de Stevenson se han visto parcialmente frustradas por una virtud adicional: su gran destreza artística. Si, como Walt Whitman, hubiera garabateado su mensaje en una pared, este nos habría escandalizado como una blasfemia. Pero escribió sus atolondradas paradojas con mano tan correcta y fluida que todos creímos que los sentimientos también eran correctos. Su polifacetismo lo perjudicaba, no porque no hiciera bastante bien cada faceta, como erróneamente se ha dicho, sino por hacerlas todas demasiado bien. Sus disfraces de niño, cockney, pirata o puritano eran tan logrados que casi nadie vio al mismo hombre bajo todos ellos. No es justo que llamemos «admirable Crichton» a un hombre porque sepa tocar el violín, dar consejos jurídicos y limpiar botas, y en cambio lo consideremos un violinista, un jurista y un limpiabotas normales y corrientes porque en cada una de estas tres actividades sea muy bueno.° Esto es lo que nos ocurre con Stevenson. Si El doctor Jekyll,El señor de Ballantrae, The Child’s Garden of Verses yAcross the Plains hubieran sido un poquito menos perfectos de lo que son, todos habríamos visto que formaban parte del mismo mensaje; pero obrando el maravilloso milagro de estar en cinco sitios a la vez, Stevenson nos convenció a todos de que era cinco personas. Sin embargo, su mensaje es tan sencillo como el de Mahoma, tan moral como el de Dante, tan confidencial como el de Whitman y tan práctico como el de James Watt.°
El denominador común de la variada obra de Stevenson es la idea de que la fantasía, o la visión de las posibilidades de las cosas, es mucho más importante que los simples hechos: que aquella es el alma de nuestra vida, y estos son el cuerpo, y que lo que vale es el alma. El germen de todas sus historias es la creencia de que todo paisaje o escenario tiene un alma, y que esa alma es una historia. Viendo un desmedrado huerto con un muro derruido, podemos conocer el simple hecho de que nadie salvo una vieja cocinera ha pasado por él. Pero todo existe en el alma humana: ese huerto crece en nuestra mente y se convierte en el santuario y teatro de la rara existencia de una chica, un poeta andrajoso o un granjero loco. Para Stevenson, las ideas son hechos: las aventuras que imaginamos son las aventuras que vivimos. Pensar en una vaca con alas es esencialmente haber visto una vaca con alas. Y esta es la razón de la gran variedad de su obra: él tiene que contar una historia tan rica como un rojo crepúsculo, otra tan gris como un antiguo monolito: porque la historia es el alma, o más bien el significado, de la visión real. Es sumamente impropio juzgar al Contador de Historias (como lo llamaban los samoanos) por cada uno de los relatos que escribió, como podemos juzgar al señor George Moore por Esther Waters.°Esos relatos no son sino las dos o tres aventuras de su alma que llegó a contar. Y murió con miles más en su corazón.

viernes, 23 de abril de 2010

Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON

Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON

Título original: «Girolamo Savonarola», en Twelve Types

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Savonarola es un hombre al que seguramente no comprenderemos hasta que sepamos cuánto horror puede haber en el corazón de la civilización. Esto no lo sabremos hasta que estemos civilizados. En cierto sentido es de esperar que nunca comprendamos a Savonarola.
Los grandes libertadores han salvado a los hombres de calamidades que todos reconocemos como males, calamidades que son viejos enemigos de la humanidad. Los grandes legisladores nos salvaron de la anarquía; los grandes físicos, de la peste; los grandes reformadores, del hambre. Pero hay un mal inmenso e insaciable comparado con el cual estos son simples molestias, la más terrible maldición que puede abatirse sobre hombres y pueblos, un mal sin nombre al que llamamos satisfacción. Savonarola no nos salvó de la anarquía, sino del orden; no nos salvó de la peste, sino de la parálisis; no nos salvó del hambre, sino del lujo. Los hombres como Savonarola adivinaron la tremenda realidad psicológica que hay detrás de la mente de cada hombre, pero a la que nunca se ha dado un nombre: que la vida fácil es el peor enemigo de la felicidad, y la civilización, el fin potencial del hombre.
Pues creo que el vehemente desafío que Savonarola lanzó a la suntuosidad de su época iba mucho más allá de la simple cuestión del pecado. Los modernos admiradores racionalistas de Savonarola, de George Eliot para abajo, hacen no poco hincapié en la legítima justificación ética de su furia, en el carácter espantoso y extravagante de los crímenes que ensangrentaban los palacios del Renacimiento. Pero no necesitan insistir tanto en que Savonarola no era un asceta, en que no hizo más que identificar las negras manchas de maldad con la beata clarividencia de un miembro de la Sociedad Ética.° Sin duda odió la civilización de su tiempo y no simplemente sus pecados; y por eso fue mucho más profundo que ningún moralista moderno. Vio que los pecados mismos no eran los únicos males: que robar joyas, envenenar vinos y pintar cuadros obscenos eran simplemente los síntomas; que la enfermedad era la completa dependencia de las joyas, el vino y los cuadros. Es este un hecho que se olvida constantemente al juzgar a ascetas y puritanos del pasado. Denunciar los deportes inofensivos no siempre implica un odio ignorante por lo que solo un moralista estricto llamaría pernicioso. A veces implica un odio muy clarividente por lo que el mismo moralista estricto llamaría inofensivo. Los ascetas van a veces por delante de los demás, tanto como por detrás.
Ese fue al menos el odio de Savonarola. No luchó contra los pecados triviales, sino contra la beatitud descreída e ingrata, contra la costumbre de la felicidad, el pecado místico por el cual toda creación es derribada. Predicaba esa severidad que es el sello distintivo de la juventud y la esperanza. Predicaba ese espíritu atento, ágil y alerta que tan necesario es para conseguir placer como para conseguir santidad, que tan indispensable es en un amante como en un monje. Un crítico ha señalado justamente que Savonarola no pudo oponerse realmente al arte porque era amigo de Miguel Ángel, Botticelli y Luca della Robbia. Lo cierto es que esa purificación y austeridad es incluso más necesaria para apreciar la vida y la risa que para ninguna otra cosa. No dejar que ningún pájaro pase inadvertido, fijarse pacientemente en cada piedra y en cada hierba, almacenar en la mente un ocaso tras otro, requiere disciplina en el placer y educación en la gratitud.
La civilización que rodeaba a Savonarola era una civilización que había tomado ya el mal camino; el camino que lleva a inventar sin fin y a no descubrir nada, en el que lo nuevo se vuelve viejo con velocidad pasmosa, pero en el que lo viejo nunca se vuelve nuevo. La monstruosidad de los crímenes del Renacimiento no era señal de imaginación, sino, como toda monstruosidad, de pérdida de imaginación. Solo cuando dejamos de ver a un caballo como es, inventamos un centauro; solo cuando un buey deja de sorprendernos, adoramos al diablo. Lo diabólico es el estimulante de las imaginaciones estragadas, el etilismo del artista. Savonarola se consagró a la más ardua de las tareas, la de hacer que los hombres volvieran atrás y se maravillaran de las cosas sencillas que habían aprendido a ignorar. Es curioso que la menos popular de todas las doctrinas es la que enseña que la vida normal es divina. La democracia, de la que Savonarola fue tan fogoso exponente, es el más arduo de los evangelios; nada nos asusta tanto como el que decreten que todos somos reyes. El cristianismo, que Savonarola identificaba con la democracia, es el más arduo de los evangelios; nada nos infunde tanto miedo como el que nos digan que somos hijos de Dios.
Savonarola y su república cayeron. La droga del despotismo fue administrada al pueblo y el pueblo olvidó lo que había sido. Hoy día hay quienes tienen un respeto tan extraño por el arte y las letras y por los solos hombres de genio, que consideran que el reinado de los Medici constituyó un progreso con respecto al de la gran república florentina. De estas personas y de su civilización debemos tener miedo hoy día. En muchas partes vemos los mismos síntomas que provocaron la ira de Savonarola: un hedonismo más ahíto de felicidad que un inválido de dolor, un sentido artístico que recurre al crimen porque ha agotado la naturaleza. En muchas obras modernas hallamos velados y horribles indicios de un sentido de la belleza de la sangre, de la poesía del asesinato, que es propiamente renacentista. La imaginación agotada y depravada no ve que un hombre vivo es más dramático que un hombre muerto. Y emparejado con ello va, como en tiempos de los Medici, el dejarse caer en los brazos del despotismo, el desear al hombre fuerte que es desconocido entre los hombres fuertes. Se adora al héroe dominante como lo adoran los lectores de Bow Bells Novelettes, y por la misma razón: un profundo sentimiento de debilidad personal.° Esta tendencia a delegar nuestros deberes se apodera de nosotros, y ese es el espíritu de la esclavitud, lo mismo si para sus serviles tareas emplea a siervos como a emperadores. Contra todo esto alzó el clérigo republicano su incesante protesta, prefiriendo fracasar a que el rival triunfase. La alternativa sigue siendo él o Lorenzo, la responsabilidad de la libertad o el libertinaje de la esclavitud, los peligros de la verdad o la seguridad del silencio, el placer del esfuerzo o la fatiga del placer. Los partidarios de Lorenzo el Magnífico están sin duda entre nosotros, hombres para quienes las naciones y los imperios existen solo para satisfacer el momento, hombres para los que la última y tórrida hora del verano es mejor que una larga primavera invernal. Tienen un arte, una literatura, una filosofía política que solamente valen por su efecto inmediato en los gustos, no por lo que prometen del destino del espíritu. Sus estatuillas y sonetos son obras perfectas y acabadas, comparadas con las cuales Macbeth es un fragmento y el Moisés de Miguel Ángel un esbozo. Para ellos sus campañas y batallas son siempre victoriosas, y César y Cromwell lloran por mil humillaciones. Y al final de todo ello está el infierno de no oponer resistencia, de la infinita molicie, en el que la naturaleza toda cae en la locura y el aposento de la civilización deja de ser un mullido apartamento para convertirse en una celda acolchada.
Savonarola previó esta última y la peor de las miserias humanas, y dedicó todas sus colosales energías a encarrilar a la humanidad. Pocos lo entendieron; para unos era un loco, para otros un charlatán, para otros un enemigo de la alegría. No lo habrían entendido aunque se lo hubiera explicado, aunque les hubiera dicho que lo que quería era salvarlos de la catástrofe de una satisfacción que había de acabar juntamente con las alegrías y las penas. Pero hoy día hay quienes perciben el mismo silencioso peligro y oponen la misma silenciosa resistencia. También se cree que luchan por algún trivial escrúpulo político.
El señor Hardy dice, en defensa de Savonarola, que el número de obras de arte que se destruyeron en la Hoguera de las Vanidades ha sido exagerado. Confieso que espero que la pira contuviera montones de incomparables obras maestras si el sacrificio hizo que aquel momento único fuera más real. De una cosa estoy seguro: de que Miguel Ángel, amigo de Savonarola, habría hecho con sus propias estatuas una pila y las habría reducido a cenizas de haber sabido que el resplandor que se proyectaba en el cielo era el alba de un mundo más joven y sabio.