miércoles, 28 de abril de 2010

En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON

En defensa de lo efímero-G.K.CHESTERTON

Título original: «The case for the ephemeral»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



No puedo entender a la gente que se toma en serio la literatura; pero puedo amarla y la amo. Por eso le recomiendo que no coja este libro. Es una colección de papeles rudimentales e informes sobre temas de actualidad, temas corrientes o más bien volantes, que han de ser publicados tal como están. En general, los escribí en el último momento, los entregué justo antes de que fuera demasiado tarde y no creo que los cimientos de nuestro estado de bienestar se hubieran estremecido de haberlo hecho justo después. Ahí van ahora con todas sus imperfecciones, que más bien son las mías; pues sus defectos son tan vitales que no los enmendarían unos tachones, ni nada que yo pueda imaginar, salvo la dinamita.
Su principal defecto es que suelen ser muy graves: no tuve tiempo de aligerarlos. ¡Es tan fácil ser solemne! ¡Es tan difícil ser frívolo! Cierre el sincero lector los ojos unos momentos y pregúntese, ante el tribunal de su conciencia, qué preferiría que le pidieran escribir en las siguientes dos horas, si la portada del Times, que está llena de largos artículos serios, o la del Tit-Bits, que está llena de chistes cortos.° Si el lector es la persona honrada y cabal que yo creo que es, se apresurará a contestar que, al pronto, antes preferiría escribir diez artículos para elTimes que un solo chiste para el Tit-Bits. Hablar con responsabilidad, la responsabilidad profunda y prudente, es lo más fácil del mundo; todo el mundo puede hacerlo. Por eso se meten a políticos tantos hombres cansados, viejos y ricos. Son responsables porque no les queda energía mental para ser irresponsables. Es más digno estarse tranquilamente sentado que ponerse a bailar. También es más fácil. En estas páginas yo me mantengo en general al nivel del Times y solo ocasionalmente me elevo al del Tit-Bits.
Retomo la defensa de este libro indefendible. Estos artículos tienen otra pega, fruto de la urgencia con la que fueron escritos: son prolijos y rebuscados. Uno de los inconvenientes de la prisa es que lleva mucho tiempo. Si tengo que estar en High-gate hoy, quizá pueda ir por el camino más corto. Si tengo que estar ahora mismo, mejor será que vaya por el más largo. En estos ensayos (ahora que los releo) noto que me irrito tremendamente a mí mismo por no ir al grano más deprisa; pero es que no tuve tiempo de correr. Hay algunos casos exasperantes en los que empleo dos o tres páginas para describir un concepto cuya esencia podría expresarse con un epigrama; solo que no había tiempo para epigramas. No me arrepiento ni de una coma de lo aquí manifestado; pero sí creo que podría haberlo manifestado de una manera mucho más breve y exacta. Por ejemplo, late en estas páginas una especie de protesta contra los escritores que se jactan de novedosos. Se precian de que su filosofía del universo es la última filosofía, o la nueva filosofía, o la filosofía avanzada y progresista. Digo muchas cosas contra un mero modernismo. Con la palabra «modernismo» no me refiero solamente al conflicto que existe hoy en la Iglesia Católica Romana, aunque no deja de sorprenderme que un grupo de intelectuales acepte un nombre tan vago y tan poco filosófico. Me resulta incomprensible que un pensador pueda tranquilamente llamarse a sí mismo modernista; es como llamarse Juevesista. Pero, dejando aparte esta contrariedad, decía que en estas páginas late una irritación general contra los que presumen de progresismo y modernidad al debatir sobre religión, pero en ningún momento consigo decir de forma clara y directa cuál es el problema del modernismo. La verdadera objeción al modernismo es que es una forma de presunción, ni más ni menos. Es querer aplastar a un adversario racional no con razones, sino con una especie de misteriosa superioridad, dando a entender que uno está particularmente puesto al día o enterado. Presumir de que todos los últimos libros nos han llegado de Alemania es sencillamente vulgar; es como presumir de que todos los últimos sombreros nos han llegado de París. Introducir en los debates filosóficos una mueca de desdén por la antigüedad de un credo es como introducir una mueca de desdén por la edad de una mujer. Es de mal gusto porque es irrelevante. El modernista puro no es más que un esnob; no puede soportar ir un mes por detrás de la última moda. Análogamente, veo que en estas páginas he intentado formular la verdadera objeción al filántropo y no lo he conseguido. No he sabido expresar la simplísima objeción a las causas defendidas por ciertos idealistas ricos; causas de las que la llamada abstinencia del alcohol es la más representativa. He usado contra ella muchos términos críticos, denominándola puritanismo, arrogancia, aristocracia; pero no he sabido ver ni decir la simplísima objeción a la filantropía; que es la de que es persecución religiosa. La persecución religiosa no consiste en instrumentos de tortura ni en quemas de herejes; la esencia de la persecución religiosa es esta: que el hombre que ostenta poder material en el Estado, porque es rico o porque ocupa un cargo oficial, gobierne a sus compatriotas no según la religión o la filosofía de ellos, sino según las suyas. Es persecución religiosa que, por ejemplo, a una nación vegetariana, si tal cosa existiera; si a una gran masa unida que deseara vivir según los preceptos vegetarianos, yo les dijera, por usar los enfáticos términos de cierto arrogante marqués francés de antes de la Revolución francesa: «Que coman hierba». A lo mejor este oligarca francés era una persona humanitaria –muchos oligarcas lo son–, y cuando les decía a los campesinos que comieran hierba, estaba en realidad recomendándoles la higiénica sencillez de un restaurante vegetariano; pero esta, aunque muy interesante, no es la cuestión. La cuestión es que una nación vegetariana permita a sus gobernantes hacerle sentir todo el horrible peso del vegetarianismo; que les permita ofrecer a los huéspedes de Estado banquetes oficiales vegetarianos; que les permita ofrecerles, en el sentido más literal y atroz de la palabra, judías. Y este tipo de tiranía aún tiene pase; pues es el pueblo el que tiraniza al pueblo. Pero los reformadores por la abstinencia son como grupitos de vegetarianos que silenciosa y sistemáticamente obraran conforme a un supuesto ético del todo ajeno al conjunto del pueblo. Harían pares del reino a los verduleros, nombrarían comisiones parlamentarias para investigar la vida privada de los carniceros, obligarían a todo hombre que vieran a su merced, a los pobres, a los reclusos, a los locos, a rematar su inhumano aislamiento haciéndose vegetarianos; en los comedores de los colegios solo servirían comida vegetariana, las casas públicas serían casas públicas vegetarianas. Comparado con la abstinencia, aún sale ganando con mucho el vegetarianismo. Ninguna filosofía puede considerar embriaguez el beberse un vaso de cerveza; pero esa filosofía sí puede considerar asesinato el matar a un animal. La objeción a ambos credos, el abstemio y el vegetariano, no es que sean inadmisibles; es sencillamente que no son admitidos. Son persecución religiosa porque no se basan en la vigente religión de la democracia. Piden al pobre que acepte en práctica lo que saben perfectamente que no aceptaría en teoría. Esto es la persecución. Yo me opuse a la pretensión de los Tories de imponerles a los ingleses una teología católica en la que no creen. Aún me opongo más a la de imponerles una moral musulmana que activamente rechazan.
Digo lo mismo del caso del periodismo anónimo. Tengo la impresión de haber dicho muchas cosas sin haber dicho ninguna clara y terminante. El periodismo anónimo es peligroso; emponzoña nuestra presente vida porque la está volviendo cada vez más anónima. Esto es lo terrible de nuestra sociedad actual: que está convirtiéndose en una sociedad secreta. El tirano moderno es malo porque es escurridizo. Es más anónimo que su esclavo. No es menos cruel que los tiranos del pasado, pero sí más cobarde. El editor rico puede tratar al poeta pobre mejor o peor de lo que antiguamente el maestro trataba al aprendiz. Pero el aprendiz escapaba y el maestro corría tras él. Hoy día es el poeta el que persigue al editor y en vano intenta depurar responsabilidades. Y el editor es el que escapa. Despiden al secretario del señor Solomon; despiden, o mejor dicho despachan, a la bella esclava griega del sultán Sulimán. Pero aunque la esclava desaparece bajo las negras aguas del Bósforo, al menos su verdugo no desaparece. Se lo encuentra a lomos de un elefante blanco precedido por trompetas doradas. En el caso del secretario, por contra, casi tan difícil es saber de dónde viene el despido como adónde va el secretario. Tan pronto puede haberlo despedido el mismo señor Solomon, como el jefe del señor Solomon, como la tía rica del señor Solomon que vive en Cheltenham, como el acreedor rico del señor Solomon que vive en Berlín. La intrincada maquinaria que en otros tiempos se ponía en marcha para hacer responsables a los hombres funciona ahora para rehuir responsabilidades. Se habla de la soberbia de los tiranos, pero hoy nosotros no sufrimos por la soberbia de los tiranos. Sufrimos por la timidez de los tiranos; por la apocada modestia de los tiranos. Por eso no debemos animar la timidez de los editorialistas; no debemos estimular su ya demasiada modestia. Al contrario, debemos incitarlos a ser fatuos y ostentosos; para que su ostentación pueda llevarlos al fin a la honradez.
El último defecto de este libro es el peor de todos. Este: que si todo va bien, no será sino una ininteligible bobería. Pues consiste sobre todo en criticar posturas y actitudes que son por naturaleza accidentales y no han de durar. Por corta que sea la vida de un libro así, aún durará veinte minutos más que las filosofías que ataca. Y al final lo importante no será si escribimos bien o mal, ni si luchamos con látigos o palos. Lo importante será de qué parte luchamos.

sábado, 24 de abril de 2010

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Título original: «Robert Louis Stevenson», en Twelve Types


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Una reciente circunstancia ha acabado de convencernos de que Stevenson era, como sospechábamos, un gran hombre. Ya sabíamos, por los últimos libros reseñados, por el desdén que le demuestran Ephemera Critica y el señor George Moore,° que Stevenson cumplía el primer requisito esencial del hombre grande: el de no ser entendido por sus detractores. Pero el libro que acaba de publicar la editorial Chatto & Windus con la misma encuadernación que las obras de Stevenson, Robert Louis Stevenson, del señor H. Bellyse Baildon, nos entera además de que cumple también el otro requisito esencial: el de no ser entendido por sus admiradores. El señor Baildon tiene muchas cosas interesantes que decirnos acerca de Stevenson, al que conoció en la universidad. Y su crítica no carece en absoluto de valor. La que dedica a su teatro, sobre todo a Beau Austin,° es muy sesuda y acertada. Pero resulta sumamente curioso, y más que demostrativo de esa inasible característica que, como decimos, es propia de los grandes hombres, que este estudioso y admirador de Stevenson pueda enumerar y clasificar todas las obras del maestro, así como repartir elogios y censuras con determinación y aun severidad, sin pensar un momento en los principios éticos y artísticos que en nuestra opinión Stevenson se esforzó ímprobamente por expresar.
El señor Baildon, por ejemplo, habla en todo momento del «pesimismo» de Stevenson; curiosa acusación contra el hombre que, más que ningún artista moderno, ha hecho que nos avergoncemos de sentir vergüenza de la vida. Lamenta, por ejemplo, que en El señor de Ballantrae y en El doctor Jekyll y míster Hyde, el mal triunfe sobre el bien. Pero si hubo algo en lo que Stevenson insistió siempre y con pasión, fue en que debemos querer el bien por su propio valor y belleza, sin preocuparnos de victorias ni de derrotas. «Emprendamos lo que emprendamos», dijo, «nada nos dice que lo logremos.» Que el curso de los astros se oponen a la virtud, que la humanidad es por naturaleza una empresa desesperada, fue el mensaje que toda su obra transmite al hombre valeroso. La historia de Henry Durie es harto funesta, mas ¿puede nadie pararse ante la tumba de este borrachín monomaníaco sin sentir respeto por él? Es extraño que los hombres encontremos sublime inspiración en las ruinas de una vieja iglesia y no en las de un hombre.
El señor Baildon piensa las cosas más peregrinas sobre los relatos de Stevenson en que hay muertes y saqueos; cree que demuestran que Stevenson tenía, por usar su misma expresión, una especie de «manía homicida». Stevenson, dice, «llega poco más o menos a la paradoja de que casi lo mejor que puede hacer uno es matar». Por lo mismo podría decirse que Conan Doyle se complace en cometer inexplicables crímenes, Clark Russell es un notorio pirata y Wilkie Collins cree que casi lo mejor que puede hacer uno es robar diamantes y falsificar partidas de matrimonio. Pero no es el señor Baildon el único que cae en este error: poca gente ha entendido en su justo sentido esta fascinación de Stevenson por la violencia y la sangre. Stevenson fue fundamentalmente el bravo colegial que dibuja esqueletos y horcas en su gramática latina. No se recreaba en la muerte, sino en la vida, en toda acción fuerte y enérgica de la vida, aunque fuera la de matar.
Supongamos que un hombre lanza un cuchillo contra otro y lo deja clavado a la pared. Está claro que hay dos modos de ver esta acción. Uno es el punto de vista del hombre clavado, el punto de vista trágico y moral, que Stevenson demuestra comprender en historias como El señor de Ballantrae yEl Weir de Hermiston. El otro punto de vista es el que ve en ese acto una explosión de vitalidad física, como el de romper una roca de un martillazo o franquear una entrada cerrada con barrotes. Este es el punto de vista de la fantasía y la aventura, y el alma de La isla del tesoro y de The Wrecker. No es, insisto, que Stevenson amara menos a los hombres; es que amaba más las pistolas y las porras. En el ávido universalismo de su alma, sentía un verdadero amor por los seres inanimados, un amor como no se conocía desde san Francisco, que llamaba hermano al sol y a la fuente hermana. Sentimos que amaba de verdad la muleta que Silver lanza al aire en el ocaso, el cofre que Billy Bones deja en la posada del Admiral Benbow, el cuchillo que Wicks clava en la mesa traspasándose la mano. Siempre hay en su obra una especie de tajante angulosidad que nos recuerda que le gustaba cortar madera con un hacha.
Pero esta poesía profundamente arraigada de la vista y del tacto no puede verla el nuevo biógrafo de Stevenson. Le imputa como crímenes cosas que Stevenson quiso que fueran objetos. De esa grandiosa orgía de horror que es «El ángel destructor», en El dinamitero, dice que es «muy fantástica y nos resulta difícilmente creíble». Es más o menos como tildar de «poco convincentes» los viajes del barón Munchausen. Toda la historia de El dinamitero es una especie de pesadilla humorística, e incluso la de «El ángel destructor» no parece sino una extravagante mentira impulsiva. Es un sueño dentro de un sueño, y reprocharle que es inverosímil es como reprocharle al cielo ser azul. Esta rica y romántica ironía de las historias londinenses de Stevenson es la que el señor Baildon, bien por haber leído deprisa, bien por tener otros gustos, no puede comprender. Dice, por ejemplo, que el príncipe Florizel de Bohemia, ese prodigioso monumento de humor, «pese a la evidente admiración que su creador le profesa, a mí me resulta una presencia bastante irritante». Lo que casi nos lleva a creer (mal que nos pese) que el señor Baildon piensa que hay que tomarse en serio al príncipe Florizel, como si fuera una persona real. Declaramos que el príncipe Florizel casi es nuestro personaje de ficción predilecto, pero nos apresuramos a añadir que si nos lo encontrásemos en la vida real, lo mataríamos.
Lo cierto es que las virtudes espirituales e intelectuales de Stevenson se han visto parcialmente frustradas por una virtud adicional: su gran destreza artística. Si, como Walt Whitman, hubiera garabateado su mensaje en una pared, este nos habría escandalizado como una blasfemia. Pero escribió sus atolondradas paradojas con mano tan correcta y fluida que todos creímos que los sentimientos también eran correctos. Su polifacetismo lo perjudicaba, no porque no hiciera bastante bien cada faceta, como erróneamente se ha dicho, sino por hacerlas todas demasiado bien. Sus disfraces de niño, cockney, pirata o puritano eran tan logrados que casi nadie vio al mismo hombre bajo todos ellos. No es justo que llamemos «admirable Crichton» a un hombre porque sepa tocar el violín, dar consejos jurídicos y limpiar botas, y en cambio lo consideremos un violinista, un jurista y un limpiabotas normales y corrientes porque en cada una de estas tres actividades sea muy bueno.° Esto es lo que nos ocurre con Stevenson. Si El doctor Jekyll,El señor de Ballantrae, The Child’s Garden of Verses yAcross the Plains hubieran sido un poquito menos perfectos de lo que son, todos habríamos visto que formaban parte del mismo mensaje; pero obrando el maravilloso milagro de estar en cinco sitios a la vez, Stevenson nos convenció a todos de que era cinco personas. Sin embargo, su mensaje es tan sencillo como el de Mahoma, tan moral como el de Dante, tan confidencial como el de Whitman y tan práctico como el de James Watt.°
El denominador común de la variada obra de Stevenson es la idea de que la fantasía, o la visión de las posibilidades de las cosas, es mucho más importante que los simples hechos: que aquella es el alma de nuestra vida, y estos son el cuerpo, y que lo que vale es el alma. El germen de todas sus historias es la creencia de que todo paisaje o escenario tiene un alma, y que esa alma es una historia. Viendo un desmedrado huerto con un muro derruido, podemos conocer el simple hecho de que nadie salvo una vieja cocinera ha pasado por él. Pero todo existe en el alma humana: ese huerto crece en nuestra mente y se convierte en el santuario y teatro de la rara existencia de una chica, un poeta andrajoso o un granjero loco. Para Stevenson, las ideas son hechos: las aventuras que imaginamos son las aventuras que vivimos. Pensar en una vaca con alas es esencialmente haber visto una vaca con alas. Y esta es la razón de la gran variedad de su obra: él tiene que contar una historia tan rica como un rojo crepúsculo, otra tan gris como un antiguo monolito: porque la historia es el alma, o más bien el significado, de la visión real. Es sumamente impropio juzgar al Contador de Historias (como lo llamaban los samoanos) por cada uno de los relatos que escribió, como podemos juzgar al señor George Moore por Esther Waters.°Esos relatos no son sino las dos o tres aventuras de su alma que llegó a contar. Y murió con miles más en su corazón.

viernes, 23 de abril de 2010

Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON

Girolamo Savonarola-G.K.CHESTERTON

Título original: «Girolamo Savonarola», en Twelve Types

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Savonarola es un hombre al que seguramente no comprenderemos hasta que sepamos cuánto horror puede haber en el corazón de la civilización. Esto no lo sabremos hasta que estemos civilizados. En cierto sentido es de esperar que nunca comprendamos a Savonarola.
Los grandes libertadores han salvado a los hombres de calamidades que todos reconocemos como males, calamidades que son viejos enemigos de la humanidad. Los grandes legisladores nos salvaron de la anarquía; los grandes físicos, de la peste; los grandes reformadores, del hambre. Pero hay un mal inmenso e insaciable comparado con el cual estos son simples molestias, la más terrible maldición que puede abatirse sobre hombres y pueblos, un mal sin nombre al que llamamos satisfacción. Savonarola no nos salvó de la anarquía, sino del orden; no nos salvó de la peste, sino de la parálisis; no nos salvó del hambre, sino del lujo. Los hombres como Savonarola adivinaron la tremenda realidad psicológica que hay detrás de la mente de cada hombre, pero a la que nunca se ha dado un nombre: que la vida fácil es el peor enemigo de la felicidad, y la civilización, el fin potencial del hombre.
Pues creo que el vehemente desafío que Savonarola lanzó a la suntuosidad de su época iba mucho más allá de la simple cuestión del pecado. Los modernos admiradores racionalistas de Savonarola, de George Eliot para abajo, hacen no poco hincapié en la legítima justificación ética de su furia, en el carácter espantoso y extravagante de los crímenes que ensangrentaban los palacios del Renacimiento. Pero no necesitan insistir tanto en que Savonarola no era un asceta, en que no hizo más que identificar las negras manchas de maldad con la beata clarividencia de un miembro de la Sociedad Ética.° Sin duda odió la civilización de su tiempo y no simplemente sus pecados; y por eso fue mucho más profundo que ningún moralista moderno. Vio que los pecados mismos no eran los únicos males: que robar joyas, envenenar vinos y pintar cuadros obscenos eran simplemente los síntomas; que la enfermedad era la completa dependencia de las joyas, el vino y los cuadros. Es este un hecho que se olvida constantemente al juzgar a ascetas y puritanos del pasado. Denunciar los deportes inofensivos no siempre implica un odio ignorante por lo que solo un moralista estricto llamaría pernicioso. A veces implica un odio muy clarividente por lo que el mismo moralista estricto llamaría inofensivo. Los ascetas van a veces por delante de los demás, tanto como por detrás.
Ese fue al menos el odio de Savonarola. No luchó contra los pecados triviales, sino contra la beatitud descreída e ingrata, contra la costumbre de la felicidad, el pecado místico por el cual toda creación es derribada. Predicaba esa severidad que es el sello distintivo de la juventud y la esperanza. Predicaba ese espíritu atento, ágil y alerta que tan necesario es para conseguir placer como para conseguir santidad, que tan indispensable es en un amante como en un monje. Un crítico ha señalado justamente que Savonarola no pudo oponerse realmente al arte porque era amigo de Miguel Ángel, Botticelli y Luca della Robbia. Lo cierto es que esa purificación y austeridad es incluso más necesaria para apreciar la vida y la risa que para ninguna otra cosa. No dejar que ningún pájaro pase inadvertido, fijarse pacientemente en cada piedra y en cada hierba, almacenar en la mente un ocaso tras otro, requiere disciplina en el placer y educación en la gratitud.
La civilización que rodeaba a Savonarola era una civilización que había tomado ya el mal camino; el camino que lleva a inventar sin fin y a no descubrir nada, en el que lo nuevo se vuelve viejo con velocidad pasmosa, pero en el que lo viejo nunca se vuelve nuevo. La monstruosidad de los crímenes del Renacimiento no era señal de imaginación, sino, como toda monstruosidad, de pérdida de imaginación. Solo cuando dejamos de ver a un caballo como es, inventamos un centauro; solo cuando un buey deja de sorprendernos, adoramos al diablo. Lo diabólico es el estimulante de las imaginaciones estragadas, el etilismo del artista. Savonarola se consagró a la más ardua de las tareas, la de hacer que los hombres volvieran atrás y se maravillaran de las cosas sencillas que habían aprendido a ignorar. Es curioso que la menos popular de todas las doctrinas es la que enseña que la vida normal es divina. La democracia, de la que Savonarola fue tan fogoso exponente, es el más arduo de los evangelios; nada nos asusta tanto como el que decreten que todos somos reyes. El cristianismo, que Savonarola identificaba con la democracia, es el más arduo de los evangelios; nada nos infunde tanto miedo como el que nos digan que somos hijos de Dios.
Savonarola y su república cayeron. La droga del despotismo fue administrada al pueblo y el pueblo olvidó lo que había sido. Hoy día hay quienes tienen un respeto tan extraño por el arte y las letras y por los solos hombres de genio, que consideran que el reinado de los Medici constituyó un progreso con respecto al de la gran república florentina. De estas personas y de su civilización debemos tener miedo hoy día. En muchas partes vemos los mismos síntomas que provocaron la ira de Savonarola: un hedonismo más ahíto de felicidad que un inválido de dolor, un sentido artístico que recurre al crimen porque ha agotado la naturaleza. En muchas obras modernas hallamos velados y horribles indicios de un sentido de la belleza de la sangre, de la poesía del asesinato, que es propiamente renacentista. La imaginación agotada y depravada no ve que un hombre vivo es más dramático que un hombre muerto. Y emparejado con ello va, como en tiempos de los Medici, el dejarse caer en los brazos del despotismo, el desear al hombre fuerte que es desconocido entre los hombres fuertes. Se adora al héroe dominante como lo adoran los lectores de Bow Bells Novelettes, y por la misma razón: un profundo sentimiento de debilidad personal.° Esta tendencia a delegar nuestros deberes se apodera de nosotros, y ese es el espíritu de la esclavitud, lo mismo si para sus serviles tareas emplea a siervos como a emperadores. Contra todo esto alzó el clérigo republicano su incesante protesta, prefiriendo fracasar a que el rival triunfase. La alternativa sigue siendo él o Lorenzo, la responsabilidad de la libertad o el libertinaje de la esclavitud, los peligros de la verdad o la seguridad del silencio, el placer del esfuerzo o la fatiga del placer. Los partidarios de Lorenzo el Magnífico están sin duda entre nosotros, hombres para quienes las naciones y los imperios existen solo para satisfacer el momento, hombres para los que la última y tórrida hora del verano es mejor que una larga primavera invernal. Tienen un arte, una literatura, una filosofía política que solamente valen por su efecto inmediato en los gustos, no por lo que prometen del destino del espíritu. Sus estatuillas y sonetos son obras perfectas y acabadas, comparadas con las cuales Macbeth es un fragmento y el Moisés de Miguel Ángel un esbozo. Para ellos sus campañas y batallas son siempre victoriosas, y César y Cromwell lloran por mil humillaciones. Y al final de todo ello está el infierno de no oponer resistencia, de la infinita molicie, en el que la naturaleza toda cae en la locura y el aposento de la civilización deja de ser un mullido apartamento para convertirse en una celda acolchada.
Savonarola previó esta última y la peor de las miserias humanas, y dedicó todas sus colosales energías a encarrilar a la humanidad. Pocos lo entendieron; para unos era un loco, para otros un charlatán, para otros un enemigo de la alegría. No lo habrían entendido aunque se lo hubiera explicado, aunque les hubiera dicho que lo que quería era salvarlos de la catástrofe de una satisfacción que había de acabar juntamente con las alegrías y las penas. Pero hoy día hay quienes perciben el mismo silencioso peligro y oponen la misma silenciosa resistencia. También se cree que luchan por algún trivial escrúpulo político.
El señor Hardy dice, en defensa de Savonarola, que el número de obras de arte que se destruyeron en la Hoguera de las Vanidades ha sido exagerado. Confieso que espero que la pira contuviera montones de incomparables obras maestras si el sacrificio hizo que aquel momento único fuera más real. De una cosa estoy seguro: de que Miguel Ángel, amigo de Savonarola, habría hecho con sus propias estatuas una pila y las habría reducido a cenizas de haber sabido que el resplandor que se proyectaba en el cielo era el alba de un mundo más joven y sabio.

jueves, 22 de abril de 2010

AVISO!

AVISO:
Les pido disculpa por desaparecer, las vacaciones y el inicio de clase me han alejado temporalmente de Internet, pero ya logre estabilizarme con mis horarios y mi tiempo, voy a retomar este blog que ya cuenta con 23 seguidores! ¿Que tal? Chesterton debe estar riéndose en el cielo. Agradecería si pudieran difundir el blog entre sus conocidos y si pudieran compartir algunos ensayos que ustedes tenga de Chesterton y que deseen compartir. Ahhh casi me olvidaba! Por favor comenten los posteos!!! Comenten lo que sea, una critica, una opinión, un elogio, resalten alguna frase o idea que quieran reflexionar, lo que sea, pero no saben lo feliz que me pone saber que alguien los lee.

Atte. Matías Rojo

Tolstoy- G.K.CHESTERTON

Tolstoy- G.K.CHESTERTON

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/

Quien desee comprender lo profundo de la influencia del gran hombre que encabeza este articulo y la autentica naturaleza de dicha influencia, no debe dirigirse a sus novelas, por más que sean espléndidas, ni a sus puntos de vista éticos, aun estando tan bien concebidos y claramente explicados. Debe fijarse en la noticia, que acaba de llegarnos de Canadá, sobre un grupo de anarquistas cristianos rusos que han dejado en libertad a sus animales domésticos por considerar inmoral poseerlos o controlarlos. Hay algo en un incidente así que es totalmente independiente la idea puesta en practica .De que sea correcta o equivocada, cuerda o demencial,. Nos hace ver que el mundo sigue siendo joven. Aún quedan formas de pensar tan locamente cuerdas como las que se debatieron bajo el cielo azul de Atenas Aun hay muestras de una fe tan fuerte y practica como la de los musulmanes que conquistaron toda África y Europa al grito de una única palabra. A nuestros políticos y filósofos contemporáneos, en su languidez, les parecerá algo sacado de un sueño que en nuestra época mecánica, homogénea, sujeta con cadenas de hierro, un grupo de europeos, vestidos con chalecos y botas, se dedique a soltar al percherón del trolebús, al cerdo de la cochiquera y al perro de su caseta; solamente por una teoría o un escrúpulo moral. Es como una pagina arrancada de un cuento de hadas, los miembros de la secta Doukhabor acompañando solemnes a su gallina hasta la puerta del corral y deseándola benévolos la mejor de las fortunas al inicio de sus viajes. Todo esto le debe parecer absurdo y confuso al típico líder de nuestra sociedad en esta década, a hombres como el Sr.Balfour o el Sr.Wyndham. Pero hay algo que añadir. Si el Sr.Balfour se convirtiese a una religión que le indicase la obligación moral de entrar en la Cámara de los Comunes haciendo el pino, y entrase haciendo el pino y si el Sr.Wyndham aceptase una creencia que le impusiese teñirse el pelo de azul, y se lo tiñese; ambos serian casi indescriptiblemente mejores y más felices de lo que lo son ahora. Pues solo hay una felicidad que sea posible o imaginable bajo el sol y es el entusiasmo. Esa palabra, rara y espléndida, que ha sufrido tantas vicisitudes. En el siglo XVIII se equiparaba a la locura, en la Grecia clásica a la presencia de un dios.

Este gran acto de coherencia llevada a extremos heroicos que ha sucedido en Canadá, es el mejor ejemplo de la obra de Tolstoy. Tengo por algo cierto que la secta Doukhabor es de un origen totalmente independiente del gran moralista ruso. Sin embargo, apenas cabe duda de que su actual notoriedad y su desarrollo, han sido influenciados por el admirable resumen y defensa que ha efectuado el novelista de sus perspectivas éticas. Tolstoy, además de ser un gran novelista, es uno de los pocos hombres vivos que tienen un punto de vista sólido, autentico y serio sobre la vida. Es una iglesia católica compuesta de un solo miembro que es, a la vez, un Papa algo arrogante y un lego algo sumiso. Es uno de los dos o tres hombres que hay en Europa, con un punto de vista tan propio, que inevitablemente pueden dar su opinión sobre cualquier cosa: la ley de autonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca de tabaco. Hay tres hombres vivos semejantes: Tolstoy, el Sr.Bernard Shaw y mi amigo el Sr.Hillarie Belloc. Son diametralmente opuestos pero tienen eso en común, que considerando el abono de sus ideas y el suelo de sus convicciones, las opiniones sobre cualquier tema terrenal nacen como flores en un prado. Hay ciertos puntos de vista que deben adoptar. No se forman una opinión más bien sus opiniones les dan forma a ellos. Tomemos la lista que escribí al azar antes: la ley de autonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca de tabaco. Tolstoy diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, esa chistera es una monstruosidad negra.” Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, la ley de autonomía de las colonias se queda a medio camino de forma mezquina. De nada sirve dividir un imperio en naciones si no divide las naciones en personas individuales “. Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, este poema hindú me interesa. Con todo su aparente barroquismo, los puntos de vista de la ética oriental son más sencillos que los de occidente y por lo tanto me son más próximos”. Él diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto esta pizca de tabaco es algo maligno. Lleváosla.”. Todo en este mundo, desde la Biblia hasta un par de botas, puede ser eliminado, y lo es, aplicando este principio fundamental de las ideas de Tolstoy: la simplificación de la vida. Cuando tratamos una doctrina semejante con encontramos ante un incidente infinitamente más importante dentro de la historia europea que la ascensión de Napoleón Bonaparte.

La aparición de Tolstoy, con su ética tan sencilla y tan terrible, es importante de muchas maneras. Entre otras cosas, es un comentario muy interesante a la opinión que viene siendo adoptada desde hace medio siglo por los oponentes de lo religioso. El pensador laico y el escéptico han atacado el cristianismo ante todo por fomentar el fanatismo, porque el fervor religioso hace que la gente queme a sus vecinos y dance desnuda por las calles. Parece raro. La religión podría desaparecer y quedarían sistemas éticos y filosóficos capaces de producir suficiente fanatismo como para llenar el mundo. El fanatismo no tiene nada que ver con la religión. Hay teorías científicas serias que, llevadas hasta la última consecuencia, producirían idénticas hogueras en los mercados e idéntica desnudez. Hay partidarios de la moda que se pasearían como Adán y Eva si pudiesen hacerlo de forma elegante. Hay modernos estudiosos científicos de la moral que quemarían vivos a sus oponentes. Y lo harían tan contentos si pudiesen quemarlos empleando algún producto químico nuevo. Si alguien duda de esto, de que el fanatismo es ajeno a la religión pero propio de la naturaleza humana, solo tiene que fijarse en el caso de Tolstoy la secta Doukhabor. Una secta que empezó sin teología alguna, solo con la sencilla idea de que debemos amar al prójimo y nunca jamás emplear la fuerza física contra él, y terminaron considerando algo malvado llevar una maleta de cuero o ir montado en un carro. Un gran escritor contemporáneo borra por completo la teología, niega de un plumazo la validez de las escrituras y de las iglesias, desarrolla un sistema ético en que el amor será el instrumento para la reforma y termina diciendo que no tenemos derecho de golpear a un hombre que esta torturando a un niño en nuestras narices. Continua desarrollando una teoría de la mente y las emociones que podría ser aceptada por el ateo más rígido y termina proclamando que las relaciones sexuales, de donde procede la humanidad, son, no ya inmorales, sino antinaturales. Esto es el fanatismo como siempre ha sido y siempre lo será. Destruid hasta el último ejemplar de la Biblia, habrá persecuciones y orgías salvajes basadas en “Filosofía Sintética” del Sr.Herbert Spencer. Algunos de los pensadores más abiertos de miras de la edad media creían en apilar las gavillas junto a la estaca, y algunos de los pensadores del siglo XIX más abiertos de miras creen en la dinamita.

La realidad es que a Tolstoy con toda su genialidad, con su fe de coloso, con su gran valor y amplios conocimientos de la vida, le falta una sola cosa: no es un místico. Tiene por lo tanto, tendencia a perder la razón. La gente habla de las extravagancias y los frenesís provocados por el misticismo. No es más que una gota de agua en el mar. Desde el comienzo de los tiempos, el misticismo nos ha mantenido cuerdos. Lo que hace enloquecer es la lógica.


Es significativo que con todo lo que se ha dicho sobre la fragilidad mental de los poetas, solo un poeta inglés se ha vuelto loco. Y perdió la razón a consecuencia de un sistema lógico de teología. Se trata de Cowper y su poesía freno el avance de la enfermedad durante muchos años. La poesía, lo que le falta a Tolstoy, siempre ha sido algo curativo. Lo único que ha frenado a la raza humana de los desvaríos del convento, la galera pirata, el cabaret y la cámara de gas, ha sido el misticismo y la idea de que la lógica puede resultar engañosa y algo no ser siempre lo que parece.