lunes, 24 de mayo de 2010

Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON

Franceses e ingleses-G.K.CHESTERTON


Título original: «French and English», en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/




Es obvio que hay una gran diferencia entre ser internacional y ser cosmopolita. Todas las buenas personas son internacionales. Casi todas las malas personas son cosmopolitas. Si queremos ser internacionales, primero debemos ser nacionales. Que quienes a sí mismos se llaman «amigos de la paz» tengan tan poco peso en las naciones a las que pertenecen se debe en gran medida a que no han reflexionado lo bastante en esta distinción. La paz internacional significa la paz entre las naciones, no la paz después de la destrucción de las naciones, como la paz budista es la paz después de la destrucción de la personalidad. La edad de oro del buen europeo es como el cielo del cristiano, un lugar en el que nos amaremos unos a otros, no como el cielo de los hindúes, un lugar en el que ellos serán unos y otros. Esto podemos verlo de una manera curiosa en el caso del carácter nacional. Creo que estaremos de acuerdo en que cuanto más aprecie y admire un hombre el alma de un pueblo, menos querrá imitarla; será consciente de que hay en ella algo demasiado profundo e indómito para ser imitado. El inglés al que simplemente le guste Francia intentará ser francés; el inglés que de verdad admire Francia se empeñará en seguir siendo inglés. Esto puede observarse muy bien en nuestra relación con los franceses, porque una de las mayores peculiaridades de estos es que todos sus vicios están en la superficie y sus extraordinarias virtudes escondidas. Casi puede decirse que sus vicios son la flor de sus virtudes.
Su obscenidad, por ejemplo, es una manifestación de su afán por sacarlo todo a la luz. La avaricia de sus campesinos demuestra la independencia de sus campesinos. Lo que los ingleses llaman su rudeza en las calles es una cara de su igualdad social. La grave mirada de sus mujeres es la expresión de la responsabilidad de sus mujeres, y cierta inconsciente brutalidad y precipitación con la que se mueven y actúan los hombres, señal de su inagotable y extraordinario valor militar. De todos los países, pues, Francia es el que menos puede admirar un necio superficial. Que el necio odie Francia: si la amara, pronto sería un granuja. La admirará sin duda no solo por cosas poco encomiables, sino sobre todo por cosas que no tiene. Admirará su gracia e indolencia, cuando es el más industrioso de los pueblos. Admirará su romanticismo y fantasía, cuando son las más respetables y adocenadas de las gentes. Este error cometerá el inglés que admire Francia precipitadamente, pero el error que cometa con Francia será leve comparado con el que cometa consigo mismo. Un inglés que dice que le gustan las novelas realistas francesas, que se siente bien en un teatro francés moderno, que no lo impresionan las brutales caricaturas francesas, comete un error muy peligroso para su propia sinceridad. Admira algo que no entiende. Recoge donde no sembró, toma de donde no puso, intenta comer el fruto sin haber trabajado el árbol, quiere recolectar la exquisita cosecha del cinismo francés sin haber labrado el duro pero rico suelo de la virtud francesa.
Todo esto solo lo entenderá un inglés si volvemos las tornas. Imaginemos a un francés que viene de la democrática Francia a vivir en Inglaterra, donde la sombra de las grandes casas cae por doquier y hasta la libertad fue, en su origen, aristocrática. Si el francés viera nuestra aristocracia y le gustara, si viera nuestra arrogancia clasista y le gustara, si él mismo las imitara, todos sabemos lo que sentiríamos. Sentiríamos que ese francés es un bicho repugnante. Imitaría a la aristocracia inglesa, imitaría el vicio inglés. Pero no entendería el vicio que copia: no entendería sobre todo que el vicio es en parte una virtud. No entendería aquellos rasgos del carácter inglés que compensan su aristocratismo y lo hacen humano: su gran amabilidad, su hospitalidad, su inconsciente poesía, su conservadurismo sentimental, que tanto admira a la alta burguesía. El realista francés ve que los ingleses aman a su rey. Pero no comprende que a la vez que es abyecto por adorar a un rey, es casi noble por adorar a un rey sin poder. La impotencia de los soberanos de la casa de Hanover ha elevado al leal súbdito inglés poco menos que a la dignidad de hidalgo jacobita. El francés ve que el criado inglés es respetuoso, pero no comprende que también es irrespetuoso; no sabe que hay una tradición inglesa del criado jocoso y leal que es tan característico como su amo: Caleb Balderstone, Sam Weller;° ve que los ingleses admiran a un noble, pero no tiene en cuenta que lo admiran más cuando no se comporta como un noble. A los ingleses les gustan los nobles inconscientes y amables: el siervo puede ser humilde, pero el amo no debe ser soberbio. El noble representa la vida como a ellos les gustaría disfrutarla, y uno de los goces que más sinceramente desean que represente es el de la generosidad, el de repartir dinero a manos llenas o, por usar el noble término medieval, el de la largueza... el placer de la largueza. Por eso nos dice un cochero que no somos unos caballeros cuando le damos solo lo justo. No solamente herimos su bolsillo, sino también su alma. Herimos su ideal. Defraudamos su idea del perfecto aristócrata. Sé que esto es muy sutil y escurridizo, y que en el amor que los ingleses profesan a los señores es muy difícil distinguir lo que es una especie de vicaria nobleza del mero servilismo. A los franceses le costará mucho distinguirlo. Creerán que es simple servilismo y si lo adoptan serán unos siervos. Por lo mismo deben de creer los ingleses (al principio) que la franqueza francesa es simple grosería. Y si la adoptan serán unos groseros. Son rasgos del carácter nacional difíciles de comprender. Se requieren largos años de paz y abundancia, el lento crecimiento de los grandes parques, el curado de las vigas de roble, el oscuro envejecimiento del vino tinto en sótanos y bodegas, todo el ocio y toda la vida de Inglaterra durante varios siglos, para que al final se produzca el generoso y genial fruto del aristocratismo inglés. Y se requieren revueltas y barricadas, cantos callejeros y hombres andrajosos que mueran por una idea, para que se produzca y se justifique la terrible flor de la indecencia francesa.
Hace poco estuve en París y fui con un amigo inglés a un teatro en el que representaban, en rápida sucesión, una serie de brillantísimas obras teatro francesas de unos veinte minutos de duración. Todas eran de grandísimo efecto, pero una lo era a tal extremo que cuando salimos del teatro mi amigo y yo nos peleamos y casi tuvo que intervenir la policía. La idea de la obrita era mostrar cómo reaccionan los hombres en un naufragio o en un desastre naval, cómo se desesperan, gritan, luchan unos contra otros sin objeto y solo movidos por el odio. A esto se añadía una escena llena de esa horrible ironía que empezó con Voltaire, en la que un gran político pronunciaba un discurso en el que hablaba de los fallecidos como de héroes muertos en un abrazo fraternal. Cuando mi amigo y yo salimos del teatro, dijo él, como habría dicho un francés, pues llevaba mucho tiempo viviendo en París: «¡Qué admirable drama! ¿No te parece estupendo?». «No», le contesté yo, tomando en la medida que pude la tradicional actitud de John Bull en las viñetas de Punch.° «No es estupendo. Quizá es absurdo, y si lo es, no me importa. Pero si no es absurdo, si tiene un sentido, el sentido es este: que bajo su apariencia caballeresca los hombres no son más que unos animales, unos animales acorralados. No conozco mucho a la humanidad, menos aún a la humanidad que habla francés, pero sí sé cuándo una cosa está hecha para elevar el ánimo y cuándo para deprimirlo. Sé queCyrano de Bergerac (comedia en la que los actores hablan incluso más rápido) fue hecho para infundir ánimos. Y sé que eso está hecho para abatirlos.» «Esa visión del arte sentimental y moral», empezó a decir mi amigo, y yo lo atajé de manera fulminante: «Déjame que te diga lo que Jaurès le dijo a Liebknecht en el congreso socialista: “Tú no has muerto en las barricadas”. Tú eres un inglés, como yo, y debes ser tan amable como yo. Esta gente tiene cierto derecho a ser terrible en arte porque ha sido terrible en política. Pueden sufrir torturas falsas en el escenario porque en las calles han sufrido torturas reales. Han padecido por la democracia, han padecido por el catolicismo. Para ellos puede ser natural padecer por la literatura. ¡Pero, por Dios, para mí no lo es en absoluto! Y lo peor de todo es que yo, que soy un inglés y me gusta la tranquilidad y el orden, deba sentirme tranquilo viendo estas cosas. Los franceses no buscan aquí tranquilidad, sino tumulto. Este pueblo inquieto quiere estar siempre en un estado de constante tensión revolucionaria. Los franceses, que aman las revoluciones, pueden hallar estimulante el ver a la humanidad humillada. ¡Pero no quiera Dios que dos ingleses amantes del placer se deleiten nunca en ello!»

jueves, 13 de mayo de 2010

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Título original: «Cockneys and their jokes»,en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Un escritor del Yorkshire Evening Post está enfadadísimo conmigo por lo que escribo en esta columna. Su reproche reza literalmente: «El señor G.K. Chesterton no es un humorista: ni siquiera es un humorista cockney». No me importa que diga que no soy un humorista –en lo que, a decir verdad, tiene razón–, pero me molesta que diga que no soy cockney.° Admito que la envenenada flecha da en el blanco. Si un escritor francés dijera de mí: «No es un metafísico: ni siquiera es un metafísico inglés», podría tolerar que insulte mi metafísica, pero no que insulte a mi patria. No afirmo, pues, que soy un humorista, pero sí insisto en que soy cockney. Si fuera un humorista, sería desde luego un humorista cockney; si fuera un santo, sería desde luego un santo cockney. No enumeraré el magnífico catálogo de santos cockneys que han escrito su nombre en las iglesias de nuestra noble y vetusta ciudad. No importunaré al lector con la larga lista de humoristas cockneys que han pagado sus cuentas (o dejado de pagarlas) en las tabernas de nuestra noble y vetusta ciudad. Podemos llorar la pena del pobre ciudadano de Yorkshire, cuyo condado no ha producido jamás ningún humor que no sea inteligible para el resto del mundo. Y podemos sonreír cuando dice de alguien que «ni siquiera» es un humorista cockney, como Samuel Johnson o Charles Lamb. Es de sobra evidente que el mejor humor de nuestra lengua es humor cockney. Chaucer era cockney; vivía cerca de la Abadía. Dickens era cockney; decía que no podía pensar sin las calles de Londres. En las tabernas de Londres se oyeron siempre las más originales y sabrosas conversaciones, las de Ben Johnson en el Mermaid o las de Sam Johnson en el Cock. Incluso en nuestros días puede observarse que el humor más vivo y genuino sigue escribiéndose en Londres. Así la amable y humana ironía que caracteriza los estudios del señor Pett Ridge de nuestras grises callecitas. Así el sencillo pero estupendo humor de los mejores relatos del señor W.W. Jacobs que describen la niebla y el centellear del Támesis. Sí; reconozco que no soy un humorista cockney; reconozco que no merezco serlo. Puede que algún día, después de vivir tristes y agotadoras vidas en el más allá, después de pasar por arduas y apocalípticas encarnaciones, en algún peregrino mundo allende las estrellas, llegue por fin a ser un humorista cockney. En ese paraíso potencial pasearé con los humoristas cockneys, si no como un igual, al menos como un camarada. Podré sentir por un momento en mi hombro la mano cordial de Dryden y recorrer los laberintos de la afable demencia de Lamb. Pero eso solamente podría ocurrir si yo fuera no solo más inteligente, sino también mucho mejor de lo que soy. Antes de llegar a esa esfera tendré que haber dejado atrás la esfera en la que moran los ángeles e incluso aquella reservada en exclusiva para los de Yorkshire.
Sí, aquí se ataca a Londres por su mejor cualidad. Londres es la más grande de las grandes ciudades modernas; es la más contaminada, la más sucia, la más sombría, la más miserable, si se quiere. Pero también es sin duda la más divertida. Se podrá alegar que es la más trágica; no por ello deja de ser la más cómica. En el peorísimo de los casos somos unos hipócritas del humor. Disimulamos nuestra pena con carcajadas estridentes. Se habla de los que ríen entre lágrimas; nosotros presumimos de ser los únicos que lloramos entre risas. Siempre tendremos ese gran orgullo, que es quizá el mayor orgullo que le es dado al ser humano. El gran orgullo, a saber, de que los más infelices de nuestros ciudadanos son también los que más ríen. El pobre puede olvidar este problema social que nosotros (los moderadamente ricos) nunca debemos olvidar. Bendito sean los pobres; pues son los únicos que no tienen siempre presentes a los pobres. El pobre honrado puede a veces olvidar la pobreza. El rico honrado nunca.
Creo firmemente en el valor de las ideas vulgares, sobre todo en el de los chistes vulgares. Quien oye un chiste vulgar puede tener la seguridad de que ha oído un concepto sutil y espiritual. Los hombres que inventan chistes ven algo profundo que no pueden expresar sino con algo tonto y rotundo. Ven algo delicado que solo pueden expresar con algo indelicado. Recuerdo que el señor Max Beerbohm (que tiene todos los méritos menos el de la democracia) probó a analizar los chistes que hacen gracia a la gente. Los clasificó en tres categorías: chistes sobre humillaciones físicas, chistes sobre cosas ajenas, como los extranjeros, y chistes sobre el queso podrido. El señor Max Beerbohm creyó entender los dos primeros tipos; pero yo no estoy tan seguro. Para entender el humor vulgar no basta con tener sentido del humor. Hay que ser también vulgar, como yo. En el primer caso está claro que no es el simple hecho de que algo salga malparado lo que nos hace reír (como espero que nos haga reír) cuando vemos a un primer ministro sentándose en su sombrero. Si así fuera, nos reiríamos siempre que viéramos un funeral. No reímos por el mero hecho de que algo caiga; nada hay risible en que caigan las hojas o en que el sol decline. No nos reímos cuando se nos derrumba la casa. Todas las aves del cielo podrían caernos alrededor cual perpetua granizada sin arrancarnos una sonrisa. Si nos preguntamos seriamente por qué reímos cuando vemos a un hombre caerse en la calle, descubriremos que la razón no es solo recóndita, sino últimamente religiosa. Todos los chistes sobre personas que se sientan en su sombrero son en el fondo chistes teológicos; tienen que ver con la doble naturaleza del hombre. Se refieren a la elemental paradoja de que el hombre es superior a todas las cosas y sin embargo está a merced de ellas.
Igual de sutil y espiritual es la idea que subyace a la risa motivada por lo extranjero. Tiene que ver con la casi torturadora verdad de algo que es y no es como uno mismo. Nadie ríe de lo que es completamente extraño; nadie ríe de una palmera. Pero sí hace gracia ver la familiar imagen de Dios disfrazada de francés con barba negra o de negro con tez oscura. Ninguna gracia tienen los sonidos enteramente inhumanos, el ulular de las fieras o del viento. Pero que un ser humano empiece a hablar como nosotros pero con sílabas diferentes nos hará mucha gracia si somos también seres humanos, aunque reprimamos las ganas de reír si somos bien educados.
El señor Max Beerbohm, recuerdo, asegura comprender las dos primeras formas de ingenio popular, pero dice que la tercera lo desconcierta. No puede ver qué tiene de gracioso el queso podrido. Se lo diré ahora mismo. No capta la idea porque es sutil y filosófica, y él buscaba algo tonto y superficial. El queso podrido da risa porque es (lo mismo que el extranjero o el hombre que se cae) un ejemplo típico del paso o trascendencia de un gran límite místico. El queso podrido simboliza la conversión de lo inorgánico en lo orgánico. Simboliza el maravilloso prodigio de la materia que cobra vida. Simboliza el origen de la vida misma. Y únicamente de cosas tan serias como el origen de la vida condesciende la democracia a reírse. De ahí, por ejemplo, los chistes democráticos sobre el matrimonio; porque el matrimonio es parte de la humanidad. En cambio, del amor libre jamás se dignará reír la democracia, porque el amor libre es simple mojigatería.
De hecho, se convendrá en que los chistes populares son falsos en la letra, pero verdaderos en el espíritu. Por decirlo paradójicamente, el chiste vulgar refleja la verdad pero no la realidad. Por ejemplo, no es verdad que las suegras sean insufribles y dominantes; la mayoría son abnegadas y serviciales. Todas las suegras que yo he tenido eran personas maravillosas. Y, sin embargo, la imagen que dan de ellas los periódicos satíricos es profundamente verdadera. Apunta al hecho de que es mucho más difícil ser una buena suegra que ser bueno en cualquier otra clase de relación humana. Las caricaturas pintan a la peor de las suegras como un monstruo, para decir que ser la mejor es muy difícil. Lo mismo vale para los clásicos chistes de esposas hurañas y maridos calzonazos. Son una gran exageración, pero una exageración de la verdad; por lo mismo que todo el moderno clamor sobre las mujeres oprimidas son exageraciones de una mentira. Si leemos incluso al mejor de los intelectuales de hoy, veremos que dice que en la masa democrática la mujer es una pertenencia de su señor, como el baño o la cama. Pero si leemos la literatura humorística de la democracia, veremos que el señor se esconde bajo la cama huyendo de la ira de su pertenencia. Esto no es la realidad, pero sí está mucho más cerca de la verdad. Todo hombre casado sabe de sobra no solo que no considera a su mujer una pertenencia, sino que ningún hombre puede verosímilmente haberlo hecho nunca. El chiste plasma una verdad última, una verdad sutil. Y que no es fácil de decir correctamente. Quizá lo más correctamente que se puede decir es declarando que incluso cuando mejor lleva puestos los calzones, sabe el hombre que es un calzonazos.
Pero los periódicos satíricos populares son tan sutiles y verdaderos que resultan hasta proféticos. Si de verdad queremos conocer el futuro de nuestra democracia, no leamos las profecías modernas, no leamos ni siquiera las utopías del señor Wells, aunque desde luego debemos leerlas si apreciamos a los hombres de bien y a los buenos ingleses. Si queremos saber lo que pasará con nuestra democracia, estudiemos las páginas de Snaps o dePatchy Bits como si fueran las negras tablas de los oráculos divinos. Pues, por humildes y groseras que sean, reflejan, y lo digo muy en serio, lo que no refleja ninguna de las utopías y conjeturas sociológicas actuales: las costumbres y deseos verdaderos de los ingleses. Si de verdad queremos saber qué acabará siendo la democracia, no lo sabremos leyendo la literatura que estudia al pueblo, sino la literatura que el pueblo estudia.
Pondré dos ejemplos al azar en los que se ve que el chiste común o cockney fue mucho más profético que las concienzudas observaciones del más sesudo observador. Cuando antes de las últimas elecciones generales estaba Inglaterra agitada por la cuestión de la mano de obra china, hubo una clara diferencia entre el tono de los políticos y el tono del pueblo. Los políticos que condenaban la mano de obra china se cuidaban muy bien de explicar que de ningún modo desaprobaban a los chinos mismos. Según ellos, era una cuestión de pura legalidad, de si ciertas cláusulas del contrato de aprendizaje eran compatibles con nuestras tradiciones constitucionales: según ellos, habría sido lo mismo si hubieran sido negros o ingleses. Todo parecía maravillosamente lúcido e ilustrado, y en comparación con ello, el humor popular resultaba, claro está, muy pobre. Pues el humor popular criticaba a los trabajadores chinos simplemente porque eran chinos; era un tipo de ataque a lo extraño, a lo extranjero; los periódicos populares hacían mil burlas de las coletas y las caras amarillas. Parecía que los políticos liberales se oponían a un dudoso documento del Estado, y que el pueblo radical simplemente se desternillaba con risa tonta de los chinos. Pero el instinto popular tenía razón, porque los vicios denunciados eran vicios chinos.
El segundo ejemplo es más amable y más a la moda. Los periódicos populares insistían en representar a la «nueva mujer sufragista» como una mujer fea, gorda, con gafas, mal vestida, y cayéndose casi siempre de una bicicleta. Hablando en puridad, no hay ni pizca de verdad en eso. Las líderes del movimiento por la emancipación de la mujer no son feas en absoluto, la mayoría son muy bien parecidas. Ni son tampoco indiferentes al arte del bien vestir; muchas de ellas son alarmantemente aficionadas a él. Pero el instinto popular no se equivocaba. Porque el instinto popular veía en ese movimiento, con o sin razón, un elemento de indiferencia a la dignidad de la mujer, de una novísima voluntad de las mujeres de ser grotescas. Esas mujeres desprecian realmente la mayestática condición de la mujer. Y en nuestras calles y en torno a nuestro parlamento hemos visto a la majestuosa mujer de arte y cultura convertirse en la risible mujer del Comic Bits. Y creamos o no justificable la exhibición, la profecía de los periódicos satíricos sí está justificada: las sanas y vulgares masas eran conscientes de que un enemigo oculto de nuestras tradiciones ha salido hoy a la luz, de que las escrituras podrían cumplirse. Pues lo que más odia en el mundo una persona sana es una mujer que no es digna y un hombre que lo es.

domingo, 9 de mayo de 2010

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON


Título original: «The vote and the House»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



A muchos nos pedirán pronto el voto, supongo, y algunos hasta lo pediremos. Nada me inducirá a decir para qué partido lo pediré yo, aunque sí afirmo que será casualmente para el único partido por el que un patriota con elevados principios y espíritu cívico puede mostrar siquiera un momentáneo interés. Sobre la cuestión misma de pedir el voto, en cambio, sí creo que podemos opinar, pues es una cuestión imparcial. Las normas por las que debe regirse un agente electoral las conocerá bien todo aquel que alguna vez lo haya sido. Figuran impresas en la tarjetita que lleva consigo y pierde. Una de esas normas creo que le prohíbe convidar a los electores a comer o a beber. Por muy hospitalario que se sienta con ellos en sus casas, jamás debe llevarles de almorzar. No debe sacar chuletas de ternera del bolsillo del frac, ni esconder en su persona huevos escalfados, ni extraer patatas asadas del sombrero como si fuera una especie de prestidigitador. En suma, el agente electoral no debe alimentar al elector de ninguna de las maneras. Si a este le está permitido alimentar a aquel, invitarlo a chuletas de ternera y a patatas asadas, es un artículo de ley sobre el que nunca he podido informarme. Cuando yo pedía el voto a un señor, me sentía a veces tentado de preguntarle si sabía de alguna norma que le impidiese invitarme a comer o a beber; pero era una pregunta delicada. Su actitud parecía a veces darme a entender que dudaba si me habría invitado, aunque hubiera podido. Pero seguro que hay electores a los que interesa saber si existe alguna ley que les prohíba sobornar a un agente electoral. Podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda norma que figuraba impresa en la tarjetita vedaba al agente inducir a nadie a hacerse pasar por elector. Ignoro lo que significa. Que sea vestirse como un elector medio parece algo vago. Por lo que yo sé, no hay ningún uniforme con chaleco cívico y bigote patriótico claramente reconocible. Esto sería como lo que hizo un amigo mío rico, que fue a un baile de disfraces disfrazado de caballero. O quizá se refiere a la práctica de hacerse pasar por un elector en concreto. El agente penetra sigilosamente en la casa de su cómplice con una bolsa, de la que saca un par de bigotes blancos y un monóculo capaces de dar a la más corriente de las personas un sorprendente parecido con el coronel que vive en el número 80. O bien le planta la larga nariz y la calva cabeza que harán creer que se trata del mismísimo profesor Budger. No voy a imponerme la tarea de aclarar la cuestión. Solamente puedo decir que, cuando yo era agente electoral, la tarjetita me prohibía, con la mayor seriedad y autoridad, inducir a nadie a hacerse pasar por elector: y con la mano en el pecho afirmo que nunca lo hice.
La tercera prohibición que figuraba en la tarjetita me parecía a mí que, interpretada literalmente, minaba los fundamentos mismos de nuestro sistema político. Decía que «no debíamos dirigir al elector ningún tipo de amenazas». Es indudable que se refería a las amenazas de carácter personal e ilegítimo, como en el caso de que un candidato con dinero amenace con subir todos los alquileres o erigirse una estatura a sí mismo. Pero tal como está expresada, parece abarcar también esas amenazas generales de desastre para toda la comunidad que son el principal argumento del debate político. Cuando un agente electoral dice que si el candidato de la oposición gana será la ruina del país, está haciendo al elector amenazas muy claras. Cuando el librecambista dice que si se aplican aranceles los ciudadanos de Brompton o Bayswater caminarán a gatas comiendo hierba, está amenazándolos. Cuando el partidario de la reforma arancelaria dice que si el librecambio dura un año más la catedral de Saint Paul será una ruina y Ludgate Hill quedará más despoblada que Stonehenge, también está amenazando. ¿Y qué gracia tiene ser reformador arancelario si no se puede decir eso? ¿Qué sentido tiene ser político o parlamentario si no podemos decirle al pueblo que si el otro llega al poder, Inglaterra será invadida y esclavizada al instante, correrá la sangre Strand abajo y todas las damas inglesas serán arrastradas a los harenes? Pues todo esto son, al fin y al cabo, amenazas.
Es hoy opinión de la mayoría de las personas refinadas que se abusa de la práctica de pedir el voto. Del mismo modo es opinión de la mayoría de las personas refinadas (generalmente las mismas personas refinadas) que se abusa de la práctica de entrevistar a famosos. A mí me parece muy curioso que ese refinado mundo reserve toda su indignación para estas dos actividades, que comparativamente son inocentes y honradas. Hay mucha corrupción e hipocresía en nuestros políticos; casi lo más limpio que hay en ese sucio mundo es pedir el voto. Un hombre no tiene derecho a «comprar» un distrito electoral con enérgicas obras de caridad, prodigando parques y bibliotecas, abriendo vagas perspectivas de futura benevolencia; todo eso, que se hace impunemente, es soborno, ni más ni menos. Pero sí tiene derecho a pedirle educadamente a otro hombre libre que vote por él. Se puede pedir, dar o rechazar la información sin que ninguna de las dos partes pierda un ápice de dignidad, lo que no se puede decir de los parques. Lo mismo vale para el caso de las entrevistas. En un mundo en el que hay laberintos de hipocresía como es el periodismo, las entrevistas son lo más sencillo y sincero que hay. El agente electoral, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. Puede ser cargante, pero es casi lo más franco y limpio que puede hacer. Y el entrevistador, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. De nuevo puede ser cargante; pero de nuevo es casi lo más franco y limpio que puede haber. En cambio, el resto de las prácticas cínicas de nuestro periodismo, que son reales y sistemáticas, quedan impunes y aun pasan desapercibidas: los móviles económicos de la política, los carteles engañosos, la supresión de cartas de reclamación justas... Se pueden decir cosas sobre otros que son infames mentiras, pero se leen tranquilamente. En cambio, que alguien diga algo sobre sí mismo a un entrevistador parece imperdonablemente vulgar. El periódico puede dar una imagen falsa o mala de nosotros y no pasa nada; pero que nosotros demos nuestra propia imagen es de mal gusto. El gran error en ambos casos es que las personas refinadas critican la política y el periodismo por ser vulgares. Claro está que la política y el periodismo pueden ser vulgares. Pero eso no es lo peor que tienen. Hay tantas cosas malas en ambos que, por una vez, el que sean vulgares es lo mejor. Por lo menos es una vulgaridad ruidosa; el gran peligro es ese silencio que siempre envuelve la corrupción. La persuasión verbal en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional; lo absolutamente pernicioso es la persuasión callada.
Que la Cámara de los Comunes no dé cabida a todos los representantes es un excelente ejemplo de lo que llamamos anomalías de la Constitución inglesa, así como es un excelente ejemplo, creo yo, de lo altamente indeseables que dichas anomalías son. La mayoría de los ingleses dicen que no tiene importancia; no se avergüenzan de ser ilógicos; se enorgullecen de ser ilógicos. Lord Macaulay (típico inglés romántico, poético, racista) dijo que él no votaría por suprimir una anomalía que no constituyera también un agravio para alguien. Lo mismo dicen muchos otros románticos ingleses con igual firmeza. Se jactan de nuestras anomalías; se jactan de nuestra falta de lógica; dicen que eso demuestra lo muy prácticos que somos. Se equivocan de medio a medio. Lord Macaulay, en este asunto como en otros, se equivoca de medio a medio. Las anomalías son muy serias y hacen mucho daño; las abstracciones ilógicas son muy serias y hacen mucho daño. Y eso por una razón que cualquiera que tenga cierto conocimiento de la naturaleza humana puede entender. Todas las injusticias empiezan en la mente. Y la anomalías habitúan a la mente a lo irracional y a lo falso. Supongamos que por alguna ley prehistórica tengo poder para obligar a todos los habitante de Battersea a cabecear tres veces antes de levantarse de la cama. Los políticos prácticos dirán que este poder es una anomalía inofensiva; que no constituye ningún agravio. No perjudica a mis súbditos ni me beneficia a mí. Los ciudadanos de Battersea, dirán, podrían someterse a ello sin peligro. Pero los ciudadanos de Battersea no se someterían a ello sin peligro, por todo eso. Si durante cincuenta años los he obligado a mover la cabeza, con mucha mayor facilidad podría acabar cortándosela. Porque habrían inculcado en sus mentes la creencia de que mi poder fantástico e irracional era algo natural. Habrían vivido habituándose a la locura.
Y es que para que los hombres combatan la injusticia no solo es necesario que crean que la injusticia es desagradable; han de creer también que es absurda; han de creer que es sorprendente. Han de ser capaces de un asombro virgen. Esto explica el curioso hecho que debe de chocar a mucha gente cuando piensa en la relación entre filosofía y reforma. El hecho, quiero decir, de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Visto superficialmente, uno pensaría que el que se queja será el que reforme; que el que piensa que todo está mal será el que lo arregle todo. La experiencia histórica demuestra que ocurre lo contrario; que, curiosamente, son las personas que piensan que las cosas están bien como están las que en realidad las mejoran. El optimista Dickens reformó más cosas que el pesimista Gissing. Un hombre como Rousseau tiene una idea de la naturaleza humana de lo más halagüeña, pero trajo una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son desoladoras; pero es un conservador y desea que sigan igual. Un hombre como Godwin cree que en la vida hay que ser amables, pero es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que en la vida hay que ser crueles, pero es un tory. Los hombres que cambian las cosas empiezan siempre amando las cosas. Y la explicación del éxito del reformador optimista, del fracaso del reformador pesimista, es, después de todo, muy sencilla: el optimista ve lo malo no solo con indignación, sino también con asombro. Cuando el pesimista ve una iniquidad, piensa que no es sino una iniquidad más de la existencia. Los tribunales de justicia no tienen remedio... como la humanidad. La Inquisición es abominable... como el universo. En cambio, el optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, que lo impulsa a la acción. Lo injusto puede enfadar al pesimista, pero solo sorprenderá al optimista.
El mismo efecto producen las anomalías en una mente lógica. El pesimista reacciona ante lo malo (como Lord Macaulay) únicamente si constituye un agravio. El optimista reacciona también porque es anómalo, porque contradice su idea de cómo han de funcionar las cosas. Y no carece de importancia, sino, muy al contrario, tiene la máxima importancia, el que las cosas, en política y en todo, sean lúcidas, explicables y defendibles. Cuando uno se acostumbra a lo irracional, la injusticia deja pronto de sorprenderlo. Cuando uno se familiariza con lo anómalo, puede ver hasta qué punto es un agravio, hasta qué punto es grave; pero pronto deja de ver hasta qué punto es extraño. Pongamos el ejemplo mencionado más arriba, aunque solo sea porque es excelente, esto es, el de los escaños, o más bien la falta de escaños, de la Cámara de los Comunes. Puede que sea verdad que ni en las mejores condiciones podrían estar todos los miembros. Puede que la asistencia plena nunca se dé. Pero ¿quién sabe en qué medida ha influido en dejar a miembros fuera esa tranquila asunción de que se quedarían fuera? ¿Cómo podemos esperar de nadie que contribuya a la plena asistencia si sabe que en realidad está prohibida? ¿Cómo pueden los hombres que forman la Cámara hacer su deber sensatamente cuando los hombres que la construyeron no hicieron el suyo también sensatamente? Si la trompeta emite un sonido dudoso, ¿quién se preparará para la batalla? ¿Y qué pasa si la trompeta dice: «Te ordeno, por tu amor al rey y a la patria, que asistas al consejo; pero sé que no podrás»?

jueves, 6 de mayo de 2010

Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON

Correr tras el sombrero-G.K.CHESTERTON

Título original: «On running after one’s hat»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Siento casi una envidia rabiosa al oír que Londres se ha inundado en mi ausencia, estando yo en el campo. Tengo entendido que Battersea, mi barrio, ha sido especialmente favorecido por las aguas. Si Battersea ya era, huelga decirlo, la más bonita de las localidades, ahora que goza del adicional esplendor de los grandes mantos de agua, mi romántica ciudad debe de resultar un paisaje (una marina) incomparable. Battersea debe de ser una visión de Venecia. La barca que transporta la carne del matadero debe de haber surcado aquellas calles de ondeante plata con la rara suavidad de una góndola. El verdulero que lleva coles a la esquina de Latchmere Road debe de haberse inclinado sobre el remo con la gracia sobrenatural de un gondolero. No hay nada tan poético como una isla; y cuando un barrio se inunda se convierte en un archipiélago.
Algunos reputan esta romántica contemplación de inundaciones o incendios algo falta de realismo. Pero en realidad esta contemplación romántica de tales fenómenos es tan pragmática como cualquier otra. El optimista que ve en ellos una ocasión de disfrutar es tan lógico y mucho más sensato que el «indignado contribuyente» que ve una ocasión de quejarse. El verdadero dolor, el de ser quemado en la hoguera o el de muelas, por ejemplo, es algo real; podemos soportarlo pero difícilmente disfrutarlo. Aunque, después de todo, las muelas no suelen dolernos y, en cuanto a ser quemados en la hoguera, es cosa que nos ocurre muy de tarde en tarde. La mayoría de las circunstancias que hacen a los hombres maldecir y a las mujeres llorar son circunstancias sentimentales o imaginarias, cosas puramente mentales. Por ejemplo, a menudo oímos a personas adultas quejarse de tener que esperar un tren yendo y viniendo por la estación. ¿Se ha quejado alguna vez un niño de tener que esperar un tren yendo y viniendo por una estación? No; porque para él una estación es como una caverna llena de maravillas y un palacio lleno de poéticos placeres. Porque para él la luz roja y la luz verde de la señal son como un nuevo sol y una nueva luna. Porque para él el travesaño que cae de pronto es como el bastón del rey que da la señal para que comience un estrepitoso torneo de trenes. Yo mismo tengo hábitos infantiles en estas cosas. También valen para quienes simplemente están quietos y esperan el tren de las dos quince. Sus meditaciones pueden ser muy ricas y fructíferas. Muchas de mis más inspiradas horas las he pasado en Clapham Junction, que ahora estará, supongo, bajo agua. Muchas veces he estado allí de un ánimo tan místico y absorto que el agua podría haberme llegado a la cintura sin darme plena cuenta de ello. Pero en el caso de todas estas molestias, como he dicho, todo depende de nuestro estado emocional. Podemos tranquilamente aplicar el mismo criterio a casi todos los comúnmente considerados típicos fastidios de la vida diaria.
Por ejemplo, se tiene la impresión de que correr tras el sombrero es algo feo. ¿Por qué había de ser feo para una mente piadosa y cabal? No simplemente por tener que correr, que cansa. Corremos más veloces en juegos y deportes. Corremos más impetuosamente tras una insignificante pelota de cuero que tras un lindo sombrero de seda. Pensamos que correr tras el sombrero es humillante; y cuando decimos que es humillante, queremos decir que es cómico. Ciertamente lo es; pero el hombre es una criatura harto cómica, y muchas de las cosas que hace son cómicas, comer, verbigracia. Y lo más cómico de todo es precisamente aquello que más merece la pena hacer, como el amor. Correr tras un sombrero no es ni la mitad de ridículo que correr tras una esposa.
Pues bien: si supiéramos tomárnoslo bien, podríamos correr tras el sombrero con el más viril de los ardores y el más sublime de los júbilos. Podríamos considerarnos joviales cazadores persiguiendo un animal salvaje, pues ningún animal puede ser más salvaje. De hecho, me inclino a creer que la caza del sombrero en días de viento será el deporte de las clases altas en el futuro. Habrá encuentros de damas y caballeros en cotas altas en mañanas de fuerte viento y se les dirá que el personal de marras ha soltado un sombrero en tal o cual matorral, o como técnicamente se llame. Obsérvese que esta práctica aunará en sumo grado lo deportivo con lo humanitario. Los cazadores sabrán que no están infligiendo dolor. Mejor dicho, sabrán que están proporcionando placer, un placer intenso, casi salvaje, a las personas que los estén viendo. Hace poco vi en Hyde Park a un anciano señor correr tras su sombrero y le dije que un pecho tan bondadoso como el suyo debía sentirse henchido de paz y gratitud al pensar cuánto placer sincero estaban dando en aquel momento a la multitud sus gestos y movimientos corporales.
El mismo principio puede aplicarse a todos los demás cuidados típicos de la vida diaria. Solemos creer que sacar una mosca de la leche o un trocito de corcho del vaso de vino es motivo bastante para irritarnos. Pensemos por un momento en la paciencia de esos pescadores que se sientan al borde de oscuros estanques, y veremos como nos invade el alma un sentimiento de paz y gratitud. También he conocido a gente de mentalidad muy moderna que, llevada de la angustia, usaba términos teológicos a los que no conceden significado doctrinal alguno, simplemente porque un cajón se había atrancado y no podían abrirlo. Un amigo mío sufría especialmente por esto. Todos los días se le atrancaba el cajón, y en consecuencia todos los días soltaba por aquella boca. Yo le hice notar que esa sensación de agravio era subjetiva y relativa; que descansaba enteramente sobre la premisa de que el cajón podía y debía abrirse fácilmente. «Pero», añadí, «si te imaginas luchando contra algún enemigo poderoso y opresivo, la cosa te resultará emocionante en lugar de exasperante. Figúrate que estás en el mar tirando de un bote salvavidas. Figúrate que estás sacando a un compañero de la grieta de un glaciar alpino. Figúrate que has vuelto a tu niñez y estás halando de la cuerda en una competición entre franceses e ingleses.» Al poco de decirle esto me despedí; pero no dudo de que mis palabras dieron el mejor fruto. No dudo de que todos los días de su vida mi amigo se agarra al tirador de ese cajón con el rostro y los ojos inflamados en ardor guerrero, y se da voces de ánimo y se figura oyendo en torno el clamor y los aplausos de un público.
No pienso, pues, que sea completamente absurdo o increíble suponer que también las inundaciones de Londres pueden ser vistas y disfrutadas de una manera poética. Parece que no han causado nada más que molestias; y las molestias, como he dicho, son solo un aspecto, el aspecto menos imaginativo y más accidental de unas circunstancias realmente románticas. Una aventura no es más que una molestia bien considerada. Una molestia no es más que una aventura mal considerada. Si acaso, las aguas que rodean las casas y comercios de Londres no han hecho sino aumentar el hechizo y la maravilla que ya tenían. Pues, así como el sacerdote católico romano del chiste dijo: «El vino va bien con todo menos con agua», así nosotros podemos decir: «El agua va bien con todo menos con vino».