sábado, 24 de abril de 2010

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Robert Louis Stevenson-G.K.CHESTERTON

Título original: «Robert Louis Stevenson», en Twelve Types


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



Una reciente circunstancia ha acabado de convencernos de que Stevenson era, como sospechábamos, un gran hombre. Ya sabíamos, por los últimos libros reseñados, por el desdén que le demuestran Ephemera Critica y el señor George Moore,° que Stevenson cumplía el primer requisito esencial del hombre grande: el de no ser entendido por sus detractores. Pero el libro que acaba de publicar la editorial Chatto & Windus con la misma encuadernación que las obras de Stevenson, Robert Louis Stevenson, del señor H. Bellyse Baildon, nos entera además de que cumple también el otro requisito esencial: el de no ser entendido por sus admiradores. El señor Baildon tiene muchas cosas interesantes que decirnos acerca de Stevenson, al que conoció en la universidad. Y su crítica no carece en absoluto de valor. La que dedica a su teatro, sobre todo a Beau Austin,° es muy sesuda y acertada. Pero resulta sumamente curioso, y más que demostrativo de esa inasible característica que, como decimos, es propia de los grandes hombres, que este estudioso y admirador de Stevenson pueda enumerar y clasificar todas las obras del maestro, así como repartir elogios y censuras con determinación y aun severidad, sin pensar un momento en los principios éticos y artísticos que en nuestra opinión Stevenson se esforzó ímprobamente por expresar.
El señor Baildon, por ejemplo, habla en todo momento del «pesimismo» de Stevenson; curiosa acusación contra el hombre que, más que ningún artista moderno, ha hecho que nos avergoncemos de sentir vergüenza de la vida. Lamenta, por ejemplo, que en El señor de Ballantrae y en El doctor Jekyll y míster Hyde, el mal triunfe sobre el bien. Pero si hubo algo en lo que Stevenson insistió siempre y con pasión, fue en que debemos querer el bien por su propio valor y belleza, sin preocuparnos de victorias ni de derrotas. «Emprendamos lo que emprendamos», dijo, «nada nos dice que lo logremos.» Que el curso de los astros se oponen a la virtud, que la humanidad es por naturaleza una empresa desesperada, fue el mensaje que toda su obra transmite al hombre valeroso. La historia de Henry Durie es harto funesta, mas ¿puede nadie pararse ante la tumba de este borrachín monomaníaco sin sentir respeto por él? Es extraño que los hombres encontremos sublime inspiración en las ruinas de una vieja iglesia y no en las de un hombre.
El señor Baildon piensa las cosas más peregrinas sobre los relatos de Stevenson en que hay muertes y saqueos; cree que demuestran que Stevenson tenía, por usar su misma expresión, una especie de «manía homicida». Stevenson, dice, «llega poco más o menos a la paradoja de que casi lo mejor que puede hacer uno es matar». Por lo mismo podría decirse que Conan Doyle se complace en cometer inexplicables crímenes, Clark Russell es un notorio pirata y Wilkie Collins cree que casi lo mejor que puede hacer uno es robar diamantes y falsificar partidas de matrimonio. Pero no es el señor Baildon el único que cae en este error: poca gente ha entendido en su justo sentido esta fascinación de Stevenson por la violencia y la sangre. Stevenson fue fundamentalmente el bravo colegial que dibuja esqueletos y horcas en su gramática latina. No se recreaba en la muerte, sino en la vida, en toda acción fuerte y enérgica de la vida, aunque fuera la de matar.
Supongamos que un hombre lanza un cuchillo contra otro y lo deja clavado a la pared. Está claro que hay dos modos de ver esta acción. Uno es el punto de vista del hombre clavado, el punto de vista trágico y moral, que Stevenson demuestra comprender en historias como El señor de Ballantrae yEl Weir de Hermiston. El otro punto de vista es el que ve en ese acto una explosión de vitalidad física, como el de romper una roca de un martillazo o franquear una entrada cerrada con barrotes. Este es el punto de vista de la fantasía y la aventura, y el alma de La isla del tesoro y de The Wrecker. No es, insisto, que Stevenson amara menos a los hombres; es que amaba más las pistolas y las porras. En el ávido universalismo de su alma, sentía un verdadero amor por los seres inanimados, un amor como no se conocía desde san Francisco, que llamaba hermano al sol y a la fuente hermana. Sentimos que amaba de verdad la muleta que Silver lanza al aire en el ocaso, el cofre que Billy Bones deja en la posada del Admiral Benbow, el cuchillo que Wicks clava en la mesa traspasándose la mano. Siempre hay en su obra una especie de tajante angulosidad que nos recuerda que le gustaba cortar madera con un hacha.
Pero esta poesía profundamente arraigada de la vista y del tacto no puede verla el nuevo biógrafo de Stevenson. Le imputa como crímenes cosas que Stevenson quiso que fueran objetos. De esa grandiosa orgía de horror que es «El ángel destructor», en El dinamitero, dice que es «muy fantástica y nos resulta difícilmente creíble». Es más o menos como tildar de «poco convincentes» los viajes del barón Munchausen. Toda la historia de El dinamitero es una especie de pesadilla humorística, e incluso la de «El ángel destructor» no parece sino una extravagante mentira impulsiva. Es un sueño dentro de un sueño, y reprocharle que es inverosímil es como reprocharle al cielo ser azul. Esta rica y romántica ironía de las historias londinenses de Stevenson es la que el señor Baildon, bien por haber leído deprisa, bien por tener otros gustos, no puede comprender. Dice, por ejemplo, que el príncipe Florizel de Bohemia, ese prodigioso monumento de humor, «pese a la evidente admiración que su creador le profesa, a mí me resulta una presencia bastante irritante». Lo que casi nos lleva a creer (mal que nos pese) que el señor Baildon piensa que hay que tomarse en serio al príncipe Florizel, como si fuera una persona real. Declaramos que el príncipe Florizel casi es nuestro personaje de ficción predilecto, pero nos apresuramos a añadir que si nos lo encontrásemos en la vida real, lo mataríamos.
Lo cierto es que las virtudes espirituales e intelectuales de Stevenson se han visto parcialmente frustradas por una virtud adicional: su gran destreza artística. Si, como Walt Whitman, hubiera garabateado su mensaje en una pared, este nos habría escandalizado como una blasfemia. Pero escribió sus atolondradas paradojas con mano tan correcta y fluida que todos creímos que los sentimientos también eran correctos. Su polifacetismo lo perjudicaba, no porque no hiciera bastante bien cada faceta, como erróneamente se ha dicho, sino por hacerlas todas demasiado bien. Sus disfraces de niño, cockney, pirata o puritano eran tan logrados que casi nadie vio al mismo hombre bajo todos ellos. No es justo que llamemos «admirable Crichton» a un hombre porque sepa tocar el violín, dar consejos jurídicos y limpiar botas, y en cambio lo consideremos un violinista, un jurista y un limpiabotas normales y corrientes porque en cada una de estas tres actividades sea muy bueno.° Esto es lo que nos ocurre con Stevenson. Si El doctor Jekyll,El señor de Ballantrae, The Child’s Garden of Verses yAcross the Plains hubieran sido un poquito menos perfectos de lo que son, todos habríamos visto que formaban parte del mismo mensaje; pero obrando el maravilloso milagro de estar en cinco sitios a la vez, Stevenson nos convenció a todos de que era cinco personas. Sin embargo, su mensaje es tan sencillo como el de Mahoma, tan moral como el de Dante, tan confidencial como el de Whitman y tan práctico como el de James Watt.°
El denominador común de la variada obra de Stevenson es la idea de que la fantasía, o la visión de las posibilidades de las cosas, es mucho más importante que los simples hechos: que aquella es el alma de nuestra vida, y estos son el cuerpo, y que lo que vale es el alma. El germen de todas sus historias es la creencia de que todo paisaje o escenario tiene un alma, y que esa alma es una historia. Viendo un desmedrado huerto con un muro derruido, podemos conocer el simple hecho de que nadie salvo una vieja cocinera ha pasado por él. Pero todo existe en el alma humana: ese huerto crece en nuestra mente y se convierte en el santuario y teatro de la rara existencia de una chica, un poeta andrajoso o un granjero loco. Para Stevenson, las ideas son hechos: las aventuras que imaginamos son las aventuras que vivimos. Pensar en una vaca con alas es esencialmente haber visto una vaca con alas. Y esta es la razón de la gran variedad de su obra: él tiene que contar una historia tan rica como un rojo crepúsculo, otra tan gris como un antiguo monolito: porque la historia es el alma, o más bien el significado, de la visión real. Es sumamente impropio juzgar al Contador de Historias (como lo llamaban los samoanos) por cada uno de los relatos que escribió, como podemos juzgar al señor George Moore por Esther Waters.°Esos relatos no son sino las dos o tres aventuras de su alma que llegó a contar. Y murió con miles más en su corazón.

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