jueves, 13 de mayo de 2010

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Los "cockneys" y su humor-G.K.CHESTERTON

Título original: «Cockneys and their jokes»,en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/


Un escritor del Yorkshire Evening Post está enfadadísimo conmigo por lo que escribo en esta columna. Su reproche reza literalmente: «El señor G.K. Chesterton no es un humorista: ni siquiera es un humorista cockney». No me importa que diga que no soy un humorista –en lo que, a decir verdad, tiene razón–, pero me molesta que diga que no soy cockney.° Admito que la envenenada flecha da en el blanco. Si un escritor francés dijera de mí: «No es un metafísico: ni siquiera es un metafísico inglés», podría tolerar que insulte mi metafísica, pero no que insulte a mi patria. No afirmo, pues, que soy un humorista, pero sí insisto en que soy cockney. Si fuera un humorista, sería desde luego un humorista cockney; si fuera un santo, sería desde luego un santo cockney. No enumeraré el magnífico catálogo de santos cockneys que han escrito su nombre en las iglesias de nuestra noble y vetusta ciudad. No importunaré al lector con la larga lista de humoristas cockneys que han pagado sus cuentas (o dejado de pagarlas) en las tabernas de nuestra noble y vetusta ciudad. Podemos llorar la pena del pobre ciudadano de Yorkshire, cuyo condado no ha producido jamás ningún humor que no sea inteligible para el resto del mundo. Y podemos sonreír cuando dice de alguien que «ni siquiera» es un humorista cockney, como Samuel Johnson o Charles Lamb. Es de sobra evidente que el mejor humor de nuestra lengua es humor cockney. Chaucer era cockney; vivía cerca de la Abadía. Dickens era cockney; decía que no podía pensar sin las calles de Londres. En las tabernas de Londres se oyeron siempre las más originales y sabrosas conversaciones, las de Ben Johnson en el Mermaid o las de Sam Johnson en el Cock. Incluso en nuestros días puede observarse que el humor más vivo y genuino sigue escribiéndose en Londres. Así la amable y humana ironía que caracteriza los estudios del señor Pett Ridge de nuestras grises callecitas. Así el sencillo pero estupendo humor de los mejores relatos del señor W.W. Jacobs que describen la niebla y el centellear del Támesis. Sí; reconozco que no soy un humorista cockney; reconozco que no merezco serlo. Puede que algún día, después de vivir tristes y agotadoras vidas en el más allá, después de pasar por arduas y apocalípticas encarnaciones, en algún peregrino mundo allende las estrellas, llegue por fin a ser un humorista cockney. En ese paraíso potencial pasearé con los humoristas cockneys, si no como un igual, al menos como un camarada. Podré sentir por un momento en mi hombro la mano cordial de Dryden y recorrer los laberintos de la afable demencia de Lamb. Pero eso solamente podría ocurrir si yo fuera no solo más inteligente, sino también mucho mejor de lo que soy. Antes de llegar a esa esfera tendré que haber dejado atrás la esfera en la que moran los ángeles e incluso aquella reservada en exclusiva para los de Yorkshire.
Sí, aquí se ataca a Londres por su mejor cualidad. Londres es la más grande de las grandes ciudades modernas; es la más contaminada, la más sucia, la más sombría, la más miserable, si se quiere. Pero también es sin duda la más divertida. Se podrá alegar que es la más trágica; no por ello deja de ser la más cómica. En el peorísimo de los casos somos unos hipócritas del humor. Disimulamos nuestra pena con carcajadas estridentes. Se habla de los que ríen entre lágrimas; nosotros presumimos de ser los únicos que lloramos entre risas. Siempre tendremos ese gran orgullo, que es quizá el mayor orgullo que le es dado al ser humano. El gran orgullo, a saber, de que los más infelices de nuestros ciudadanos son también los que más ríen. El pobre puede olvidar este problema social que nosotros (los moderadamente ricos) nunca debemos olvidar. Bendito sean los pobres; pues son los únicos que no tienen siempre presentes a los pobres. El pobre honrado puede a veces olvidar la pobreza. El rico honrado nunca.
Creo firmemente en el valor de las ideas vulgares, sobre todo en el de los chistes vulgares. Quien oye un chiste vulgar puede tener la seguridad de que ha oído un concepto sutil y espiritual. Los hombres que inventan chistes ven algo profundo que no pueden expresar sino con algo tonto y rotundo. Ven algo delicado que solo pueden expresar con algo indelicado. Recuerdo que el señor Max Beerbohm (que tiene todos los méritos menos el de la democracia) probó a analizar los chistes que hacen gracia a la gente. Los clasificó en tres categorías: chistes sobre humillaciones físicas, chistes sobre cosas ajenas, como los extranjeros, y chistes sobre el queso podrido. El señor Max Beerbohm creyó entender los dos primeros tipos; pero yo no estoy tan seguro. Para entender el humor vulgar no basta con tener sentido del humor. Hay que ser también vulgar, como yo. En el primer caso está claro que no es el simple hecho de que algo salga malparado lo que nos hace reír (como espero que nos haga reír) cuando vemos a un primer ministro sentándose en su sombrero. Si así fuera, nos reiríamos siempre que viéramos un funeral. No reímos por el mero hecho de que algo caiga; nada hay risible en que caigan las hojas o en que el sol decline. No nos reímos cuando se nos derrumba la casa. Todas las aves del cielo podrían caernos alrededor cual perpetua granizada sin arrancarnos una sonrisa. Si nos preguntamos seriamente por qué reímos cuando vemos a un hombre caerse en la calle, descubriremos que la razón no es solo recóndita, sino últimamente religiosa. Todos los chistes sobre personas que se sientan en su sombrero son en el fondo chistes teológicos; tienen que ver con la doble naturaleza del hombre. Se refieren a la elemental paradoja de que el hombre es superior a todas las cosas y sin embargo está a merced de ellas.
Igual de sutil y espiritual es la idea que subyace a la risa motivada por lo extranjero. Tiene que ver con la casi torturadora verdad de algo que es y no es como uno mismo. Nadie ríe de lo que es completamente extraño; nadie ríe de una palmera. Pero sí hace gracia ver la familiar imagen de Dios disfrazada de francés con barba negra o de negro con tez oscura. Ninguna gracia tienen los sonidos enteramente inhumanos, el ulular de las fieras o del viento. Pero que un ser humano empiece a hablar como nosotros pero con sílabas diferentes nos hará mucha gracia si somos también seres humanos, aunque reprimamos las ganas de reír si somos bien educados.
El señor Max Beerbohm, recuerdo, asegura comprender las dos primeras formas de ingenio popular, pero dice que la tercera lo desconcierta. No puede ver qué tiene de gracioso el queso podrido. Se lo diré ahora mismo. No capta la idea porque es sutil y filosófica, y él buscaba algo tonto y superficial. El queso podrido da risa porque es (lo mismo que el extranjero o el hombre que se cae) un ejemplo típico del paso o trascendencia de un gran límite místico. El queso podrido simboliza la conversión de lo inorgánico en lo orgánico. Simboliza el maravilloso prodigio de la materia que cobra vida. Simboliza el origen de la vida misma. Y únicamente de cosas tan serias como el origen de la vida condesciende la democracia a reírse. De ahí, por ejemplo, los chistes democráticos sobre el matrimonio; porque el matrimonio es parte de la humanidad. En cambio, del amor libre jamás se dignará reír la democracia, porque el amor libre es simple mojigatería.
De hecho, se convendrá en que los chistes populares son falsos en la letra, pero verdaderos en el espíritu. Por decirlo paradójicamente, el chiste vulgar refleja la verdad pero no la realidad. Por ejemplo, no es verdad que las suegras sean insufribles y dominantes; la mayoría son abnegadas y serviciales. Todas las suegras que yo he tenido eran personas maravillosas. Y, sin embargo, la imagen que dan de ellas los periódicos satíricos es profundamente verdadera. Apunta al hecho de que es mucho más difícil ser una buena suegra que ser bueno en cualquier otra clase de relación humana. Las caricaturas pintan a la peor de las suegras como un monstruo, para decir que ser la mejor es muy difícil. Lo mismo vale para los clásicos chistes de esposas hurañas y maridos calzonazos. Son una gran exageración, pero una exageración de la verdad; por lo mismo que todo el moderno clamor sobre las mujeres oprimidas son exageraciones de una mentira. Si leemos incluso al mejor de los intelectuales de hoy, veremos que dice que en la masa democrática la mujer es una pertenencia de su señor, como el baño o la cama. Pero si leemos la literatura humorística de la democracia, veremos que el señor se esconde bajo la cama huyendo de la ira de su pertenencia. Esto no es la realidad, pero sí está mucho más cerca de la verdad. Todo hombre casado sabe de sobra no solo que no considera a su mujer una pertenencia, sino que ningún hombre puede verosímilmente haberlo hecho nunca. El chiste plasma una verdad última, una verdad sutil. Y que no es fácil de decir correctamente. Quizá lo más correctamente que se puede decir es declarando que incluso cuando mejor lleva puestos los calzones, sabe el hombre que es un calzonazos.
Pero los periódicos satíricos populares son tan sutiles y verdaderos que resultan hasta proféticos. Si de verdad queremos conocer el futuro de nuestra democracia, no leamos las profecías modernas, no leamos ni siquiera las utopías del señor Wells, aunque desde luego debemos leerlas si apreciamos a los hombres de bien y a los buenos ingleses. Si queremos saber lo que pasará con nuestra democracia, estudiemos las páginas de Snaps o dePatchy Bits como si fueran las negras tablas de los oráculos divinos. Pues, por humildes y groseras que sean, reflejan, y lo digo muy en serio, lo que no refleja ninguna de las utopías y conjeturas sociológicas actuales: las costumbres y deseos verdaderos de los ingleses. Si de verdad queremos saber qué acabará siendo la democracia, no lo sabremos leyendo la literatura que estudia al pueblo, sino la literatura que el pueblo estudia.
Pondré dos ejemplos al azar en los que se ve que el chiste común o cockney fue mucho más profético que las concienzudas observaciones del más sesudo observador. Cuando antes de las últimas elecciones generales estaba Inglaterra agitada por la cuestión de la mano de obra china, hubo una clara diferencia entre el tono de los políticos y el tono del pueblo. Los políticos que condenaban la mano de obra china se cuidaban muy bien de explicar que de ningún modo desaprobaban a los chinos mismos. Según ellos, era una cuestión de pura legalidad, de si ciertas cláusulas del contrato de aprendizaje eran compatibles con nuestras tradiciones constitucionales: según ellos, habría sido lo mismo si hubieran sido negros o ingleses. Todo parecía maravillosamente lúcido e ilustrado, y en comparación con ello, el humor popular resultaba, claro está, muy pobre. Pues el humor popular criticaba a los trabajadores chinos simplemente porque eran chinos; era un tipo de ataque a lo extraño, a lo extranjero; los periódicos populares hacían mil burlas de las coletas y las caras amarillas. Parecía que los políticos liberales se oponían a un dudoso documento del Estado, y que el pueblo radical simplemente se desternillaba con risa tonta de los chinos. Pero el instinto popular tenía razón, porque los vicios denunciados eran vicios chinos.
El segundo ejemplo es más amable y más a la moda. Los periódicos populares insistían en representar a la «nueva mujer sufragista» como una mujer fea, gorda, con gafas, mal vestida, y cayéndose casi siempre de una bicicleta. Hablando en puridad, no hay ni pizca de verdad en eso. Las líderes del movimiento por la emancipación de la mujer no son feas en absoluto, la mayoría son muy bien parecidas. Ni son tampoco indiferentes al arte del bien vestir; muchas de ellas son alarmantemente aficionadas a él. Pero el instinto popular no se equivocaba. Porque el instinto popular veía en ese movimiento, con o sin razón, un elemento de indiferencia a la dignidad de la mujer, de una novísima voluntad de las mujeres de ser grotescas. Esas mujeres desprecian realmente la mayestática condición de la mujer. Y en nuestras calles y en torno a nuestro parlamento hemos visto a la majestuosa mujer de arte y cultura convertirse en la risible mujer del Comic Bits. Y creamos o no justificable la exhibición, la profecía de los periódicos satíricos sí está justificada: las sanas y vulgares masas eran conscientes de que un enemigo oculto de nuestras tradiciones ha salido hoy a la luz, de que las escrituras podrían cumplirse. Pues lo que más odia en el mundo una persona sana es una mujer que no es digna y un hombre que lo es.

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