domingo, 9 de mayo de 2010

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON

El voto y la Cámara-G.K.CHETERTON


Título original: «The vote and the House»,
en All Things Considered


Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/



A muchos nos pedirán pronto el voto, supongo, y algunos hasta lo pediremos. Nada me inducirá a decir para qué partido lo pediré yo, aunque sí afirmo que será casualmente para el único partido por el que un patriota con elevados principios y espíritu cívico puede mostrar siquiera un momentáneo interés. Sobre la cuestión misma de pedir el voto, en cambio, sí creo que podemos opinar, pues es una cuestión imparcial. Las normas por las que debe regirse un agente electoral las conocerá bien todo aquel que alguna vez lo haya sido. Figuran impresas en la tarjetita que lleva consigo y pierde. Una de esas normas creo que le prohíbe convidar a los electores a comer o a beber. Por muy hospitalario que se sienta con ellos en sus casas, jamás debe llevarles de almorzar. No debe sacar chuletas de ternera del bolsillo del frac, ni esconder en su persona huevos escalfados, ni extraer patatas asadas del sombrero como si fuera una especie de prestidigitador. En suma, el agente electoral no debe alimentar al elector de ninguna de las maneras. Si a este le está permitido alimentar a aquel, invitarlo a chuletas de ternera y a patatas asadas, es un artículo de ley sobre el que nunca he podido informarme. Cuando yo pedía el voto a un señor, me sentía a veces tentado de preguntarle si sabía de alguna norma que le impidiese invitarme a comer o a beber; pero era una pregunta delicada. Su actitud parecía a veces darme a entender que dudaba si me habría invitado, aunque hubiera podido. Pero seguro que hay electores a los que interesa saber si existe alguna ley que les prohíba sobornar a un agente electoral. Podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda norma que figuraba impresa en la tarjetita vedaba al agente inducir a nadie a hacerse pasar por elector. Ignoro lo que significa. Que sea vestirse como un elector medio parece algo vago. Por lo que yo sé, no hay ningún uniforme con chaleco cívico y bigote patriótico claramente reconocible. Esto sería como lo que hizo un amigo mío rico, que fue a un baile de disfraces disfrazado de caballero. O quizá se refiere a la práctica de hacerse pasar por un elector en concreto. El agente penetra sigilosamente en la casa de su cómplice con una bolsa, de la que saca un par de bigotes blancos y un monóculo capaces de dar a la más corriente de las personas un sorprendente parecido con el coronel que vive en el número 80. O bien le planta la larga nariz y la calva cabeza que harán creer que se trata del mismísimo profesor Budger. No voy a imponerme la tarea de aclarar la cuestión. Solamente puedo decir que, cuando yo era agente electoral, la tarjetita me prohibía, con la mayor seriedad y autoridad, inducir a nadie a hacerse pasar por elector: y con la mano en el pecho afirmo que nunca lo hice.
La tercera prohibición que figuraba en la tarjetita me parecía a mí que, interpretada literalmente, minaba los fundamentos mismos de nuestro sistema político. Decía que «no debíamos dirigir al elector ningún tipo de amenazas». Es indudable que se refería a las amenazas de carácter personal e ilegítimo, como en el caso de que un candidato con dinero amenace con subir todos los alquileres o erigirse una estatura a sí mismo. Pero tal como está expresada, parece abarcar también esas amenazas generales de desastre para toda la comunidad que son el principal argumento del debate político. Cuando un agente electoral dice que si el candidato de la oposición gana será la ruina del país, está haciendo al elector amenazas muy claras. Cuando el librecambista dice que si se aplican aranceles los ciudadanos de Brompton o Bayswater caminarán a gatas comiendo hierba, está amenazándolos. Cuando el partidario de la reforma arancelaria dice que si el librecambio dura un año más la catedral de Saint Paul será una ruina y Ludgate Hill quedará más despoblada que Stonehenge, también está amenazando. ¿Y qué gracia tiene ser reformador arancelario si no se puede decir eso? ¿Qué sentido tiene ser político o parlamentario si no podemos decirle al pueblo que si el otro llega al poder, Inglaterra será invadida y esclavizada al instante, correrá la sangre Strand abajo y todas las damas inglesas serán arrastradas a los harenes? Pues todo esto son, al fin y al cabo, amenazas.
Es hoy opinión de la mayoría de las personas refinadas que se abusa de la práctica de pedir el voto. Del mismo modo es opinión de la mayoría de las personas refinadas (generalmente las mismas personas refinadas) que se abusa de la práctica de entrevistar a famosos. A mí me parece muy curioso que ese refinado mundo reserve toda su indignación para estas dos actividades, que comparativamente son inocentes y honradas. Hay mucha corrupción e hipocresía en nuestros políticos; casi lo más limpio que hay en ese sucio mundo es pedir el voto. Un hombre no tiene derecho a «comprar» un distrito electoral con enérgicas obras de caridad, prodigando parques y bibliotecas, abriendo vagas perspectivas de futura benevolencia; todo eso, que se hace impunemente, es soborno, ni más ni menos. Pero sí tiene derecho a pedirle educadamente a otro hombre libre que vote por él. Se puede pedir, dar o rechazar la información sin que ninguna de las dos partes pierda un ápice de dignidad, lo que no se puede decir de los parques. Lo mismo vale para el caso de las entrevistas. En un mundo en el que hay laberintos de hipocresía como es el periodismo, las entrevistas son lo más sencillo y sincero que hay. El agente electoral, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. Puede ser cargante, pero es casi lo más franco y limpio que puede hacer. Y el entrevistador, cuando quiere saber lo que opina una persona, va y se lo pregunta. De nuevo puede ser cargante; pero de nuevo es casi lo más franco y limpio que puede haber. En cambio, el resto de las prácticas cínicas de nuestro periodismo, que son reales y sistemáticas, quedan impunes y aun pasan desapercibidas: los móviles económicos de la política, los carteles engañosos, la supresión de cartas de reclamación justas... Se pueden decir cosas sobre otros que son infames mentiras, pero se leen tranquilamente. En cambio, que alguien diga algo sobre sí mismo a un entrevistador parece imperdonablemente vulgar. El periódico puede dar una imagen falsa o mala de nosotros y no pasa nada; pero que nosotros demos nuestra propia imagen es de mal gusto. El gran error en ambos casos es que las personas refinadas critican la política y el periodismo por ser vulgares. Claro está que la política y el periodismo pueden ser vulgares. Pero eso no es lo peor que tienen. Hay tantas cosas malas en ambos que, por una vez, el que sean vulgares es lo mejor. Por lo menos es una vulgaridad ruidosa; el gran peligro es ese silencio que siempre envuelve la corrupción. La persuasión verbal en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional; lo absolutamente pernicioso es la persuasión callada.
Que la Cámara de los Comunes no dé cabida a todos los representantes es un excelente ejemplo de lo que llamamos anomalías de la Constitución inglesa, así como es un excelente ejemplo, creo yo, de lo altamente indeseables que dichas anomalías son. La mayoría de los ingleses dicen que no tiene importancia; no se avergüenzan de ser ilógicos; se enorgullecen de ser ilógicos. Lord Macaulay (típico inglés romántico, poético, racista) dijo que él no votaría por suprimir una anomalía que no constituyera también un agravio para alguien. Lo mismo dicen muchos otros románticos ingleses con igual firmeza. Se jactan de nuestras anomalías; se jactan de nuestra falta de lógica; dicen que eso demuestra lo muy prácticos que somos. Se equivocan de medio a medio. Lord Macaulay, en este asunto como en otros, se equivoca de medio a medio. Las anomalías son muy serias y hacen mucho daño; las abstracciones ilógicas son muy serias y hacen mucho daño. Y eso por una razón que cualquiera que tenga cierto conocimiento de la naturaleza humana puede entender. Todas las injusticias empiezan en la mente. Y la anomalías habitúan a la mente a lo irracional y a lo falso. Supongamos que por alguna ley prehistórica tengo poder para obligar a todos los habitante de Battersea a cabecear tres veces antes de levantarse de la cama. Los políticos prácticos dirán que este poder es una anomalía inofensiva; que no constituye ningún agravio. No perjudica a mis súbditos ni me beneficia a mí. Los ciudadanos de Battersea, dirán, podrían someterse a ello sin peligro. Pero los ciudadanos de Battersea no se someterían a ello sin peligro, por todo eso. Si durante cincuenta años los he obligado a mover la cabeza, con mucha mayor facilidad podría acabar cortándosela. Porque habrían inculcado en sus mentes la creencia de que mi poder fantástico e irracional era algo natural. Habrían vivido habituándose a la locura.
Y es que para que los hombres combatan la injusticia no solo es necesario que crean que la injusticia es desagradable; han de creer también que es absurda; han de creer que es sorprendente. Han de ser capaces de un asombro virgen. Esto explica el curioso hecho que debe de chocar a mucha gente cuando piensa en la relación entre filosofía y reforma. El hecho, quiero decir, de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Visto superficialmente, uno pensaría que el que se queja será el que reforme; que el que piensa que todo está mal será el que lo arregle todo. La experiencia histórica demuestra que ocurre lo contrario; que, curiosamente, son las personas que piensan que las cosas están bien como están las que en realidad las mejoran. El optimista Dickens reformó más cosas que el pesimista Gissing. Un hombre como Rousseau tiene una idea de la naturaleza humana de lo más halagüeña, pero trajo una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son desoladoras; pero es un conservador y desea que sigan igual. Un hombre como Godwin cree que en la vida hay que ser amables, pero es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que en la vida hay que ser crueles, pero es un tory. Los hombres que cambian las cosas empiezan siempre amando las cosas. Y la explicación del éxito del reformador optimista, del fracaso del reformador pesimista, es, después de todo, muy sencilla: el optimista ve lo malo no solo con indignación, sino también con asombro. Cuando el pesimista ve una iniquidad, piensa que no es sino una iniquidad más de la existencia. Los tribunales de justicia no tienen remedio... como la humanidad. La Inquisición es abominable... como el universo. En cambio, el optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, que lo impulsa a la acción. Lo injusto puede enfadar al pesimista, pero solo sorprenderá al optimista.
El mismo efecto producen las anomalías en una mente lógica. El pesimista reacciona ante lo malo (como Lord Macaulay) únicamente si constituye un agravio. El optimista reacciona también porque es anómalo, porque contradice su idea de cómo han de funcionar las cosas. Y no carece de importancia, sino, muy al contrario, tiene la máxima importancia, el que las cosas, en política y en todo, sean lúcidas, explicables y defendibles. Cuando uno se acostumbra a lo irracional, la injusticia deja pronto de sorprenderlo. Cuando uno se familiariza con lo anómalo, puede ver hasta qué punto es un agravio, hasta qué punto es grave; pero pronto deja de ver hasta qué punto es extraño. Pongamos el ejemplo mencionado más arriba, aunque solo sea porque es excelente, esto es, el de los escaños, o más bien la falta de escaños, de la Cámara de los Comunes. Puede que sea verdad que ni en las mejores condiciones podrían estar todos los miembros. Puede que la asistencia plena nunca se dé. Pero ¿quién sabe en qué medida ha influido en dejar a miembros fuera esa tranquila asunción de que se quedarían fuera? ¿Cómo podemos esperar de nadie que contribuya a la plena asistencia si sabe que en realidad está prohibida? ¿Cómo pueden los hombres que forman la Cámara hacer su deber sensatamente cuando los hombres que la construyeron no hicieron el suyo también sensatamente? Si la trompeta emite un sonido dudoso, ¿quién se preparará para la batalla? ¿Y qué pasa si la trompeta dice: «Te ordeno, por tu amor al rey y a la patria, que asistas al consejo; pero sé que no podrás»?

5 comentarios:

  1. Chesterton tenía un día especialmente lúcido cuando escribió esto. Fantástico.

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  2. jejeje la verdad que todos los días estaba especialmente lucido. jeje Muchas gracias por comentar. Se agradece difusión.

    Un abrazo desde Arg.

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  3. Hola, Fides et Ratio.

    Estaré encantado de difundir su blog. Voy a agragarlo a la lista de los blogs que visito. Les doy la enhorabuena por divulgar los ensayos de Chesterton, siempre interesantes.

    Un fuerte abrazo

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  4. Caballero,

    He citado un fragmento de este texto, indicando la fuente, por supuesto; espero que no le moleste, pues me gustaría poderlo seguir haciendo en futuras ocasiones. Un saludo.

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  5. Para nada señor, esto no le pertenece a nadie, solo a Chesterton y a la cultura. Un abrazo

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