jueves, 6 de diciembre de 2012

El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON

El optimismo de Byron- G.K. CHESTERTON Título original: «The optimism of Byron», en Twelve Types Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraída de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ Todo se opone a que comprendamos el espíritu y la época de Byron. La época que ha pasado nos parece lo que un sueño cuando despertamos por la mañana: algo increíble que pasó hace siglos. El mundo de Byron se nos antoja triste y desvaído, extraño e inhumano, un mundo en el que los hombres eran románticos con patillas, las mujeres parecían vivir bajo pérgolas y las mismas palabras sonaban teatrales. La poesía de esa época abunda en rosas y ruiseñores con la elegancia monótona de un motivo de papel pintado. Es como una gran fiesta de muertos vivientes, con trajes espléndidos y cara de bobos. Ahora bien, cuanto más detenidamente examinamos una época, menos tendemos a tacharla de «artificial». Nada ha sido nunca artificial. De muchas costumbres, de muchas maneras de vestir, de muchas obras de arte decimos que son artificiales porque parecen amaneradas y vanas, como si la vanidad no fuera un sentimiento profundo y elemental, como el amor, el odio, el miedo a la muerte. Hay vanidad en los desiertos penumbrosos, en el ermitaño y en las alimañas que se arrastran a su alrededor. La vanidad puede ser buena o mala, pero nunca es artificial: es una voz que viene del abismo. Sin embargo, es curioso –y muy importante a la hora de juzgar hoy la figura de Byron– que lo que no nos es familiar, lo que es fruto de una época o una mentalidad remotas, nos parezca, no salvaje o terrible, sino sencillamente artificial. Se me ocurren muchos ejemplos. Uno muy claro son las plantas y las aves tropicales. No pensamos que esas floraciones lujuriantes y monstruosas que vemos en las selvas ecuatoriales sean estallidos de la naturaleza, reventones mudos de su terrible poder. Nos cuesta creer que no sean flores de cera sacadas de vitrinas. No pensamos que esas aves tropicales que consisten en cuerpecillos diminutos pegados a picos gigantescos sean fenómenos engendrados por la feroz ironía de la Creación. Casi creemos que son juguetes infantiles que alguien ha tallado y coloreado. Pues lo mismo acontece con esa gran convulsión de la naturaleza que conocemos con el nombre de byronismo. No pensamos que es un volcán hoy extinto, sino el palo caído de un cohete. No pensamos que son las cenizas de un fuego natural, sino artificial. Pero Byron y el byronismo fueron algo inconmensurablemente más grande que nada de lo que esas palabras representan: su valor y su significado real ni siquiera se han entendido bien. El primer error que se comete con Byron es considerarlo un pesimista. Cierto es que él mismo se tenía por tal, pero poco y mal conocerá un crítico a Byron si no tiene en cuenta que él se conocía menos de lo que ningún hombre inteligente se conoció jamás. El pesimismo supuesto de Byron merece más estudio que el pesimismo real de nadie. Peculiaridad constante de este curioso mundo nuestro es que casi todas las cosas que en él hay han sido ensalzadas entusiásticamente, y siempre en detrimento de todas las demás. De casi todos los fenómenos del universo se ha dicho sucesivamente que son capaces por sí solos de hacer que la vida merezca la pena. Los libros, el amor, los negocios, la religión, el alcohol, la verdad abstracta, las emociones de la vida privada y de la vida sencilla, el misticismo, el trabajo duro, la vida cerca de la naturaleza y la vida cerca de Belgrave Square, de todas estas cosas ha dicho alguien con pasión que son tan buenas que redimen el mal del mundo, el cual sin ellas sería insoportable. De esta manera, al tiempo que se condena el mundo en general, se lo justifica y aun se lo enaltece detalle a detalle. La existencia la han elogiado y absuelto todo un coro de pesimistas, que se han repartido ingeniosamente, como en otros tiempos, la tarea de dar gracias a Dios: Schopenhauer, especie de bibliotecario en la casa del Señor, loa los austeros goces de la mente; Carlyle, el administrador e intendente, encomia la vida y las labores del campo; Omar Khayyam, que se ha instalado en el sótano, jura que es la única estancia de la casa. Incluso el más sombrío de los artistas pesimistas disfruta de su arte, y la satisfacción que siente por haber dado remate a alguna virulenta e implacable invectiva contra la Creación no hace sino sumarse al coro de la gratitud universal, junto con la fragancia de la flor silvestre y el trino de los pájaros. Pues bien, la inmensa popularidad de que gozó Byron, en la medida en que puede explicarse con palabras, se fundó en su pesimismo. Lo adoraba muchísima gente, casi todos aquellos a los que la mayoría de la gente despreciaba. Pero a poco que ahondamos en la cuestión, empezamos a creer menos en esta popularidad del pesimista. La popularidad del pesimismo puro es cosa muy rara; es casi una contradicción en los términos. Los hombres no reciben la noticia del fracaso de la existencia o de la armoniosa hostilidad de las estrellas con júbilo y regocijo público, como no encienden fuegos para dar la bienvenida a la peste ni se ponen a bailar de contento cuando los condenan a la horca. El pesimista solamente puede ser popular cuando muestra, no que todo está mal, sino que algo está bien. Los hombres solo se unen en coro para elogiar, aunque sea elogiar la denuncia. La persona que es popular no puede no ser optimista en algo, aunque lo sea únicamente en el pesimismo. Y este fue el caso de Byron y de los byronianos. Su popularidad se fundaba en realidad no en que lo condenaban todo, sino en que encomiaban algo. Colmaban de maldiciones al ser humano, pero era porque lo necesitaban como contraste. Lo que en realidad querían era elogiar las potencias de la naturaleza. El hombre era para ellos lo que la charla y la moda eran para Carlyle, lo que las disputas filosóficas y religiosas eran para Omar, lo que la humanidad ávida de placeres materiales era para Schopenhauer: aquello que debía ser censurado para que otra cosa pudiera exaltarse. No era sino admitir que para escribir con tiza blanca se necesita una pizarra negra. Es ridículo creer que el amor de Byron por lo desolado e inhumano de la naturaleza es prueba de su escepticismo y su temperamento depresivo. El joven que elige voluntariamente pasear solo junto a un mar proceloso en invierno, que goza exponiéndose a la lluvia y escalando cimas vertiginosas, que se identifica con la anárquica melancolía de la vieja tierra, podemos deducir con certeza lógica que es muy joven y muy feliz. Cuando miramos el vino en la sombra, vemos cierta obscuridad, la misma que vemos también en la noche que se cierra tras un magnífico ocaso. El vino parece negro y al mismo tiempo intensa, casi imposiblemente rojo; el cielo parece negro y al mismo tiempo de un color mezcla de púrpura y verde muy oscuro. No otra fue la obscuridad que envolvió a los byronianos: una obscuridad que era un púrpura profundo. Prefirieron la sombría hostilidad de la tierra porque en medio del frío y la obscuridad sus corazones llameaban como lumbres. Muy distinto es el caso de la más moderna escuela de la duda y el lamento. El último movimiento pesimista lo representan quizá los dibujos alegóricos del señor Aubrey Beardsley. Es este un pesimismo que no tiende naturalmente hacia los antiguos elementos de la naturaleza, sino hacia los más recientes y fantásticos oropeles de la vida artificial. El byronismo tiende al desierto; el nuevo pesimismo, al restaurante. El byronismo se rebela contra lo artificial; el nuevo pesimismo, en favor de lo artificial. El joven byroniano afecta sinceridad; el decadente, dando un paso más allá en el camino de lo irreal, afecta afectación. Y es por su dandismo y su frivolidad por lo que sabemos que su siniestra filosofía es sincera; en sus luces, sus guirnaldas y sus cintas vemos su desesperación interior. Lo mismo ocurría con Byron: sus momentos frívolos era sus momentos más amargos. Durante años clamó por fuego contra la humanidad, invocó el diluvio y el destructivo mar y todas las fuerzas colosales de la naturaleza para que barriesen las colonias de larvas humanas. Pero, pese a ello, en su subconsciencia no era un desesperado; al contrario, hay una especie de indómita fe en esas potencias terribles e inmemoriales. Este calor y esta genialidad interiores no los perdió hasta que escribió Don Juan, momento en que una estruendosa risotada anunció al mundo que Lord Byron se había convertido en un pesimista de verdad. Uno de los mejores modos de saber lo que un poeta quiere decir es su poesía. Puede ser un hipócrita en su metafísica, pero no en sus versos. Y por mucho que el lenguaje de Byron esté lleno de horror y de vacío, su poesía es un danzar alegre y saltarín. Puede echar las más horribles pestes de la existencia, condenarla con el más desolador de los veredictos, pero no puede evitar que en un paseo una mañana de primavera, activos todos nuestros miembros y palpitante toda nuestra sangre, nos acudan a los labios versos como estos: Oh, there’s not a joy the world can give like that it takes away, when the glow of early youth declines in beauty’s dull decay; ’tis not upon the cheek of youth the blush that fades so fast, but the tender bloom of heart is gone ere youth itself be past.° There’s not a joy the world can give like that it takes away when the glow of early thought declines in feeling’s dull decay; ’tis not on youth’s smooth cheek the blush alone, which fades so fast, but the tender bloom of heart is gone, ere youth itself be past. Se me ocurre de momento esta traducción: No hay un gozo que el mundo pueda dar como el que quita al decaer la luz del primer pensar en pasión oscura; no solo la flor de la juventud, pronto marchita, mas antes que ella, del corazón se ha ido la frescura. Esta recitación automática es toda la respuesta al pesimismo de Byron. La verdad es que Byron fue una de esas personas a las que podríamos llamar optimistas inconscientes, que muy a menudo son, por cierto, los más empedernidos pesimistas conscientes, pues su exuberante naturaleza exige por adversario un dragón no menos grande que el mundo. Pero todo su ser esencial e inconsciente estaba lleno de vida y confianza, y ese ser inconsciente, largo tiempo disfrazado y oculto bajo emociones artificiales, sale de pronto a la luz ante una necesidad política ardua y fría. En Grecia oyó la voz de la realidad, y muriendo empezó a vivir. Oyó de improviso la llamada de esa felicidad secreta y subconsciente que yace en todos nosotros, y que puede emerger de repente al ver la hierba de un prado o las lanzas del enemigo.

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